País de Luz
Yo quisiera quedarme en ese mundo apretado en las paredes celestes de la infancia, arrebujada
en un aire que se disuelve con el calor del verano, porque, no sé porqué, en la infancia siempre es
verano, siempre hay un velerito de papel y palitos navegando en un charco de ámbar, siempre hay
un bollo plateado de papel de chocolate en el fondo de un bolsillo.
Yo quisiera caminar por los senderos ciudadanos por ángeles guardianes, segura y preocupada
solamente por el horario de la sopa de las muñecas, inventando nombres para llamar a las luciérnagas,
buscando las pilas que encienden a los bichos de luz, durmiendo con un sueño de acompasada
respiración y manos apoyadas en las sábanas sin crispación, como flores.
Allí es donde uno tiene la defensa más limpia y más cierta: la de la ingenuidad, la de la fe. Creer, creer
en todo el mundo, abrir la pena como un pan caliente y mostrar su humeante interior; abrir la risa
como un durazno maduro y entregar el carozo, o la pulpa o el zumo, creyendo que a los demás nuestra
alegría les gusta, que los demás se ponen contentos con nuestro triunfo, con nuestra felicidad.
Querer. Y sentir que querer es una margarita a la que se le ponen los pétalos en lugar de quitárselos, y
que son unos ojos empañados de llanto cuando la mano amiga se posa sobre el hombro para decir
estoy aquí, con vos, porque me necesitás. Darse. Como se dan los hijos, sin especulaciones: "porque
estoy de tu parte". "Porque me gusta ser tu amiga". "Porque te quiero como sos".
A mí me asusta esa ciudad que se levanta allí. Con laberintos de cemento y sonrisas de utilería que se
ponen en los rostros los que piden algo.
Y hablar cuando uno quiere quedarse en silencio. Y quedarse en silencio
cuando uno tiene ganas de hablar.
Y herir. Porque a veces para defenderse la gente grande tiene que herir. Y pasa como cuando vos, que
sos chico, decías furioso: "ojalá que se muera mi mamá que no me quiso comprar un helado". Y
resulta que después te pasas toda la noche despierto y te levantás cien veces con la excusa de ir al
baño o a la cocina a tomar agua, nada mas que para ver si respira, que no se cumplió, que
por suerte no se cumplió…
Yo te propongo una locura: que no crezcas como parece que es conveniente crecer en este mundo
de la ciudad fantástica y totalmente aprovechable.
Que defiendas los soldaditos de plata que la lluvia hace galopar sobre el asfalto.
Que quieras porque sí y llores toda la tarde porque te peleaste con el amigo con el que te vas a
reconciliar mañana lo más campante y olvidado de todo. Porque si no te ponés fuerte y defendés
esas cosas a capa y espada, te van a ir arrancando de ese país de luz, y sin que te des cuenta, te
van a ir metiendo las sombras que dan miedo de noche, y cuando llegues al lugar en que miro de pie
a mi alrededor, vas a querer huir, irte de vos, refugiarte en cualquiera que sonría, volver a huir porque
hincaron los dientes hambrientos en el pan caliente de tu pena y en la pulpa de tu alegría y se
disputan los huesos de nácar de tu ingenuidad, la mano abierta, el asombro, ¡Ay el asombro!, ese
milagro, que de repente nos resucita. Por ejemplo: acabo de asombrarme con un puñado de
jazmines chiquitos y blancos que se han abierto en la enredadera de mi casa. Y han perfumado
de tal manera el jardín que me hicieron pensar en un derroche de magia.
Así que correte un poco, dejame sentar con vos en el banquito, vamos, correte, haceme un
lugarcito…, no tengas miedo, yo todavía puedo chapotear en tu río sin encrespar las aguas,
y morirme de risa viendo girar tu trompo, y pasarme una tarde entera descubriendo
universos en un calidoscopio.
Yo todavía puedo usar de a ratos tu país de luz.
Andá, correte un poquito y dejame sentar con vos en el banquito.
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