El relato metafórico de las tentaciones sufridas por Jesús de Nazareth en el desierto, y por Sidhartha Gautama en el bosque, ha sido y es interpretado de manera dogmática y autoritaria por el poder eclesiástico. Pero –para mi sentir– describe el simbolismo más activo e importante del arquetipo del triunfo del yo superior sobre el yo inferior. Representa y nos enseña las pruebas y desafíos psicoespirituales que –durante el curso de la vida– pueden presentársele a cualquiera en el camino de la autorrealización.
Por : Jaime Riera Pérez
El bosque y el desierto simboliza las características del viaje a ese “lugar interior” (residencia del Amor, Poder y Sabiduría del yo superior –o reflejo microcósmico de Brahma, Tao, Alá, o la Divinidad) al que cada uno tiene que, tras arduo y doloroso caminar, llegar en solitario y descubrir por sí mismo: nadie puede transferir vivencialmente a otro su hallazgo. El demonio –Mara o Satanás– encarna el lado oscuro y negativo de la personalidad o yo inferior (también denominado como la sombra, el yo egoico o ignorante, las tendencias regresivas de la falsa personalidad...) que obstaculiza la transformación gradual y progresiva de una conciencia ordinaria y condicionada a otra conciencia liberada e iluminada.
Todos nosotros encarnamos a Buda y a Cristo y a todos los grandes seres que han despertado al yo superior o a Dios o como lo queramos llamar. Somos Uno en Todo, y estamos interconectados con el mundo natural y con el Cosmos en que vivimos. Y querámoslo o no, todos estamos irremediablemente destinados a ser Buda y Cristo –ya lo somos en potencia (Salmo 82,6; Juan 10,34) –, a desarrollar al máximo nuestras potencialidades psíquicas y espirituales. Este es el primer y último significado de la vida humana, el significado intermedio –entre ambos extremos descritos– pertenece el libre albedrío de cada uno. Aunque nuestro libre albedrío se encuentre condicionado por las consecuencias inevitables de nuestras acciones pasadas y tendencias kármicas, podemos experimentar la sensación de no ser víctimas de nuestra suerte, de llegar a convertirnos en maestros de nuestro destino si realmente autotransformamos nuestra conciencia.
Para ello, la metáfora de las tres tentaciones de Jesús y Sidharta nos invita a darnos cuenta, no de manera racional e intelectual, que existe mucha confusión y temor en zonas de nuestra conciencia y de nuestras vidas. Ahora bien, si no percibimos nuestras ataduras y limitaciones, nuestro encarcelamiento –la alienación y enajenación cultural, psicológica y espiritual en la que vivimos–, no existirá ninguna motivación real para cambiar.
Pero si “despertamos” verdaderamente –suele ocurrir cuando experimentamos sufrimientos profundos– nuestra intelectualizada e inconsciente personalidad egoica dejará de estar sumergida en la codicia del poder social y del dinero, en la vanidad y la envidia de la apariencia externa, en la lujuria y seducción del placer sensual, en el orgullo de la reputación y el honor, en la falsa seguridad proporcionada por la supeditación a ideologías y filosofías externas y ajenas a nuestra experiencia directa y a todas las demás cosas que nos hacen vivir enredados en mil detalles insignificantes de una existencia que “muere en vida”. Y llegado ese momento, entonces, emergerá la personalidad egoica o yo inferior ya no de manera intelectualizada sino de ineludible y enriquecedora praxis sobre ella, y percibiremos que tenemos que llegar a un acuerdo con nuestro propio “demonio” si queremos convertirnos en suficientemente poderosos para vencerlo. Es decir, antes que el yo superior pueda triunfar tiene que experimentar y, con ello, comprender el origen y desarrollo de sus “tentaciones” o tendencias regresivas para después dominar y trascenderlas.
Sólo en virtud del conocimiento que vayamos adquiriendo en las “victorias” contra las “tres tentaciones” del yo inferior, podremos o no experimentar la visión espiritual, ecológica y holística –de realidades no ordinarias– de la vida, proporcionado por un ego que, extinguiendo “la sujeción del demonio” por autosatisfacerse, no está limitado por el horizonte del mundo cotidiano, ya no se identifica con ninguna de las filosofías e ideologías establecidas y enseñadas por autoridades externas: se mueve desde el interior. Y esa motivación interna, despierta a la presencia del Espíritu Universal o Yo Superior como único Guía y Maestro en todos sus procesos vitales, no carece de un sentido del deber sino que empatiza y se conmueve por todos los seres sufrientes, y su único propósito ya no es la búsqueda de la liberación ni del éxtasis para sí mismo, sino el poder y la sabiduría para servir a los demás: ya que solo en la felicidad del prójimo ha encontrado su propia, real y verdadera felicidad.
Es curioso observar que las “tres tentaciones” padecidas por Sidhartha y Jesús afecten directamente a tres centros energéticos de la conciencia y naturaleza humana como la sexualidad –espectro instintivo/sensorial- (tentación no descrita en los libros canónigos cristianos pero sí en los textos budistas –Fo-sho-hing- tsan-King, 1.026-1.110) la necesidad de poder: de seguridad y relaciones sociales –espectro racional/intelectual (Lucas 4:5, 6)– y la necesidad de espiritualidad –espectro intuitivo/moral (Lucas 4: 3, 4)– cuyos procesos cognocitivos interrelacionados catalizan y regulan el desarrollo de la personalidad; y que ésta se estructure, según los pioneros de la psicología moderna, alrededor del sexo (S. FREUD), de la voluntad de poder social (A. ADLER) y de la voluntad de trascendencia (C. G. JUNG). Parece que equilibrar armoniosamente la sexualidad y la voluntad de poder en función del influjo y predominio paulatino de la energía espiritual –o del Amor incondicionado– sobre ellas, eliminará las tendencias regresivas como la vanidad, codicia, envidia, ira, odio, etc., que desintegran la unión del hombre con Dios.