A la mañana siguiente, los nervios de mí amigo se habían ya calmado y su
curiosidad no estaba menos excitada que la mía. Quizás más; porque
evidentemente creía en su propio relato, mientras que yo tenía bastantes dudas. No
es que creyera que había faltado a sabiendas a la verdad; pero yo creía que se
encontraba bajo una de esas alucinaciones que se apoderan de nuestra fantasía y
de nuestros nervios en lugares solitarios y desacostumbrados en que damos forma
a lo sin forma y sonidos al silencio.
Escogimos seis mineros veteranos para que vigilaran nuestro descenso. Como la
jaula no podía contener más de uno a la vez, el ingeniero bajó el primero; cuando
llegó al borde de la roca en que se había detenido el día anterior, salió de la jaula y
ésta fue elevada para que yo descendiera a mi vez y muy pronto me encontré al
lado de mi amigo. Nos habíamos provisto de una larga soga.
La luz atrajo mis ojos como le había ocurrido a mi amigo el día antes. La galería
por la que avanzábamos descendía diagonalmente; me pareció luz atmosférica
difusa, no como la del fuego, sino suave y plateada como la de una estrella norteña.
Abandonando la jaula descendimos uno tras otro sin dificultad, gracias a las rocas
salientes de los costados, hasta que llegamos al lugar en el que mi amigo tuvo que
detenerse, la cual era una proyección bastante espaciosa como para que
pudiésemos estar juntos. Desde este punto, el precipicio se ensanchaba
bruscamente hacia abajo como un vasto embudo, y vi distintamente el valle, el
camino y las lámparas que mi compañero había descripto. No habla exagerado
nada. Oí los zumbidos que él había oído; indescriptible zumbido mezcla de voces y
unos pasos apagados. Forzando mi vista, más abajo percibí claramente a distancia
las líneas de lo que me imaginé edificio muy grande. No podía ser mera roca
natural; era demasiado simétrico; se destacaban inmensas columnas de estilo
egipcio y todo él alumbrado como desde adentro. Llevaba conmigo un pequeño
anteojo de bolsillo y con la ayuda de éste pude distinguir cerca del edificio que
menciono dos formas, al parecer humanas, aunque no estaba muy seguro. A lo
menos eran seres vivos, porque se movían y ambos desaparecieron dentro del
edificio. Procedimos a sujetar un extremo de la soga, que habíamos traído, en la
roca en que estábamos, con la ayuda de garfios y ganchos que también llevábamos
junto con las herramientas necesarias.
Ejecutamos este trabajo casi en silencio. Trabajábamos como hombres que
temieran hablarse. Después de sujetar un extremo de la soga en la roca, atamos
una piedra al otro extremo y la bajamos hasta que descansó en el suelo a una
profundidad de unos 15 metros. Yo era más joven y más ágil que mi compañero y
por haber servido en un barco en mi mocedad, el deslizamiento por la soga me era
más fácil que para él. En voz baja reclamé el derecho de preferencia, con el
propósito de una vez en el suelo sostener la soga, a fin de que, estando ésta más
fija, pudiera él bajar mejor. Llegué sin novedad al suelo; inmediatamente el
ingeniero empezó a bajar. Pero apenas había descendido unos cuatro metros,
cuando los ganchos que creíamos muy seguros cedieron o más bien la roca misma
se quebró a causa de la tensión y el desgraciado fue precipitado al fondo, cayendo a
mis pies y arrastrando con él pedazos de roca, uno de los cuales, afortunadamente
pequeño, me dio en la cabeza y me atontó por algún tiempo. Al recobrar mis
sentidos, vi a mi compañero inanimado a mi lado; su vida completamente
extinguida. Mientras estaba inclinado sobre el cadáver, lleno de dolor y horror, oí
cerca de mí un extraño ruido, mezcla de ronquido y silbido y volviéndome
instintivamente en la dirección de donde venía, vi surgir de una oscura grieta en la
roca, una enorme y terrible cabeza con las fauces abiertas y ojos abotagados,
lívidos y hambrientos. Era la cabeza de un monstruoso reptil, parecido al
cocodrilo, pero infinitamente más grande que el mayor de aquella especie que
jamás hubiera visto en mis viajes. Me levanté de un salto y corrí hacia el valle lo
más de prisa que pude. Me detuve, al fin, avergonzado de mi pánico y de mi huída
y volví al punto en que había quedado el cuerpo de mi amigo. Pero había
desaparecido. Sin duda alguna, el monstruo lo había arrastrado a su guarida y
devorado. La soga y los ganchos yacían todavía donde habían caído; pero no me
daban medio para volver atrás; fue imposible volverlos a enganchar en las rocas de
arriba, y los lados de la roca eran demasiados lisos para que los pies humanos
pudieran encontrar apoyo en ellos. Me encontraba solo en este mundo extraño en
las entrañas de la tierra.
Lenta y cautelosamente me encaminé por el camino alumbrado hacia el gran
edificio, que he mencionado antes. El camino mismo tenía el aspecto de un gran
paso alpino, bordeando montañas rocosas de cuya cadena formaba parte la del
precipicio por el que había descendido. A gran profundidad a mi izquierda se
divisaba un dilatado valle, que ofrecía a mis asombrados ojos la inconfundible
evidencia del arte y de la cultura. Había campos cubiertos de una extraña
vegetación que no se parecía a nada de lo que había visto en la superficie de la
tierra; el color no era verde, sino más bien de un matiz rojo dorado pálido. Se
veían lagos y arroyuelos, al parecer formados artificialmente; unos de agua pura;
otros brillaban como estanques de nafta. A mi derecha se abrían hondonadas y
desfiladeros entre las rocas con pasos entre ellos, evidentemente construidos con
arte y bordeados de árboles, parecidos en su mayor parte a gigantescos helechos de
exquisitas variedades de suave follaje y tallos como los de las palmeras. Otros se
parecían más a las cañas, pero más altos terminados en grandes grupos de flores;
otros, en cambio, tenían la forma de enormes hongos con tallos cortos y gruesos,
que soportaban un ancho techo a manera de cúpula, del cual se elevaban y caían
largas y esbeltas ramas. La escena entera delante, detrás y a mis lados, hasta donde
la vista podía alcanzar, brillaba a la luz de innumerables lámparas. El mundo sin
un sol, brillante y tibio como un paisaje italiano a mediodía; pero el aire era menos
opresivo y el calor más suave. La escena ante mí tampoco carecía de señales de
habitación. Podía distinguir a distancia, en las márgenes de lagos o arroyuelos, o
en las laderas medio cubiertas por la vegetación, edificios que seguramente servían
de hogar a hombres. Pude hasta discernir, aunque muy lejos, formas que me
parecieron humanas, moviéndose en medio del paisaje. En un momento que me
detuve a mirar vi a mi derecha deslizarse rápidamente por el aire, lo que parecía
ser una pequeña embarcación, impulsada por velas que más bien parecían alas. Se
perdió pronto de vista al descender y ocultarse entre las sombras de una selva.
Directamente encima de mí, no había cielo sino únicamente un techo cavernoso.
Este techo se elevaba más y más con la distancia sobre los valles lejanos hasta que
se hacía imperceptible. Una atmósfera nebulosa lo llenaba todo.
Continuando mi camino, vi que de un matorral, que se parecía a una gran maraña
de algas marinas, mezcladas con helechos arborescentes y plantas de largas hojas
de forma parecida a las del cactus, salía un curioso animal de tamaño y forma del
ciervo. Después de dar algunos pasos, el animal dio vuelta y me miró curioso;
entonces me di cuenta que no se parecía a ninguna de las especies de ciervos que
hoy existen en la superficie de la tierra y trajo a mi memoria instantáneamente una
figura de yeso, que había visto en algún museo, de una variedad de venado que se
decía había existido antes del diluvio. El animal parecía bastante manso; y después
de observarme por unos momentos, empezó a pacer del singular yerbajo, sin
cuidarse ni preocuparse de mí.