El Sol ha venido siendo adorado exotéricamente como el dador de la vida
desde tiempo inmemorial, debido a que la multitud fue incapaz de mirar más allá
del símbolo material de esta gran verdad espiritual. Pero además de aquéllos que
adoraron la órbita celestial que es vista con el ojo físico, ha habido siempre y aún
todavía es una pequeña, pero creciente minoría, un sacerdocio consagrado por
convencimientos más que por ritos, quienes vieron y ven las verdades espirituales
eternas entre las formas temporales y pasajeras; quienes envolvieron estas
verdades en atavíos cambiantes de ceremonial, con arreglo a las épocas y a los
pueblos a quienes fueron dadas originalmente. Para ello la estrella legendaria de
Belén brilla cada año como un Sol Místico de Medianoche, el cual penetra en
nuestro planeta durante el solsticio de invierno y entonces comienza a irradiar
desde el centro de nuestro globo Vida, Luz y Amor, los tres atributos divinos. Estos
rayos de esplendor y fuerza espiritual llenan nuestro globo con una luz suprema
que circunda a cada uno de los seres de la Tierra desde el más pequeño al más
grande, sin ninguna exclusión.
Pero no todos pueden participar de esta maravillosa dádiva en el mismo
grado; algunos consiguen más y otros menos y algunos, ¡ay! parece que no tienen
participación en la gran oferta de amor que nuestro Padre ha preparado para
nosotros en Su Hijo Unigénito, debido a que éstos no han desarrollado aún el
magneto espiritual, el Niño Cristo interno, que únicamente nos puede guiar a
nosotros hacia el Sendero, la Verdad y la Vida.
“¿De qué aprovechará que el Sol brille si yo no tengo ojos para verlo?
¿Cómo podré yo conocer que Cristo es mío, salvo que Cristo esté dentro de mí?
Esa voz callada dentro de mi corazón es una realidad del pacto entre Cristo y yo;
Esta voz imparte a la fe la fuerza de un hecho”.
Ésta es una experiencia mística que, sin duda, ha sido experimentada por
muchos de nuestros estudiantes, porque es tan cierto, literalmente hablando,
como que la noche sigue al día y el invierno al verano. A menos que nosotros
tengamos a Cristo dentro de nosotros mismos, a menos que el maravilloso pacto
de sangre de la fraternidad haya sido consumado, nosotros no podemos tener
parte en el Salvador, y por lo menos en lo que a nosotros concierne no importará
que las campanas de Navidad suenen una y otra vez; pero cuando el Cristo ha
sido formado dentro de nosotros mismos, cuando la Inmaculada Concepción ha
sido una realidad en nuestros propios corazones, cuando nosotros hemos asistido
al nacimiento del Niño Cristo y le hemos ofrecido nuestros regalos, dedicando la
naturaleza inferior al servicio de nuestro Yo Superior, entonces y solo entonces la
fiesta de Navidad es una fiesta a la que nosotros asistimos un año y otro año. Y
cuanto más ardientemente nosotros laboremos en la viña del Señor, tanto más
clara y distintamente oiremos aquella voz callada y muda que dentro de nuestros
corazones nos ofrece la invitación: “Venid a mí todos aquéllos que estáis
agobiados con vuestra carga, que yo os daré descanso. Tomad mi yugo,
porque mi yugo es blando y mi carga ligera”. Entonces nosotros oiremos una
nueva nota en las campanas de Navidad, tal como nunca antes la hemos oído,
porque en todos los días del año no hay día tan alegre como el día en que el
Cristo nace de nuevo en la Tierra, trayendo con Él regalos y dádivas al hijo del
hombre -dádivas que significan la continuación de la vida física- porque si no fuera
por esta influencia vitalizante y enérgica del Espíritu de Cristo, la Tierra
permanecería fría y desolada; no habría en ella un nuevo canto de primavera, ni
tampoco los admirables coristas del bosque para alegrar nuestros corazones al
aproximarse el verano, sino que el helado cepo de los polos mantendría a la Tierra
encadenada y muda para siempre, haciendo imposible para nosotros el continuar
nuestra evolución material que es absolutamente necesaria para enseñarnos el
uso del poder del pensamiento en debida forma.
El Espíritu de Navidad es, pues, una realidad viviente para todos aquéllos
que han desarrollado en su interior el Cristo. La generalidad de los hombres lo
sienten únicamente alrededor de los días santos, pero el místico iluminado lo ve y
lo siente meses antes y meses después del punto culminante de Nochebuena.
En septiembre hay un cambio en la atmósfera de la Tierra, empezando a
resplandecer una luz en los cielos, y parece que envuelve todo el universo;
gradualmente se hace más intensa y parece que envuelve a nuestro globo, para
después penetrar en la superficie de nuestro planeta y gradualmente concentrarse
en el centro de la Tierra, donde los Espíritus-grupo de las plantas tienen su hogar.
En el momento de la Noche Buena alcanza su tamaño lumínico superior y su
máxima brillantez. Entonces empieza a irradiar la luz concentrada y a dar nueva
vida a la Tierra para que este impulso pueda responder a las actividades de la
Naturaleza durante el año venidero.
Éste es el principio del gran cósmico drama “De la Cima a la Cruz” que se
representa anualmente durante los meses de invierno.
Cósmicamente el Sol nace en la noche más larga y obscura del año cuando
Virgo, la Virgen Celestial, está en el horizonte oriental a la media noche para
alumbrar al niño inmaculado. Durante los meses siguientes el Sol pasa por el
signo violento de Cáncer donde, místicamente, todas las fuerzas de las tinieblas
están concentradas en un esfuerzo decidido para matar al portador de luz; una
fase del drama solar que se relata en la leyenda del rey Herodes y la huida a
Egipto para escapar a la muerte.
Cuando el Sol entra en el signo Acuario, el Aguador, en febrero, tenemos la
época de las lluvias y de las tormentas, y como el bautismo consagra
místicamente al Salvador para su servicio y ministerio, así también los torrentes de
humedad que descienden sobre la Tierra la suaviza y ablandan, para que pueda
producir los frutos que necesitan para su sostenimiento las vidas que moran en
ella.
Entonces llega el pasaje del Sol a través del signo Piscis, los Peces. En
esta época las existencias del año precedente se han consumido casi totalmente y
los víveres del hombre son muy escasos. Por lo tanto tenemos el largo ayuno de
la Cuaresma que representa místicamente para el aspirante el mismo ideal que
aquél cósmicamente representado por el Sol. Al principio de esta época tenemos
el carnaval, que es el adiós a la carne, pues todo aquél que aspira a la vida
superior debe alguna vez dar la despedida a la naturaleza inferior con todos sus
deseos y prepararse a sí mismo para la Pascua que está muy próximo.