Los estudiantes sinceros de la ciencia del alma se sienten naturalmente
ansiosos de desarrollar su gracia a fin de cooperar mejor en el Gran Trabajo de
la elevación del Género Humano. Siendo modestos y humildes experimentan,
sin embargo, en demasía la amplitud de sus defectos y frecuentemente,
mientras meditan acerca de los medios de facilitar el progreso, se preguntan:
¿Qué es lo que lo impide? Algunos de ellos, especialmente en tiempos
pasados, cuando la existencia no era tan intensamente vivida como lo es en
estos días, observaban que la vida ordinaria entre la humanidad de aquel
entonces tenía sus inconvenientes. Para vencerlos y adelantar su desarrollo
anímico se retiraban de la comunidad a un monasterio o a las montañas donde
podían entregarse sin estorbo alguno a su existencia espiritual.
Sabemos, no obstante, que no es este el camino. Está demasiado bien
establecido en las mentes de nuestros aspirantes que si huímos hoy de una
experiencia, mañana se nos enfrentará nuevamente, y que la palma de la
victoria se gana conquistando al mundo, pero nunca huyendo de él. El
ambiente en que hemos sido colocados por los Ángeles del Destino fue
escogido por nosotros mismos en la vuelta del ciclo de nuestra vida en el
Tercer Cielo, siendo entonces espíritus puros, no oscurecidos por la materia
que nubla ahora nuestra visión. De aquí que este ambiente sea indudablemente
el que puede proporcionarnos las lecciones que necesitamos y cometeríamos
una seria equivocación tratando de escapar a sus pruebas.
Pero hemos recibido una mente con un propósito determinado, el de razonar
acerca de las cosas y condiciones, de manera que podamos discernir entre lo
esencial y lo no esencial, entre aquello que tiene la misión de estorbar con el
propósito de enseñarnos una virtud, venciéndolo, y aquello otro que es un
obstáculo invencible que hace vibrar nuestra sensibilidad y arruina nuestro
sistema nervioso sin ganancia alguna espiritual, en compensación.
Nos será altamente beneficioso aprender a diferenciar estos motivos para la
conservación de nuestras fuerzas aceptando solamente aquello que debamos
soportar o vencer para la seguridad de nuestro bienestar espiritual.
Ahorraremos, entonces, incontable energía y experimentaremos mayor deleite
en seguir métodos más provechosos que los que ahora seguimos. Los detalles
de este problema difieren en cada existencia; sin embargo, existen ciertos
principios generales que aprovechará a todos nosotros comprender y aplicarlos
a nuestras vidas, y entre ellos está el efecto del silencio y del sonido en el
desarrollo anímico.
A primera vista podrá sorprendernos la afirmación hecha de que el sonido y el
silencio son factores muy importantes en el desarrollo del alma, pero
examinando atentamente el asunto veremos prontamente que no es ningún
pensamiento descabellado. Consideremos primeramente la gráfica expresión,
"la guerra es el infierno" y procuremos imaginarnos una escena guerrera.
La visión es aterradora y mucho más para aquellos que ven con clara mirada
espiritual, que para los que se limitan a su mirada física, porque éstos pueden
cerrar sus ojos a aquel espectáculo si así lo quieren, pero todo el horror del
cuadro pesa fuertemente sobre el corazón del Auxiliar Invisible que no
solamente oye y ve, sino que siente en su propio ser la angustia y el dolor de
todos los que a su vera sufren, como Parsifal sentía en su corazón la herida de
Amfortas, el rey herido del Grial. En efecto, sin este íntimo e intenso
sentimiento de unidad con el que está sufriendo, no puede haber curación ni
existe ayuda, ni socorro algunos.
Pero hay una cosa a la que no se puede escapar, la terrible expansión de las
granadas, el ronco rugido del cañón, el violento traqueteo de las
ametralladoras, las quejas de los heridos y los juramentos y blasfemias de
cierta clase de los actores. No creemos necesario insistir más para sentar la
afirmación de que éste es realmente un "ruido infernal" y tan subversivo para
el desarrollo anímico como pueda ser imaginado. El campo de batalla es el
último lugar que puede escoger cualquiera que esté en su cabal juicio para
desarrollar su alma, aunque no debe olvidarse que muchos resultados
excelentes se han obtenido por medio de sacrificios nobles en ella realizados;
pero estos resultados se han obtenido "a pesar" de aquella condición y no "a
consecuencia " de ella.
Por otra parte, imaginamos un templo colmado de acordes de un canto
Gregoriano o una oratoria Handeliana, sobre la cual las oraciones del alma
aspirante vuelan en su camino hacia el Autor de nuestro Ser. Aquella música
puede ciertamente ser llamada "paradisíaca" y la Iglesia mencionada ofrece
una condición ideal para el desarrollo del alma, pero si permaneciésemos en
ella constantemente, olvidando nuestros deberes, fracasaríamos, "a pesar" de
esta condición ideal.
Nos queda, por consiguiente, un solo método, es decir, detenernos entre el
estrépito del campo de batalla de este mundo esforzándonos en extraer de las
peores condiciones el material del desarrollo anímico, por medio de servicios
llenos de desprendimiento y al mismo tiempo construir en nuestro más remoto
interior un santuario lleno de esta música silente que suena en el alma servicial
como un manantial de elevación por encima de todas las vicisitudes de la
existencia terrena. Poseyendo esta "Iglesia viviente" en nuestro interior,
siendo, de hecho, por esta condición "templos vivientes", podemos entrar en
cualquier momento, cuando nuestra atención no esté legítimamente aplicada a
asuntos temporales, a este edificio espiritual en cuya construcción no han
intervenido manos algunas y bañarnos en su armonía. Podemos hacer esto
muchas veces al día, restaurando así y continuamente la armonía que haya
sido perturbada por las discordias del vivir cotidiano.
¿Cómo edificaremos, entonces, este templo y cómo lo llenaremos con la
celestial música que tanto deseamos...? ¿Qué nos ayudará y qué nos será un
estorbo...? He aquí las preguntas que requieren una solución práctica y hemos
de esforzarnos en buscar en nuestras respuestas la llaneza y la práctica posible
puesto que se trata de un asunto de interés vital. Las cosas "más
insignificantes" son especialmente importantes, pues el neófito necesita tomar
en consideración hasta las más sutiles cosas.
Si encendemos un fósforo en medio de un fuerte viento se apagará
seguramente, aunque la llama haya prendido con toda facilidad; pero si la
acercamos a un matorral y le permitimos que se encienda con una relativa
calma, un viento fuerte que pudiera sobrevenir aumentaría la llama en vez de
extinguirla. Los Adeptos o las Almas Grandes, pueden permanecer serenos
bajo condiciones que serían subversivas para aspirantes ordinarios y de aquí
que deban siempre usar del discernimiento y no exponerse innecesariamente a
condiciones subversivas para el desarrollo del alma; lo que más que nada
necesitan éstos es equilibrio y nada es tan antianímico a aquella condición
como el ruído.
Es innegable que nuestras comunidades son "manicomios" y que tenemos un
legítimo derecho a escapar a algunos ruidos, si nos es posible, tales como el
chirrido que causan los tranvías al dar las curvas. No es necesario que vivamos
en una esquina tal, con detrimento para nuestros nervios o que nos estorba
para la concentración; pero si tenemos un niño enfermo, llorando, que reclama
nuestra atención día y noche, no importa en la forma que afecte a nuestros
nervios, no tenemos derecho, a la vista de Dios ni de los hombres, de escapar
de atenderle o de olvidarnos de él con la idea de concentrarnos. Estas cosas
son perfectamente claras y causan un asentimiento instantáneo, pero lo que
más ayuda o impide son, como queda dicho, las cosas que son insignificantes,
que escapan enteramente a nuestra atención. Si fueramos a enumerarlas, quizá
provocarían una sonrisa de incredulidad, pero si se ponderan y se practican
conquistarán pronto el asentimiento, pues juzgadas por la fórmula de que "por
sus frutos les conoceréis" ellas producirán tales resultados que rehabilitarán
nuestra afirmación de que "el silencio es una de las mayores ayudas para el
desarrollo del alma" y debe ser practicado, por lo tanto, por el aspirante en su
casa, en su conducta personal, en sus paseos, en sus hábitos, y, por paradójico
que parezca, hasta en su conversación.
Es una prueba del beneficio de la religión el que da la felicidad a la gente, pero
la mayor dicha es usualmente demasiado profunda para una expresión externa.
Llena todo nuestro ser tan enteramente que llega a parecer pavoroso, y una
conducta ruidosa y extemporánea nunca puede aliarse con aquella felicidad
cierta, puesto que es un signo de la mayor superficialidad. La voz alta, la risa
grosera, las maneras ruidosas, los taconazos ruidosos que suenan como
martillos, los portazos y el ruido de la vajilla son atributos del grosero y
vulgar, pues ama el ruido, cuanto más alegre mejor, ya que excita su cuerpo de
deseos. Para su gusto la música sacra es una anatema; una ruidosa orquesta
con "jazz-band" le es preferible a cualquier otro entretenimiento y cuanto más
salvaje y grotesca resulte la danza, mejor. Pero es bien diferente, o debe serlo,
para el aspirante a la vida superior.
Cuando el Niño Jesús fue perseguido por Herodes con criminales intentos, su
seguridad se basó en la huída y su poder para desarrollarse y cumplir su
misión. Similarmente cuando Cristo nace dentro de un aspirante puede
preservar mejor su vida espiritual huyendo del ambiente de los degenerados en
el cual estos casos inconvenientes se practican y buscando un sitio entre otros
de ideales semejantes, siempre que tenga libertad para obrar así; pero si ocupa
un puesto en una familia colocada bajo su responsabilidad, es su deber el
luchar para alterar las condiciones y mejorarlas por medio del ejemplo y del
precepto, particularmente por el ejemplo, con el objeto de que llegue un día en
que reine por toda su casa aquella refinada atmósfera que respire armonía y
fortaleza. No es esencial para el bienestar de los niños el permitirles que griten
hasta desgañitarse o que corran desaforados por toda la casa, dando portazos y
estropeando el mobiliario en su loca carrera; por el contrario, esto es
verdaderamente detrimental, pues les enseña a no tener en cuenta los
sentimientos ajenos por su propia satisfacción. Les será mucho más
beneficioso que la madre procure que tengan en el calzado tacones de goma y
les enseñe a dejar su algarabía para el campo, para cuando jueguen al aire
libre, y que en la casa lo hagan tranquila y silenciosamente, cerrando las
puertas con delicadeza y hablando en un moderado tono de voz como
justamente lo hacen o deben hacerlo los padres.
Durante nuestra niñez es cuando empezamos a arruinar nuestro sistema
nervioso, que después en años ulteriores, nos atormenta e irrita, y de este
modo si enseñamos a nuestros hijos la lección indicada más arriba, les
ahorraremos muchas molestias y sinsabores en la vida, al mismo tiempo que
facilitamos el crecimiento de nuestra misma alma. Quizá sean necesarios años
para reformar una familia de tales, a primera vista, faltas triviales y lograr un
ambiente que conduzca al desarrollo anímico, especialmente si los niños se
encuentran ya en edad adulta y se resisten a reformas de esta naturaleza, pero
es sumamente importante el intento. Nosotros podemos y, "debemos", en
último término, cultivar la virtud del silencio en nosotros mismos o de lo
contrario nuestra elevación de alma no será muy grande. Acaso si miramos el
asunto desde un punto de vista oculto en relación con este importante
vehículo, el "cuerpo vital", el objeto perseguido se aclarará mucho por
necesidad.
Sabemos que el cuerpo vital se halla siempre almacenando fuerza en el cuerpo
físico que debe ser utilizada en esta "escuela de experiencia" y que durante el
día el cuerpo de deseos está constantemente disipando esta energía en acciones
que constituyen la experiencia que eventualmente se transmuta en desarrollo
del alma. Hasta aquí santo y muy bueno, pero el cuerpo de deseos tiene una
tendencia a excederse si no se le contiene con fuerte rienda. Se revela en un
movimiento sin restricciones, cuanto más locuras tanto mejor para él y si no se
le contiene hará al cuerpo silbar, cantar, saltar, danzar y un sinnúmero de cosas
innecesarias e indignas que son muy perjudiciales para el desarrollo del alma.
Mientras se halla en tal estado de desarmonía y discordia, la persona está ciega
para las ocasiones espirituales del mundo físico y por la noche, cuando
abandona su cuerpo, el proceso de la restauración del cuerpo de deseos
consume casi todo el tiempo del sueño, dejando muy poco, si deja alguno,
para el trabajo allí, aun cuando la persona tenga la inclinación y piense
seriamente en hacer este trabajo.
Por lo tanto, debemos por todos los medios volar de los ruidos que no
tengamos necesidad de oír y cultivar personalmente el silencio y caritativo
ademán, la voz moderada, la marcha silenciosa, la presencia oportuna y todas
las demás virtudes que contribuyen a la armonía, pues entonces el proceso de
restauración se efectúa rápidamente y quedamos libres la mayor parte de la
noche para trabajar en los mundos invisibles y ganar un poder de alma grande.
Recordemos que en este intento de progreso y purificación, no nos debemos
desalentar por nuestros fracasos momentáneos y ocasionales, pensando en la
admonición de San Pablo para continuar con persistente paciencia en el bien
obrar.
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