6.- Por tanto, mientras estamos centrados en lo físico, es lógico que
nuestra respuesta a la pregunta del título – “¿Disfrutamos de la vida
debidamente?” - sea negativa. Porque, por un lado, como espíritus que
somos, concebimos un mundo en el que podamos sentirnos felices, lo
cual nos hace pensar que ese mundo es posible. Y, por otro, al estar
centrados en la materia y ser ésta incapaz de proporcionarnos la
verdadera felicidad, que no es material, pensamos siempre, por muchos
bienes o riquezas o poder o fama que tengamos o por muchos placeres
de que disfrutemos, que no somos todo lo felices que podríamos ser.
7.- Tras estas consideraciones ya estamos en condiciones de darnos
cuenta de que hemos entendido mal la pregunta del tan citado título de la
charla, “¿Disfrutamos la vida debidamente?” Y nos percatamos de que
existía un adverbio importante: “debidamente”.
¿Y qué quiere significar “debidamente”? ¿Cómo se puede disfrutar
la vida “debidamente”? Muy sencillo: cumpliendo las leyes naturales.
¿Y qué son las leyes naturales? Simplemente, la voluntad de Dios, las
energías que de Él surgen para crear, mantener, regular y hacer avanzar
Su creación.
¿Y cuáles son esas leyes o, por lo menos, cuáles son las
principales? La Ley de Retribución o del Karma, que hace que recaiga
sobre nosotros el efecto de toda causa que pongamos en movimiento, sea
buena o mala; la Ley de Renacimiento, que hace que muramos y
renazcamos continuamente, poseyendo cada vez las facultades, las
capacidades, la salud, la inteligencia, el estatus social y cultural, etc. a
que nos hayamos hecho acreedores en las vidas anteriores; la Ley de
Unidad, que nos hace tender a unirnos con los demás seres y a constituir
un algo mayor, más complejo y con mayores posibilidades de evolución;
la Ley de Afinidad, que colabora con la anterior, y nos hace acercarnos a
lo que es afín a nosotros; la Ley de Polaridad, que hace que todo tenga
dos aspectos, positivo y negativo, bueno y malo, masculino y femenino;
la Ley que hace que todo conduzca al bien pues, aún el acto más
abyecto, acaba siendo una lección que se aprende y cuyo fruto es el bien;
la Ley del Amor, que es la nota clave de la Creación, y que nos inclina a
amar a todos los seres en base a que todos somos espíritus inmortales,
partes de Dios y, por tanto, constituimos con Él un solo ser.
8.- Para esa adaptación de la vida a las leyes naturales ha habido
distintas interpretaciones. Aún está reciente la afirmación de la iglesia
católica en el sentido de que “los enemigos del alma son “el mundo, el
demonio y la carne”. Y, como consecuencia de ello, nacieron los cilicios,
las flagelaciones, los ayunos y penitencias suicidas y una serie de
actitudes que condujeron a la negación de todo valor a lo que no fuese el
espíritu. Recordemos los versos atribuidos a Santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí
y, tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Esas posturas han condicionado las vidas de millones de hombres y
mujeres, constriñéndolas a conductas y emociones totalmente ilógicas y
antinaturales. Recordemos la rigidez de algunas sectas protestantes, y la
de la propia iglesia católica de determinadas épocas, que han impuesto a
sus adeptos normas de vida estrictas que habían de seguir a la fuerza,
obligados por una fe ciega e irracional, por un miedo al castigo eterno
fomentado ex profeso, por los prejuicios y por el qué dirán.
El mundo es el plano más denso entre los que discurre nuestra
evolución. Y, para ésta, es necesario. Si no existiese el mundo físico, nos
sería imposible evolucionar.
El cuerpo físico es el instrumento más evolucionado de que
disponemos. Es nuestra mejor herramienta para evolucionar. Aquí, en
este mundo y en este cuerpo es donde hemos de practicar y utilizar
nuestra mente y nuestro cuerpo de deseos y nuestro libre albedrío, y
errar, si es preciso; pero nos permite, primero aquí mismo, y luego en el
Purgatorio y en los Cielos, aprender las lecciones evolutivas de las
escenas que aquí hemos protagonizado.
Lo que la iglesia llama ”carne” es, en realidad, la tendencia innata
al sexo. Pero el sexo, en sí, no es más que una manifestación de la ley de
la polaridad. El espíritu se une a la materia y nace el Universo; el
Espíritu Virginal se une a la Personalidad y nace el Cristo Interno; el
hombre se une a la mujer y nace el niño. El sexo, pues, es sagrado. Y es,
además, una función completamente normal, como lo es el comer o el
beber o el dormir. En sí, no tiene nada de negativo. Otra cosa es el uso
que de él se haga, como ocurre con la electricidad o la fuerza atómica o
cualquier energía a nuestro alcance. Si se emplea para su finalidad
natural, es un milagro a la disposición del hombre: poder traer a la vida a
un espíritu hermano. Si para buscar el placer, se está degradando y
polucionando y empleando contra las leyes naturales. Pero esa
consideración de que el sexo es en sí algo vergonzoso, que debe ser
disimulado y ocultado no es correcta. Es sólo consecuencia del hecho de
que San Pablo era, antes de seguir a Cristo, un fariseo ortodoxo y, en sus
Epístolas, no pudo desprenderse totalmente del prejuicio que su escuela
tenía sobre el sexo. Cristo, en ningún momento, habló mal ni del mundo,
ni del cuerpo. Perdonó a la mujer adúltera y aceptó entre los suyos a
María Magdalena, que fue, además, según las Escrituras, la primera
persona a la que, tras Su resurrección se apareció.
Tampoco la idea ortodoxa sobre el “demonio” es correcta ni ha
hecho ningún bien. Ese demonio, personalizado en un ser con cuernos y
rabo, que disfruta asándonos en su infierno eterno, es una pura ficción
para asustar a los ingenuos. Lo que hay son los Luciferes, que son
ángeles. Retrasados, rezagados, pero ángeles. Y que están tratando de
evolucionar aprovechando para ello a los hombres, exactamente igual
como nosotros estamos haciendo con los animales, cuyas especies
alteramos, extinguimos o clonamos y cuyos individuos utilizamos para
experimentar enfermedades y medicamentos y para alimentarnos y para
vestirnos.
Esos tres enemigos del alma tradicionales, más la presentación de
un Dios - el del Antiguo Testamento - que se irrita y se puede aplacar
con sacrificios, que es celoso de su poder, que crea al hombre imperfecto
- puesto que peca - y, luego, lo condena por toda la eternidad por sus
pecados, han hecho que la Humanidad haya vivido durante miles de años
atemorizada, sintiendo el que aún en la misa se denomina “temor de
Dios”, como si se tratase de una virtud. Es decir que, a los miedos
atávicos e inevitables antes citados, el Antiguo Testamento y la iglesia
añadieron el temor de Dios, el miedo a Dios. Aún recuerdo un versito
que se nos enseñaba cuando niños, que es una muestra de cómo se ha
inculcado ese miedo irracional y jamás justificado, a los niños, y que ha
supuesto, para toda su vida, un prejuicio condicionante. Decía así:
Mira, que te mira Dios;
mira, que te está mirando;
mira, que te has de morir;
mira, que no sabes cuándo”.