No es posible conocer a Cristo tal como lo he descrito sin
enamorarse de Él y sin dejarse cautivar por su bondad y su
belleza. Cuanto más profundo sea nuestro conocimiento de
Él, tanto mayor será nuestro amor por Él. Y cuanto más le
amemos, más profundamente le conoceremos, porque, para
conocer realmente a una persona, es imprescindible verla con
los ojos del amor.
Jesús pretendía ser amado de este modo. Por lo general,
cualquier «líder» o reformador religioso proclama un ideal
exterior a él mismo. Sólo Jesús se proclama a sí mismo y
hace de sí mismo el centro de su doctrina. «Sígueme a mí,
dice Jesús, y no sólo la doctrina o el ideal que propongo.
Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es
digno de mí. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Lo que
hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo
hicisteis...» Cuando llega a su patria chica, Nazaret, es a sí
mismo a quien proclama, y luego exige la lealtad y la fe.
«Desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba
escrito: "El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido..." Y luego comenzó a decirles: "Esta Escritura que
acabáis de oír se ha cumplido hoy"» (Le 4,17-18.21). La
conversión no es simple conversión a un sistema intelectual
o a una filosofía, ni siquiera a un mensaje de Dios, sino que, en
última instancia, consiste en dirigir totalmente el corazón al
Padre. Pero es también, y esencialmente, conversión a Cristo.
Conversión del corazón a Cristo (y entiendo «corazón» en su
sentido bíblico de centro de la personalidad, sede del espíritu,
la libertad y los afectos de la persona). Un corazón vuelto
hacia Cristo: eso es la metanoia. Un corazón habitado por
Cristo, lleno de Cristo («Que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones»: Ef 3,17). Un corazón asimilado a Cristo y
que ha asumido los valores, criterios y puntos de vista de
Cristo con respecto a Dios, al mundo, a la vida, al hombre...
(«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo
Cristo»: Flp 2,5; «¿Quién conoció el pensamiento del Señor
para instruirle? Pero nosotros poseemos el pensamiento de
Cristo»: 1 Cor 2,16).
No dudemos, pues, en entregar todo nuestro corazón a
Cristo, en derramar sobre Él toda la riqueza de nuestro amor y
de nuestro afecto. Esforcémonos por adquirir aquel fantástico
amor que sintió Pablo, un amor tan intenso que le permitió
hacer las más atrevidas afirmaciones: «¿Quién nos separará del
amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la
espada?... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los
ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las
potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna
podrá separarnos del amor manifestado en Cristo Jesús, Señor
Nuestro» (Rom 8,35-39).