CONSECUENCIAS DE UNA CALUMNIA...(yII)
Mario Roso de luna
La malevolencia del «Colegio Cristiano» llegó al punto de afirmar que H.P. Blavatsky no se atrevería a «volver a la India, pues no solamente había sacado el dinero a sus engañadas víctimas, sino que también había robado la caja de su propia Sociedad Teosófica». ¡Ella, que había destruido su salud por sus esfuerzos en pro de la dicha Sociedad! ¡Ella, que había dado toda su fortuna, su vida y su alma por aquélla! Baste esta declaración de un periódico llamado «cristiano» para probar la perfidia de sus adversarios. Apresuróse a volver a la India, aunque sólo fuera para desmentir a sus perseguidores. En Ceilán y aun en Madrás mismo la hicieron un recibimiento espléndido, y los estudiantes de los colegios de Madrás la presentaron una exposición de las más lisonjeras, con 800. Ciertamente fue ésta una demostración de las más elocuentes, que la consoló no poco de sus amarguras. Sin embargo, la tempestad creció. Cuando Helena se posesionó de su morada de Adyar, exhaló tales gritos de indignación, que hicieron acudir a sus compañeros de viaje, míster y mistress Cooper-Oakley. La vista del extraño trabajo del carpintero Coulomb le había llenado de estupefacción. Mistress Cooper-Oakley ha descripto esta escena y lo que siguió en un artículo del Lucifer, de junio de 1891. En una palabra: sus enemigos habían hecho tanto y tan bien que cayó enferma, hasta llegar a las puertas de la muerte, y esta vez su restablecimiento fue realmente milagroso, según han declarado todos los testigos. Por la tarde su médico la dejó moribunda, pero cuando volvió por la mañana, con objeto tan sólo de certificar su muerte, se la encontró tan mejorada, tomando una taza de leche. El médico, asombrado, apenas si podía dar crédito a sus ojos, y todo lo que ella dijo fue: «Esto para que siga usted dudando del poder de los Maestros»3. El peligro inmediato había pasado, pero se encontraba en un estado tal de debilidad, que hubo necesidad de llevarla en una silla de mano y subirla a bordo de un vapor que salía para Italia, pues todos los médicos opinaban que los calores próximos no podrían menos de seria fatales. Los primeros meses del verano que madame Blavatsky pasó en Torre del Greco, cerca de Nápoles, fueron meses de crueles sufrimientos. Se sentía enferma, abandonada, y, lo que es peor, temía por la prosperidad de la Sociedad Teosófica, a causa de su propia impopularidad y de las calumnias que constantemente se fraguaban contra ella. Sin embargo, a la primera indicación que hizo respecto a dimitir, se levantó una unánime protesta en América, Europa y especialmente en la India. El coronel Olcott era impotente para calmar a los descontentos, que pedían, con vehemencia, la vuelta de ella al frente de la Sociedad y de los intereses teosóficos en general. En vano trató ella de demostrarles que podía prestar un servicio mayor al movimiento dedicándose, en el aislamiento, a escribir su obra La Doctrina Secreta. Se la rogó que fuese a Londres, a Madrás y a Nueva York, añadiendo que sería bien recibida dondequiera que se estableciese, tan sólo con que volviera a hacerse cargo de la dirección del movimiento. En cuanto a dejarlos, no debía ni por un momento ocurrírsele, porque, según opinión unánime, su alejamiento equivaldría a la muerte de la Sociedad Teosófica. Por otra parte, tan pronto como se supo que una de las acusaciones más necias contra H.P. Blavatsky era la de que los Maestros no existían y sólo eran una invención suya para engañar a los crédulos, llegaron a sus manos cientos de cartas de todas las regiones de la India, suscriptas por personas que aseguraban haber tenido conocimiento de ellos antes de haber oído cosa alguna de la Teosofía. Finalmente, vio una carta de Negapatam, la morada de los pundits, con las firmas de setenta y siete de sus sabios afirmando enérgicamente la existencia de estos seres superiores, demasiado bien conocidos en la historia de las razas arias para que sus descendientes pudiesen dudar de su existencia (Boston Courrier, julio 1886). Entonces Helena me escribió desde Würzbourg, en donde se había establecido durante el invierno: «Creo que la Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Londres, al quererme hacer pasar por una impostora, ha deseado, especialmente, evitar a toda costa romper con la ciencia ortodoxa de Europa, reconociendo como genuinos los fenómenos ocultos y como resultado de fuerzas hoy desconocidas por los científicos. En efecto, si otra cosa hiciesen, tendrían al punto en contra suya a todas las falanges de doctores y teólogos. Ciertamente el plan mejor para ellos era, por tanto, el atropellarnos a nosotros los teosofistas, que no tememos al clero ni a las autoridades académicas, y que tenemos el valor de nuestras propias convicciones. Así, pues, antes que excitar las iras de los pastores de todos los borregos de Panurco de Europa, no era preferible disculpar a mis discípulos (que entre ellos hay muchos a quienes hay que cuidar) y condolerse con ellos de que son mis pobres víctimas engañadas, y ponerme a mí en el banquillo del arrepentimiento, acusándome de fraude, de espionaje, de robo y de cuanto sea posible imaginar? ¡Ah!, reconozco mi eterno destino: Tener la fama sin el provecho!… ¡Si al menos hubiese podido ser útil a mi amada Rusia! ¡Pero no! El único servicio que he tenido la oportunidad de hacerla ha sido negativo: siendo amigos personales míos los editores de ciertos periódicos en la India y sabiendo que cada línea escrita contra Rusia me causaba dolor, se abstuvieron de atacarla tan a menudo como de otro modo lo hubieran hecho… ¡He aquí todo lo que he podido hacer por mi país, que para siempre he perdido!» Su mayor consuelo en el destierro eran las cartas y visitas de sus amigos, que venían a buscarla en las profundidades de Alemania, en donde se había refugiado buscando la necesaria quietud para escribir su libro. Todas las cartas encerraban amistad y alientos, y de las visitas las que mayor placer le causaban eran las de sus amigos rusos. Entre ellos estaban su tía, de Odesa, y Solovioff, de París. Este último recibió, estando allí, una carta del Mahatma Kut Humi, y salió para París entusiasmado con su visita y con cuantas cosas extraordinarias había presenciado en Würzbourg, tanto que escribió carta sobre carta, varias en el estilo de la que sigue: «París 8 de octubre de 1885. – Mi queridísima Helena: Estoy en correspondencia con madame Adam. Le he hablado mucho de usted e interesado cuanto he podido, y me dice que su Review abrirá en lo sucesivo sus columnas, no sólo a los artículos teosóficos, sino también, si fuese necesario, a sus propias justificaciones de usted. Le he alabado también a su admiradora madame de Morsier, pues da la coincidencia de que actualmente tiene en su casa a un huésped, que ha hablado conmigo en el mismo sentido. Todo marcha lo mejor posible. He pasado la mañana con el Dr. Richet, y también le hablé de usted con respecto a Myer y a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas. Puedo decir que he convencido a Richet de la realidad de vuestros poderes personales y de los fenómenos que acaecen por vuestra mediación. Este me hizo tres preguntas categóricas: a las primeras contesté afirmativamente; en cuanto a la tercera le dije que sin duda alguna podría darle una contestación afirmativa dentro de dos o tres meses. No dudo que así sucederá, y entonces obtendremos un triunfo que aplastará a todos los ‹psíquicos› de Londres. Sí; es necesario que sea así, ¿no es eso? ¡Pues seguramente no me engañaréis! Mañana salgo para Petersburgo. Vuestro, V. S. Solovioff.» Todo el invierno lo pasó Helena en Würzbourg, ocupada en escribir su Doctrina Secreta. Escribió a Mr. Sinnett diciéndole que desde que terminó Isis sin Velo no había tenido visiones psicométricas tan claras y patentes como las que entonces tenía ante su percepción espiritual, y que esperaba que esta obra haría revivir su causa. Al mismo tiempo la condesa de Wachtmeister, que pasó el invierno con ella y que desde entonces no ha querido separarse de su lado, escribía cartas llenas de admiración por los escritos de madame Blavatsky, y sobre todo «por las condiciones sorprendentes bajo las cuales trabajaba en su gran libro». «Estamos diariamente rodeados de fenómenos –me escribió una vez–; pero nos hallamos tan acostumbrados a ellos que nos parecen como si fueran el curso natural ordinario de las cosas.» Otra vez tuvo Helena una gravísima enfermedad, de la que se repuso muy difícilmente, gracias a la abnegación de sus amigos, que nunca la dejaron un momento. Su restablecimiento se debió así al Dr. Ashton Ellis, de Londres, a la condesa de Wachtmeister y a la familia de Gebhard, pero desde entonces su vida fue ya un sufrimiento continuo. En abril de 1887 sus amigos consiguieron llevársela a Inglaterra. El invierno anterior lo había pasado en Ostende, en donde concluyó la primera mitad de La Doctrina Secreta, rodeada constantemente de amigos, especialmente de los que venían a verla de Londres. Entre éstos se hallaba el presidente de la Sociedad Teosófica británica, Mr. Sinnett, que acababa de publicar su libro Incidentes de la vida de madame Bavatsky. Los últimos cuatro años de su vida, que Helena pasó en Londres, fueron de sufrimientos físicos, de labor incesante y de sobreexcitación mental, que minaron completamente su salud; pero estos años fueron también de éxito y de fruición moral que la compensaron por completo de sus sufrimientos, y le dieron fundamento para esperar que su libro, sus demás escritos y la propia Sociedad Teosófica, quedarían como otros tantos testimonios a su favor después de su muerte, que reivindicarían su nombre de las calumnias con que había sido cubierto. He aquí un extracto de una de sus cartas, escritas en el otoño de 1887, excusándose de su largo silencio: «Si supierais, amigos míos, cuán ocupada me hallo! Imaginaos el número de mis obligaciones diarias: está a mi sólo cargo el editar mi nueva revista Lucifer, y además de esto tengo que escribir para la misma todos los meses de diez a quince páginas. Luego tengo artículos para otras revistas teosóficas –el Lotus, de París; el Thesophist, en Madrás; el Path, en Nueva York–, y mi Doctrina Secreta, cuyo segundo volumen tengo que continuar y corregir las pruebas del primero dos o tres veces. ¡Y luego las visitas! … ¡Muchas veces hasta treinta al día!… ¡Imposible dar abasto a todo!… El día debería tener ciento veinticuatro horas. No tengáis temor alguno; ninguna noticia es buena noticia, como dicen los franceses. Ya os escribirán si me pongo más enferma de lo que generalmente estoy. ¿Habéis observado el sensacional anuncio puesto en la cubierta del Lotus por su editor? Bajo la inspiración de madame Blavatsky. ¡Cielos, qué ‹inspiración›!, cuando no tengo tiempo para escribir una palabra para él ¿Lo recibís? He tomado dos o tres ejemplares, dos para vosotros y uno para Katkoff. Rindo culto a este hombre por su patriotismo y por las claras verdades de sus artículos, que hacen honor a Rusia.» La actividad de la Sociedad Teosófica en Londres, sus reuniones, sus periódicos mensuales y semanales, y sobre todo los escritos de su fundadora, atrajeron la atención de la Prensa y las represalias del clero. Pero sus representantes nunca se entregaron a excesos tan injustos y calumniosos corno hicieron los jesuitas de Madrás. Seguramente hubo entre ellos muchas reuniones animadas en las cuales H.P. Blavatsky, usando su propia expresión, fue tratada como Lucifer, no en el sentido verdadero de portador de la celeste luz, sino en el sentido vulgar que a este personaje se le asigna en el Paraíso Perdido, de Milton, llegándosela a presentar como un Anticristo con faldas. Sin embargo, su hermosa carta titulada «Lucifer al Arzobispo de Canterbury», causó gran impresión y puso fin a las hostilidades clericales. En Londres ya no se ocupaban en producir fenómenos: Helena les tomó aversión. No obstante de ello, como observa con verdad Stead en su artículo sobre H.P. Blavatsky en The Review of Reviews de junio de 1891, nunca hizo tantos conversos ni mejores adictos a su causa como durante los cuatro últimos años de su vida. Sus visiones y clarividencias, sin embargo, nunca la abandonaron. En julio de 1886 nos habló de la muerte de su amigo el profesor Alejandro Bontleroff, antes de que la mencionasen los periódicos rusos, porque, en efecto, la vio en Ostende el mismo día en que acaeciese. Igual aconteció con nuestro celebrado político M. N. Katkoff, un patriota a quien ella estimaba cordialmente. Un mes antes de su fin, y en carta fechada que afortunadamente existe todavía, me dijo que enfermaría y moriría. En julio de 1888, estando yo en Londres, me sacó de una grave incertidumbre causada por un telegrama interpretado erróneamente, y tras un breve instante de concentración, me dijo cuanto había pasado en Moscou aquel día mismo. Cuando en la primavera de 1890 se trasladó el Centro General de la Sociedad en Londres a una nueva casa más adecuada para alojar a su aumentado estado mayor, Helena dijo: «No volveré a mudarme ya, pues que desde esta casa me conducirán al crematorio». Cuando la preguntaron por qué predijo esto dio como pretexto que esta casa no tenía su número afortunado: el número 7.
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