Al mirar hacia atrás la historia del hombre y del universo, nos
esforzamos por formarnos un cuadro imaginativo
del comienzo de la religión, tal como nos lo refiere la iglesia ortodoxa basándose en el libro del Génesis.
La mente poco evolucionada se imagina a un hombre fornido, que
se sienta sobre un trono, y crea los cielos
y la tierra y todo lo que en ella se encuentra, en siete días. Y, después de haber hecho al hombre a su
semejanza, lo pone en un hermoso jardín entre las más bellas frutas y flores: "Y mandó Jehová Dios
al hombre diciendo: De todo árbol del huerto comerás, mas del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal,
no comerás." (Génesis 2: 16-17).
Después de haber dado Dios este mandamiento a Adán, le creó, como compañera, una mujer. Más tarde,
el Espíritu tentó a la mujer para que comiera de la fruta que Dios había prohibido y ella, entonces, tentó a
su consorte, el cual también comió.
Esta historia se ha traducido y enseñado de manera literal y ha
llegado a perturbar la fe de múltiples presuntos
cristianos. Imaginémonos una mujer de nuestro tiempo en iguales circunstancias. ¿Qué haría ella si se
le prohibiera comer de determinada fruta del jardín? ¿Verdad que la desearía mucho más que la fruta
que se le ofrecía gratuitamente? Pues, debido en parte a esta afirmación del Antiguo Testamento, la
mujer, durante siglos, ha sido sometida a la autoridad del hombre.
Sin embargo, a medida que evolucionan la intelectualidad del hombre y sus facultades de raciocinio,
rehusa aceptar esa interpretación y empieza a buscar la verdad. ¡Y qué maravillosos son los misterios
que descubre quien verdaderamente busca las cosas ocultas de Dios! Encuentra que el Jardín del
Edén es un lugar santo; que existe, hoy como siempre, un reino grande y natural, la región Etérica,
donde los hombres andaban y hablaban con Dios, donde vivía el hombre-dios, el espíritu verdadero
que se manifestó en la Época Lemúrica. Allí los humanos se comunicaban con los ángeles. Entonces
era el hombre puro y santo. No conocía el pecado. Y los cielos, para él, estaban abiertos. Pero había
sido hecho a imagen y semejanza de Dios y, para que fuera semejante al Padre, era necesario que
alcanzara gran sabiduría, el conocimiento y la comprensión de su origen. Por tanto, hubo de
manifestarse en un cuerpo compuesto de la sustancia de la tierra, la que tenía que aprender a vencer.
El hombre terrenal fue sombreado por el espíritu hasta que el cuerpo físico alcanzó tal desarrollo
que el hombre espiritual pudo emplearlo para actuar en él.
Entonces se convirtió el hombre en alma viviente.
En esa etapa, la Caída del hombre, cuando el espíritu y el cuerpo animal se encontraron, empezó el
conflicto por la supremacía. Ahora domina, a veces, el hombre animal y otras veces es más fuerte
el hombre espiritual. Esta lucha ha
ocasionado el desarrollo del alma, pues sólo por virtud del conflicto, el dolor y el sufrimiento, puede
lograrse el desarrollo espiritual. Durante esta lucha, el cuerpo va purificándose y
perfeccionándose de modo paulatino.
El Jardín del Edén fue un estado en el que el hombre vivía consciente de los mundos celestiales.
Pero, a medida que se introducía en la existencia material, iba quedando de aquel estado celestial
sólo un vago recuerdo. Éste, sin embargo, esto tuvo que manifestarse en la acción. Y, cuando se
expresaba, lo hacía en forma de religión. En su gran anhelo por recordar aquel lejano hogar espiritual,
formuló un método de adoración. Los esfuerzos del hombre primitivo por dar expresión a su fe y a
su anhelo de aquella Deidad que aún podía sentir aunque no ver, fueron el origen del simbolismo y
de las ceremonias mediante las cuales lograba suscitar sus emociones. Durante aquellos tiempos de
emoción, lograba, de vez en cuando, comunicarse con los reinos superiores, que ya se le habían
cerrado. Y así, la religión se convirtió en un medio por el que recordar y darse cuenta de su divina
esencia. Sin embargo, la religión tuvo su verdadero principio en el despertar de la facultad
del raciocinio en el hombre.
El hombre primitivo tuvo necesidad de la presencia de Dios en una gran variedad de formas.
Y se manifestaba en las que mejor se acomodaban a la inteligencia del adorador. El hombre lo veía,
a menudo, en el relámpago y creía que, de esta manera, demostraba su enojo, vomitando fuego
sobre la tierra. Oía su potente voz en el rugido del trueno. También se manifestaba Dios en las estrellas.
El indio americano adoraba y oraba a su Dios poniéndose de pie en la cúspide de una colina y tomando
al sol como símbolo del Ser Supremo. Conceptuaba el fuego como señal de gran poder, como cosa
misteriosa que había que temer y adorar. Para el salvaje, era el símbolo de la Deidad. Sus bailes
espirituales se efectuaban alrededor del fuego Podía despertar en él, con mayor facilidad, la
imagen de la Deidad, por medio de los excitantes bailes de fuego y de serpientes. El Jardín
del Edén, el mundo espiritual abríase para él merced a sus emociones, que
despertaba mediante inauditos esfuerzos.
Al investigar sobre el origen de las diversas religiones del mundo, vemos que sus semillas se
plantaron por mensajeros espirituales. Hemos visto un caso semejante registrado en la Biblia
cuando el hombre, por su depravación e idolatría, había degenerado de tal manera, que se hizo
de imperiosa necesidad la venida de un redentor. Moisés fue el escogido por el Señor para
cumplir esa misión. Su vida fue planeada previamente. Una princesa lo adoptó, lo educó como
hijo adoptivo del faraón y lo preparó para ser un caudillo. Durante su visita al sacerdote Jetro,
en Madián, llegó a sentir vivo interés por los Misterios del Templo Al pie del monte Sinaí recibió
una revelación divina y Dios se le apareció en una zarza ardiente. Después, se convirtió en
libertador de su pueblo, el judío. Antes de granjearse la confianza y la lealtad de este pueblo
singular, tuvo que efectuar muchos ritos extraños. Gracias al
desarrollo de su sexto sentido, fue capaz de comunicarse
directamente con los caudillos de lo alto, que le daban instrucciones y, mediante su direción,
pudo hacer grandes señales y maravillas.