«¿Acaso no habéis leído estas promesas? ¿Acaso no creéis en las Escrituras? ¿Acaso no comprendéis que las palabras del profeta se cumplen en lo que contempláis en este día? ¿Acaso no os exhortó Jeremías a que hicierais la religión en un asunto del corazón, a que os relacionarais con Dios como individuos? ¿Acaso no os dijo el profeta que Dios del cielo escudriña cada corazón individual? ¿No se os advirtió que el corazón humano por naturaleza es engañoso más que todas las cosas y muchas veces desesperadamente perverso?
«¿Acaso no habéis leído también donde Ezequiel enseñó a vuestros padres que la religión debe llegar a ser realidad en vuestra experiencia individual? Ya no usaréis el proverbio que dice: `los padres comieron las uvas agrias y los dientes de los hijos tienen la dentera'. `Así como yo vivo', dice el Señor Dios, `He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo. Sólo el alma que peca morirá'. Y luego, Ezequiel llegó a predecir este día cuando habló en nombre de Dios diciendo: `También os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros'.
«Ya no temáis que Dios castigue una nación por el pecado de un individuo; tampoco castigará el Padre en el cielo a uno de sus hijos creyentes por los pecados de una nación, a pesar de que cada integrante de una familia sufra a menudo las consecuencias materiales de los errores de la familia y de las transgresiones del grupo. ¿Acaso no os dais cuenta de que la esperanza de una nación mejor —o de un mundo mejor— está vinculada con el progreso y esclarecimiento del individuo?»
Luego dijo el Maestro que, una vez que el hombre discierne esta libertad espiritual, el Padre en el cielo manda que sus hijos en la tierra comiencen esa ascensión eterna de la carrera hacia el Paraíso que consiste en la respuesta consciente de la criatura al impulso divino del espíritu residente por encontrar a su Creador, por conocer a Dios y por esforzarse en llegar a ser como él.
Los apóstoles mucho aprendieron de este sermón. Todos ellos se percataron más plenamente de que el evangelio del reino es un mensaje dirigido al individuo y no a la nación.
Aunque el pueblo de Capernaum conocía las enseñanzas de Jesús, se asombraron al escuchar su sermón de este día sábado. Él enseñaba verdaderamente como aquel que tiene autoridad, y no como los escribas.
En el momento en que Jesús terminaba de hablar, un joven oyente que mucho se había turbado por sus palabras, cayó en un violento ataque epiléptico acompañado de fuertes gritos. Al fin del ataque, cuando estaba volviendo en sí, habló en un estado de ensueño, diciendo: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús de Nazaret? Tú eres el santo enviado por Dios; ¿has venido para destruirnos?» Jesús mandó a la multitud que callara y, tomando al joven de la mano, dijo: «Recúperate»; y éste inmediatamente despertó.
Este joven no estaba poseído por un espíritu impuro o un demonio; era simplemente víctima de la epilepsia. Pero se le había enseñado lo que poseía un espíritu maligno, que ésa era la causa de su aflicción. Él así lo creía y así actuaba en todo lo que pensaba o decía sobre su enfermedad. Todos creían que estos fenómenos se debían directamente a la presencia de espíritus impuros. Por consiguiente, creyeron que Jesús había arrojado un demonio desde el ser este hombre. Pero en realidad Jesús no curó la epilepsia del joven en esa ocasión. No fue hasta más tarde, después de la puesta del sol, que este joven fue sanado. Mucho después del día de Pentecostés, el apóstol Juan, quien fue el último en escribir sobre las obras de Jesús, evitó toda referencia a estos así llamados actos de «echar a los demonios», y así lo hizo porque ya no ocurrieron estos casos de posesión por el demonio después de Pentecostés.
Como resultado de este incidente trivial, se corrió rápidamente por todo Capernaum la noticia de que Jesús había echado a un demonio del ser de cierto hombre, curándolo milagrosamente en la sinagoga al terminar su sermón vespertino. El sábado era el día más indicado para que estos rumores tan sorprendentes se corrieran tan velozmente. Los relatos llegaron hasta las poblaciones más pequeñas que rodeaban a Capernaum, y muchos los creyeron.
La esposa de Simón Pedro y la madre de ella se ocupaban de la mayor parte del trabajo doméstico y de cocinar en la gran casa de Zebedeo, que se había convertido en el cuartel general de Jesús y los doce. La casa de Pedro estaba cerca de la de Zebedeo; y Jesús y sus amigos se detuvieron allí, camino de vuelta de la sinagoga, porque la suegra de Pedro estaba enferma desde hacía varios días, con fiebre y escalofríos. Ocurrió pues que, mientras Jesús estaba de pie junto a la mujer enferma y le apretaba la mano y le acariciaba la frente hablándole palabras de consuelo y aliento, la fiebre la abandonó. Jesús aún no había tenido tiempo de explicar a sus apóstoles que no se había producido milagro alguno en la sinagoga; y con este episodio tan fresco y vívido en su mente, y al recordar además el incidente del agua y el vino en Caná, interpretaron esta coincidencia como otro milagro, y algunos de ellos corrieron a dar la nueva por toda la ciudad.
Amata, la suegra de Pedro, sufría de paludismo. En esa ocasión no fue sanada milagrosamente por Jesús. Su curación no se produjo hasta varias horas más tarde, después de la puesta del sol, en conexión con el acontecimiento extraordinario que ocurrió en el patio delante de la casa de Zebedeo.
Estos casos son ejemplos típicos de la forma en que una generación con anhelos de acontecimientos maravillosos, un pueblo que amaba pensar en milagros, se aferraba indefectiblemente de estas coincidencias como pretexto para proclamar que Jesús había producido otro milagro.