El conocimiento de Dios en el que, como dice Jesús, consiste la vida eterna, no es un conocimiento teórico que se limite a iluminar la inteligencia, sino un conocimiento que mueve la voluntad a amar a Dios y regula la vida entera según el querer divino. Mostrando al Padre celestial, Jesús enseña a los hombres a amarlo y a postrarse de un modo que le sea grato: “Sed perfectos –dice– como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Esta breve fórmula compendia dos grandes verdades: el modelo de toda santidad es Dios, porque sólo Dios es la plenitud de la perfección sin mancha alguna de defecto; la voluntad de Dios es que también los hombres sean perfectos y lo sean buscando copiar en sí la perfección misma de Dios. Pero ¿cómo puede una pobre criatura humana imitar la perfección divina? Jesús ha venido a los hombres para darles esa posibilidad. La gracia que Jesús, junto con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, ha merecido para los creyentes y les distribuye de continuo, los eleva del plano humano al sobrenatural y divino, por el que son hechos partícipes del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo y ama a sus criaturas.
Diciendo “sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”, Jesús propone un modelo de santidad que ninguna criatura podrá nunca agotar; la perfección de los más grandes santos es nada frente a la perfección de Dios. Jesús, por tanto, enseña a no contentarse nunca con la perfección alcanzada, con los esfuerzos o progresos hechos, pues son nada frente al ideal altísimo por él propuesto. Enseña a no detenerse nunca en el camino de la santidad, a no decir nunca “¡Basta!” Por mucho que se haga, nunca se hará bastante.
¿Quién podrá, en efecto, ser tan justo como Dios, tan misericordioso con él? Mientras que el hombre vive en la tierra, su santidad consiste en tender continuamente hacia la perfección de Dios. “Corremos siempre con el deseo –dice San Agustín–. Nadie mientras está en vida, diga que ha llegado” (In Ps 83,4).