Hoy amanecí con entusiasmo y deseos de mejoras. Tomé una hoja y un papel. Preparé el programa para este día.
Limpiaré mi cuarto y pondré orden entre mis papeles. Escribiré a ese familiar con el que tengo que restablecer las paces. Conseguiré un enchufe nuevo para la lámpara. Revisaré las medicinas que no uso para entregarlas a quienes puedan hacer un buen uso de las mismas. Terminaré de leer ese libro que tanto me ha ayudado.
El programa es hermoso. Quiero llevarlo a cabo. Cada paso concreto, cada meta alcanzada, me llena de una alegría serena. Es posible vivir con objetivos, es posible romper esa pereza que me arrastra a mil caprichos, que me hace dejar de lado cosas que importan, para mí o para otros.
Pero noto que falta algo serio en el programa de mi día. Parece que los propósitos y las metas giran en torno mío. Yo escojo, yo decido, yo realizo. Actúo como si todo dependiera de mí. Trazo planes según lo que veo y lo que deseo.
Para algunos, tengo "derecho" a usar el tiempo según mis planes. Pero en realidad, lo importante de mi vida no es lo que hago, sino lo que amo, si amo correctamente.
Cuando introduzco, como centro de mis programas, el amor verdadero, empiezo a dar prioridad a lo que ayuda, a lo que sirve, a lo que hace falta a mis familiares, amigos, conocidos, o incluso a "extraños" (que nunca lo son, pues todos estamos en la misma barca y navegamos hacia el mismo cielo).
El centro de mi programa no puedo ser yo. El centro verdadero, el centro bueno, se encuentra en Dios y en mis hermanos.
Por eso es hora de tomar entre mis manos el programa de mi día, tachar algunas líneas y poner otras. En todo, también en esa limpieza que necesitaba mi cuarto y en ese orden entre los papeles de mi mesa, buscaré lo mejor, lo que haga alegre el corazón de Dios, lo que ofrezca un poco de sano consuelo a quienes viven a mi lado.
Autor. P.Fernando Pascual
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