De mis experiencias y aprendizaje con mis pacientes en sesiones de hipnosis, y de mis diálogos con otros terapeutas, he sacado las conclusiones que expongo seguidamente.
Cada ser humano tiene una mente. Esta mente está asociada a una personalidad, y ambas progresan a través de la experiencia –la relación con la vida- y del aprendizaje. La mente y la personalidad sobreviven a la muerte del cuerpo físico.
En cada proceso de vida, lo que denominamos yo es la percepción de cada existencia humana como particular, con rasgos y condiciones propias que la caracterizan como diferente. Decimos “yo pienso”, “yo considero”, “a mí me parece” cuando queremos expresar las impresiones que ese yo ha elaborado.
Desde la fecundación del ser humano se va conformando un ego que hace parte de la personalidad o que se incorpora a la personalidad. Ese ego o pequeño yo es algo así como una entidad o un programa de la personalidad que establece la individualidad o la separación respecto a los demás: “a mí me gusta”, “a mí no me gusta”, “yo quiero esto o aquello”.
El ego o pequeño yo es competitivo, absorbente, selectivo. Considera la vida como como una lucha en la que hay que enfrentar adversarios y adversidades; en esa confrontación, debe ganar, poseer, conquistar, sin medir el costo ni las consecuencias que haya que asumir por superar o aniquilar a otros.
El pasado del ego está lleno de afrentas y de batallas. En algunas le pareció vencer y en otras le pareció ser vencido: se siente orgulloso y jactancioso por la primera ilusión y resentido y con deseos de venganza por la segunda.
El ego está lleno de temores, de discriminaciones, de tergiversaciones, según sus presunciones, respecto a quienes no se acomodan a sus exigencias y requisitos. Desde la estructura del ego y de sus fines e intereses son promovidas las guerras y la destrucción, las enfermedades incurables, las pugnas interminables que atraviesan generaciones y culturas.
Desde esa condición egoica predominante, cuando interactuamos por primera vez con otros seres humanos, los sopesamos: ¿Qué representa esta persona para mí? ¿Qué utilidad tiene esta persona para mi vida? ¿Debo aceptar a esta persona cordialmente o debo prevenirme contra ella? El comportamiento egoico es una mezcla de recelo y cautela en esos encuentros iniciales (aunque a veces esos comportamientos persisten y se vuelven sistemáticos).
Según esas evaluaciones tácticas iniciales, el ego decide como actuar: amistosa y abiertamente o despectiva y evasivamente.
En nuestras relaciones, cada vez que nos involucramos destructivamente en un conflicto hemos sido “enganchados” en las tramas de disociación del ego, que decide que alguien no cumplió una función o funciones que le fueron asignadas o que realizó unas funciones que no le fueron permitidas ni aceptadas, y en consecuencia debe pagar por ello.
El ego reacciona ante estas situaciones con hostilidad esgrimiendo sus armas o activando sus defensas. El ego establece la culpabilidad y también la sanción o castigo que debe recibir quien transgredió sus normas, y persiste en el conflicto hasta que sus demandas sean satisfechas o hasta que sea obedecido y resarcido. El ego personifica las tendencias de cada uno a disfrutar la vida, a dominar, a obtener y poseer, a alcanzar un envidiable estado de grandeza y de éxito. El ego nace con el cuerpo físico y muere con él.
Lo que llamamos ego sano es el pequeño ego contenido y dirigido por la personalidad hacia unas relaciones equitativas y respetuosas donde reconocemos el libre albedrío de otros, sus cualidades, sus limitaciones, su idiosincrasia1*. Al reconocer lo que otros son en sus vivencias temporales, reconocemos también lo que nosotros somos.
Cuando nos replegamos hacia la dimensión de nuestro ser, el portal del alma, la personalidad y el ego son relegados a un segundo plano. Desde esa dimensión mental vemos claramente que cada uno se representa a sí mismo en este plano de vida y nos damos cuenta de la vulnerabilidad o de la fortaleza, de la inteligencia o de la ignorancia, de la confusión o de la certeza que le corresponden a cada vida.
Desde esa dimensión de nuestro ser sabemos que no hay seguridad para quienes se atacan en el campo de batalla. Para el ser, la condición de vencedores y vencidos significa lo mismo, la misma deuda por saldar, el yugo que debemos resolver a través del tiempo y las relaciones reparadoras, el mismo sufrimiento que nos causan o causamos y que debemos sanar.
Cuando experimentamos lo que otros experimentan podemos comprender como son sus vidas y que tan inminentes y únicas han debido ser sus decisiones y acciones de acuerdo a las circunstancias de momento y personalidad que atravesaron (aunque los observadores incidentales hubieran juzgado y asumido que hubo muchas opciones posibles, los observados sólo pudieron actuar desde las condiciones de sus mentes).
Al ubicarnos en la situación de los otros (lo que alude la frase “ponerse en los zapatos de otro”) podemos conocer sus percepciones y acomodarnos a la sentencia de Dante en la ‘Divina Comedia’: “Probarás cómo sabe a sal el pan ajeno y que duro trance es el subir y bajar por las escaleras del prójimo”2*.
Hugo Betancur M.D. (Colombia)