Entre las infinitas perfecciones de Dios, Jesús ante todo señala y propone a los hombres el amor. Precisamente porque “Dios es amor” (1 Jn 4, 16), enseña Jesús que “el mayor y el primer mandamiento” es el amor a Dios y el segundo “semejante al primero” es el amor al prójimo (Mt 22, 36-39).
Tampoco el precepto del amor, al igual que el de tender a la perfección, tiene límites; pues por más que el hombre ame a Dios, nunca llegará a amarlo cuanto es amable y cuanto se merece; y por más que ame al prójimo, no lo amará nunca como le ama Dios. El ideal de santidad propuesto por Jesús es tan alto que exige un progreso constante, una escalada continua hacia cumbres cada vez más altas.
En este sentido San Pablo escribe humildemente: “Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta”. Y concluye: “Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos… Desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante” (Fil 3, 13-16).
Dios mío, lo que nos pides por encima de todo es que te imitemos, según las palabras de Cristo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”… Quiero, pues, darme a ti con gran deseo de imitarte en tu santidad, en tu pureza y caridad, en tu misericordia y paciencia, en tu prudencia, mansedumbre, y en todas las otras perfecciones tuyas. Por eso te ruego quieras tú mismo imprimir en mi alma una imagen y semejanza perfecta de la santidad de tu vida y de tus virtudes. (San Juan Eudes)