LA CUMBRE DEL VIVIR RELIGIOSO
Aunque el mortal común de Urantia no puede esperar alcanzar la alta perfección de carácter que adquiriera Jesús de Nazaret durante su estadía mortal, es totalmente posible para cada creyente mortal desarrollar una personalidad fuerte y unificada de acuerdo con la manera perfeccionada de la personalidad de Jesús. La característica singular de la personalidad del Maestro era, no tanto su perfección, como su simetría, su exquisita y equilibrada unificación. La presentación más eficaz de Jesús consiste en seguir el ejemplo del que dijo, al señalar hacia el Maestro de pie ante sus acusadores: «¡Mirad al hombre!»
La ternura infalible de Jesús tocó el corazón de los hombres, pero su constante fuerza de carácter sorprendió a sus seguidores. Era verdaderamente sincero; en él no había nada de un hipocrítico. Estaba libre de toda afectación; era siempre tan refrescantemente genuino. Nunca se rebajó a pretensiones, ni recurrió a las imposturas. Vivió la verdad, incluso al enseñarla. Él fue la verdad. Se vio restringido en su proclamación de la verdad salvadora por su generación, aunque dicha sinceridad a veces le causó dolor. Era incondicionalmente leal a toda verdad.
Pero el Maestro era tan razonable, tan disponible. Demostró su sentido práctico en todo su ministerio, y todos su planes estaban caracterizados por un sentido común santificado. Estaba libre de toda tendencia extravagante, errática y excéntrica. No fue nunca caprichoso ni histérico. En todas sus enseñanzas y en cada cosa que hizo siempre había una discriminación exquisita asociada con un extraordinario sentido de lo apropiado.
El Hijo del Hombre siempre fue una personalidad aplomada. Aun sus enemigos no dejaron jamás de respetarlo plenamente; aun temían su presencia. Jesús no tenía temores. Estaba sobrecargado de entusiasmo divino, pero no se volvió jamás fanático. Era emocionalmente activo, pero nunca frívolo. Era imaginativo pero siempre práctico. Se enfrentaba francamente con las realidades de la vida, pero no fue jamás torpe ni prosaico. Era valiente, pero jamás precipitado; prudente, pero nunca cobarde. Era comprensivo pero no sentimental; singular pero no excéntrico. Era piadoso pero no mojigato. Y tenía tanto aplomo porque estaba tan perfectamente unificado.
La originalidad de Jesús era espontánea. No estaba vinculado por la tradición ni obstaculizado por la esclavitud de las convenciones estrechas. Hablaba con confianza indudable y enseñaba con autoridad absoluta. Pero su extraordinaria originalidad no lo llevó a descartar las perlas de verdad en las enseñanzas de sus predecesores y contemporáneos. Y la más original de sus enseñanzas fue el énfasis en el amor y la misericordia en lugar del temor y el sacrificio.
Jesús tenía una visión muy amplia. Él amonestaba a sus seguidores a que predicaran el evangelio a todos los pueblos. Estaba libre de toda estrechez de mente. Su corazón comprensivo abrazaba a la humanidad entera, aun a un universo. Siempre su invitación era: «Quienquiera que lo desee, que venga».
De Jesús se dijo con verdad: «Confiaba en Dios». Como hombre entre los hombres confiaba en la forma más sublime en el Padre en los cielos. Él confiaba en su Padre como un niñito confía en su padre terrenal. Su fe era perfecta, pero jamás presuntuosa. Aunque la naturaleza pareciera cruel o indiferente al bienestar del hombre en la tierra, Jesús nunca titubeó en su fe. Era inmune al desencanto e impermeable a la persecución. El fracaso aparente no le afectaba.
Él amó a los hombres como hermanos, reconociendo al mismo tiempo cómo diferían en dones innatos y calidades adquiridas. «Anduvo haciendo bienes».
Jesús era una persona particularmente alegre, pero no era un optimista ciego e irrazonable. Su constante palabra de exhortación fue: «Tened ánimo». Podía mantener esta actitud tranquila debido a su inquebrantable confianza en Dios y a su fe firme en el hombre. Siempre fue conmovedoramente considerado de todos los hombres, porque los amaba y creía en ellos. Pero siempre se mantuvo fiel a sus convicciones y magníficamente firme en su devoción de hacer la voluntad de su Padre.
El Maestro siempre fue generoso. Jamás se cansó de decir: «Más bienaventurado es dar que recibir». Él dijo: «De gracia recibisteis, dad de gracia». Y sin embargo, a pesar de su generosidad sin límites, nunca fue despilfarrador ni extravagante. Enseñó que debéis creer para recibir la salvación. «Porque el que pide, recibe».
Era sincero, pero siempre gentil. Dijo él: «Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho». Era franco, pero siempre cordial. Hablaba libremente de su amor por el pecador y de su odio por el pecado. Pero a través de esta sinceridad sorprendente, fue infaliblemente justo.
Jesús siempre fue alegre, a pesar de que a veces bebió profundamente de la copa del dolor humano. Se enfrentó sin temores con las realidades de la existencia, y sin embargo estaba pletórico de entusiasmo por el evangelio del reino. Pero controlaba su entusiasmo; éste nunca lo controló a él. Estaba dedicado sin reservas a «los asuntos del Padre». Este entusiasmo divino condujo a sus hermanos menos espirituales a pensar que estaba fuera de sí mismo, pero el universo que le contemplaba lo juzgó un modelo de salud mental y el modelo original de la devoción mortal suprema a las altas normas de la vida espiritual. Y su entusiasmo controlado era contagioso; sus asociados se veían obligados a compartir su optimismo divino.
Este hombre de Galilea no fue hombre de sufrimientos; fue un alma de alegría. Siempre decía: «Regocijaos y sed sumamente alegres». Pero cuando el deber lo exigió, estuvo listo para andar valientemente a través del «valle de la sombra de la muerte». Era jubiloso pero humilde al mismo tiempo.
Su valentía era tan sólo igual a su paciencia. Cuando se le urgía a actuar prematuramente, él tan sólo respondía: «Mi hora no ha llegado aún». No tenía jamás prisa; su donaire era sublime. Pero frecuentemente se indignaba por el mal, era intolerante del pecado. Frecuentemente tuvo el fuerte impulso de resistir a aquello que consideraba contra el bienestar de sus hijos en la tierra. Pero su indignación contra el pecado no se transformó nunca en ira contra el pecador.
Su valor era magnífico, pero nunca fue temerario. Su palabra clave era: «No temáis». Su valentía era elevada y su coraje frecuentemente heroico. Pero su coraje estaba vinculado con la discreción y controlado por la razón. Era un coraje nacido de la fe, no la temeridad de la presunción ciega. Era verdaderamente valiente pero nunca fue audaz.
El Maestro era un modelo de reverencia. La oración, aun en su juventud, comenzaba «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre». Aun respetaba la adoración defectuosa de sus semejantes. Pero esto no le impidió atacar las tradiciones religiosas o asaltar los errores de las creencias humanas. Reverenciaba la verdadera santidad, y sin embargo podía apelar con justicia a sus semejantes diciendo: «¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?».
Jesús fue grande porque era bueno; sin embargo, fraternizó con los niñitos. Era dulce y sin pretensiones en su vida personal, sin embargo era el hombre perfeccionado de un universo. Sus asociados le llamaron Maestro, sin que él lo pidiera.
Jesús fue la personalidad humana perfectamente unificada. Y hoy, como en Galilea, sigue unificando la experiencia mortal y coordinando las empresas humanas. Unifica la vida, ennoblece el carácter y simplifica la experiencia. Entra en la mente humana para elevar, transformar y transfigurar. Es literalmente verdad: «Si un hombre tiene dentro de sí a Jesús Cristo, es él una criatura nueva; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas».
[Presentado por un Melquisedek de Nebadon.]