Señor, cómo me cansan todos. Cómo me cansan éstos que Tú me has dado como hermanos.
Mis hermanos… No son siempre simpáticos. Y sobre todo, son distintos. Y esto es, con mucho lo más duro.
Distintos, todo distintos, imponiéndome cada uno algo particular, algo singular, que me molesta, me desorienta o me hiere.
Cada uno me impone algo que he de admitir. Y no es tan fácil admitir que los otros… sean de otra manera.
Cada uno me impone algo que he de comprender. Y no siempre me apetece, Señor, es pesado.
Cada uno me impone algo que he de amar. Que tengo que meter en mí tal como está. Aun cuando me sea costoso, irritante, absurdo.
Es pesado, Señor, amar a mis hermanos.
Yo tengo deseos, a veces, de reducir más el círculo íntimo de un pequeño grupo de amigos a quienes comprendo sin dificultad, que conozco muy bien, cuya presencia mantiene siempre el mismo calor de simpatía, la misma paz confiada –iba a decir– confortable.
Pero a todos los demás, ¡oh Señor! cuanto me cuesta acogerlos.
Señor, que nunca me cierre a los demás. Que al marcharme y volver en paz a mi propio ambiente, donde no hay sitio para ellos, nunca diga. “No los comprendo”.
Que jamás ponga sobre el otro una etiqueta de museo, una ficha de información: “Fulano es así o asá”. Oh Señor, guárdame de clasificar a mis hermanos.
Ayúdame más bien a reconocer en el rostro de cada uno los trazos borrados de cuando fue niño. Entonces, sólo entonces, Señor, “comprender”.
Lucien Jerphagnon
|