YO ESTOY PRESENTE EN MEDIO DE ELLOS
Artículo de mi buen amigo Salvador Caballero
Debemos recordar que todo lo acontecido hace aproximadamente 2000 años, cuando se produjo
el milagro de la presencia de Cristo Jesús en la Tierra, esta guardando en lo que se ha
dado en llamar “Memoria de la Naturaleza”. Algo, muy poco, fue recogido por los cuatro
evangelistas, que nos hicieron llegar, a pesar de todo, lo esencial de Su Mensaje.
Sin embargo, recordemos lo que al respecto nos decía San Juan, en las últimas palabras
de su Evangelio. “Jesús hizo muchas cosas. Si las relatara detalladamente pienso
que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribían”. Paulatinamente van surgiendo nuevas referencias sobre lo acontecido en aquellos
gloriosos días y es por ello que les pido sepan acoger algunas que no son
muy difundidas y que voy a relatar. Recordemos, asimismo, lo que nos decía San Mateo para que tratemos, todos, de sentir
aquí la presencia del maestro Jesús que siempre se encuentra junto a aquéllos que le
comprenden y le aman. “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy
presente en medio de ellos”. Veamos lo que ocurrió en uno de aquellos días. Jesús había cumplido treinta años y de momento decidió visitar a su primo Juan a quien
llamaban el Solitario del Jordán, quien vivía a las orillas del río de ese nombre en su
desembocadura en el Mar Muerto. La madre de Jesús, María, vivía muy preocupada por las
actividades de su hijo quien acababa de ser consagrado Maestro de Divina Sabiduría, por
intermedio de los Esenios. Curaba a cuantos enfermos encontraba a su paso y entre sus
más allegados se abrigaba la esperanza de que fuera consagrado Rey de los Judíos a los fines
de quedar liberados del yugo romano, así como Moisés los liberara de los egipcios. No era
ese el objetivo perseguido por el Maestro, pero muy pocos eran los que estaban capacitados
para comprender la gran misión espiritual que le tocaba cumplir. ¿Qué aconteció en oportunidad de la visita a Juan el Bautista?. Con tres amigos, montados
en asnos, partieron a la madrugada cruzando desnudos peñascales entre cuyas escabrosas
laderas sólo crecían espinas silvestres y encinas enanas. A la caída de la tarde llegaron a
la puerta de la gruta donde vivía Juan, con quien conversó privadamente Jesús un largo
rato. Los amigos del Nazareno, a los cuales se había agregado un nutrido grupo e
visitantes, vieron venir a los dos maestros. El Solitario de Jordán vestía la túnica de lana oscura
de los terapeutas y su alta estatura y una complexión fuerte, su rizada cabellera oscura, su
abundante barba negra y sus gruesas cejas, le daban un aspecto rígido y austero que causaba temor. Observamos la imagen proyectada en la mente y tratemos de visualizar al Maestro Jesús
acercándose a las aguas del Jordán. La esbelta y delicada silueta de Jesús, como una escultura de marfil parecía recortada en el
azul opalino del atardecer. Vestía todo de blanco, a la usanza de los Esenios, con los cuales se
había formado, cubierto con una capa azul. Sus cabellos y barba de color castaño, con reflejos
dorados, sus dulces ojos claros, la palidez mate de su piel, todo le hacía aparecer sutil,
delicado, casi como una visión que a momentos se confundía con las brumas malva y oro de la tarde. Jesús se dirigió a sus amigos diciéndoles: “Antes de que el Sol se esconda entraremos a las
aguas del Jordán como todos los que vienen a Juan el Solitario. Se quitó su manto, que dejó
sobre los arbustos de la orilla y las aguas doradas del Jordán besaron sus pies. Dijo Juan:
“Ni tu espíritu ni tu cuerpo necesitan ser purificados, porque fuiste puro y limpio antes de
nacer”. Jesús contesto: “Haz conmigo como haces con los demás, porque tal es la Ley”.
Dobló su cuerpo sobre el agua que corría mansamente, para que su primo Juan, con los
ojos inundados en llanto, la derramara sobre su cabeza. La gloria del ocaso oriental formaba un resplandeciente dosel sobre el manso
río, que se teñía de púrpura y oro. Jesús cayó en una intensa invocación y se produjo en ese instante el augusto milagro del
descenso de la sagrada Potencia Crística que a partir de allí iba a entrar en íntima relación con
la doliente humanidad que moraba en la Tierra. Este portentoso hecho produjo una
irradiación tan poderosa de amor que los más sensitivos percibieron delicadas armonías
venidas desde los más lejanos confines. Un hálito divino había pasado rozando las aguas, las florecillas silvestres, las rocas musgosas
que bordean el histórico río Jordán, testigo de las glorias y abatimientos de Israel. Ese
intenso mundo de emociones y sentimientos produjo como una ola de luz que como una
llamarada fue tan intensa como para iluminar un vasto horizonte. Para mejor vivir lo que allí ocurrió, como si hubiéramos estado presentes, armonicemos
nuestros vehículos dejándonos llevar por otra hermosa música. A partir de lo acontecido aquel día, Cristo Jesús comenzó a dar un Mensaje que habría
de durar tres años y que perdurara por los siglos. La paternidad de Dios fue uno de sus más bellos discursos. Así decía: “Si conocierais al Padre como lo conozco yo, le amaríais sin esfuerzo alguno. Si cada vez
que asoma el Sol en los arreboles de la aurora y se esconde en la bruma del oro del ocaso,
levantaríais vuestro pensamiento al Padre para confiaros cada día la ofrenda de cuanto
sois, con todas vuestras miserias, enfermedades y dolores, creedme que seríais todos felices,
porque vuestro pensamiento unido al Padre atraería sobre vuestras vidas, todo el bien
que buscáis en la Tierra sin encontrar jamás. Cuando el Sol extiende su resplandor que todo lo vigoriza y anima, ¿No pensáis en el Padre
que os besa con su luz divina y se infiltra en vuestra sangre, en vuestro cuerpo, en vuestra vida toda? Cuando vuestro huerto se cubre de flores y vuestras higueras y castaños, vuestros olivos
y vuestras vides bajan a la tierra sus ramas cargadas de frutos; ¿No pensáis en el
Padre celestial que así provee a vuestra alimentación? Grabad sobre la mesa del hogar los diez mandamientos de la Ley Divina que lleváis grabados
en vuestro propio corazón, porque son la eterna ley natural que vive desde que el hombre
vive sobre la faz de la Tierra; y si esa Ley es la norma de vuestra vida y cada día de ella oráis
al Padre con fe y amor, yo su profeta, su hijo, os digo solemnemente en nombre suyo:
El cuidará de vosotros y de vuestras necesidades como cuida de las aves del bosque y de
las florecillas del valle, que no siembran ni siegan y ni Salomón con todas sus
riquezas estuvo vestido con ellas. Os anuncio un Dios que es amor, piedad y misericordia, al cual debéis llamar vuestro Padre,
porque lo es con toda la ternura y solicitud con que amáis y cuidáis vosotros a vuestros pequeñuelos. De hoy en más nunca diréis que estáis solos y desamparados en los caminos de la vida,
porque Dios, vuestro Padre, vela en torno vuestro, con más solicitud que
una madre junto a la cuna de su hijo. Pero es necesario que os procuréis por la oración y las buenas obras el acercamiento a
El, del cual no os separáis ni aún cuando lo olvidáis. Pero su efluvio benéfico, su energía
que vigoriza su fuerza, que será vuestra fuerza, no penetra en vosotros de igual manera
que cuando vuestra fe, esperanza y amor le abren vuestro corazón de par en par,
como penetra el rayo solar si abrís la puerta de vuestra vivienda. Comprended a Dios y llamadle en vuestra sencillez, encontradle en el agua que bebéis, en el pan
que os alimenta, en el fruto maduro que arrancáis del huerto, en el aire que respiráis, en los astros
que os alumbran y en las florecillas silvestres que holláis por los caminos. Cuando el Sol extiende su resplandor que todo lo vigoriza y anima; ¿No pensáis en el Padre que
os besa con su luz divina y se infiltra en vuestra sangre, en vuestro cuerpo, en vuestra vida toda? Son esas las formas de expresión de nuestro Padre común, son esas sus palabras y sus
huellas que vosotros encontráis y no lo reconocéis; más aún, lo olvidáis para correr tras
de las criaturas, para maldecir de vuestra situación, para envidiar al que tiene más, para
alentar la rebeldía y el odio contra los favorecidos de la fortuna, que nunca recuerdan al
que nada tiene y no pensáis que vosotros, como una aureola radiante el amor del
Padre, os digo en nombre suyo: Venid a mí los que lleváis cargas que no podéis soportar, los que tenéis en vuestro corazón
dolores que os causan angustia de muerte: Venid que vuestro Padre me ha dado poder para sanar vuestros cuerpos y consolar
las tristezas de vuestra vida. ¡Idos en paz, que el amor del Padre os colmará de dicha, si os entregáis a Él como os he enseñado! Un inmenso coro de clamores, de bendiciones y de hossanas resonó en las riberas del
Mar de Galilea, aclamando al profeta que espantaba el dolor, la enfermedad y la tristeza.
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