Mi mujer me habló de él más de una vez, antes de traerlo sus enemigos
a mi presencia, mas nunca me preocupó.
Mi esposa es muy soñadora, como todas las mujeres
romanas de su casta. Últimamente se ha
entregado a los ritos y a las supersticiones de Oriente, que son
para el imperio muy nefastas.
Tanto como encuentren eco en el corazón de nuestras mujeres, en cuanto su peligro se
agranda, por causa de las tales supersticiones, que pueden ocasionar nuestra ruina.
Egipto murió y se eclipsó su poderío cuando las caravanas de los árabes le transportaron
desde su desierto el Dios único. El esplendor de Grecia se vino abajo cuando desde las
orillas de Siria partió Astarté para ocuparla, con sus siete doncellas. Yo no había
conocido a Jesús antes del día en que me lo entregaron, como
malhechos y enemigo de su pueblo y de Roma.
Lo condujeron a palacio con los brazos atados con gruesa soga. Yo estaba sentado en el
pabellón cuando llegó hasta mí, caminando con pasos atléticos y firmes. Se detuvo ante
mí con la cabeza erguida. No puedo recordar ni imaginar lo que en ese instante pasó
por mí; tuve súbitamente un deseo oculto y emocionante -no obstante no haber habido
causa justificada en mi voluntad- de abandonar mi sitial y prosternarme ante él. Sentí
como si el César hubiera entrado en mi casa, porque el que
estaba parado delante de mí era más grande que la misma Roma. Esta emoción me
duró un tiempo, pasado el cual vi en mi presencia un hombre modesto
y simple, acusado de traición por su pueblo.
Yo era su gobernador y su juez.
Le pregunté por qué causa lo habían traído hasta mí, y no respondió, pero me miró; había
mucho de compasión en su mirada, como si él fuera mi juez y mi gobernador. Se
oían los gritos y la algarabía que afuera producía el pueblo, mas él permanecía callado,
sereno y tranquilo, y en sus ojos se reflejaba la conmiseración. Salí y me detuve en la
escalera del palacio; cuando el pueblo me vio cesó en su algarabía.
-¿Qué deseáis con este hombre? -pregunté a la muchedumbre.
-¡Queremos crucificarlo, porque es enemigo nuestro y de Roma! -contestaron al unísono.
Había entre ellos quien acusaba:
-¡Dijo que destruiría el templo! ¡Quiso reinar! ¡Nosotros no
queremos más rey que el César!
Regresé a la sala pretorial; allí estaba el reo de pie, solo,
erguida la cabeza y honda la mirada.
En ese momento me asaltó un pensamiento que había yo leído a un filósofo griego:
"El solitario es el más fuerte de los hombres". Y es verdad; en aquel instante el
Nazareno era más grande que todo su pueblo. No sentí por él alguna compasión,
porque él estaba por encima de toda conmiseración. Al preguntarle si era
el Rey de los judíos, no respondió. Le pregunté por segunda vez:
-¿Dijiste que eras el Rey de los judíos?
Y contestó con voz suave y serena:
-Tú mismo me has proclamado Rey, y tal vez para eso he nacido;
mas sólo he venido para testimoniar la Verdad.
Pensad un poco sobre este hecho curioso: un hombre que habla de la Verdad cuando
su pueblo lo conduce para ajusticiarlo. Me armé de paciencia, y repliqué
en voz alta, como hablando conmigo mismo:
-¿Y qué es la Verdad, y de qué le sirve al inocente cuando la mano del verdugo está
erguida sobre su cabeza? Entonces Jesús contestó firme y enérgico:
-Ningún hombre puede gobernar en el mundo sino por el Espíritu y la Verdad.
-¿Y tú vienes del Espíritu?
-También tú vienes del Espíritu, pese a que lo ignores. ¿Qué es el Espíritu y qué es la
Verdad, en momento en que yo, por salvar el país y su pueblo, por mantener celosamente
sus costumbres y sus ritos, entrego un hombre inocente al suplicio? Ningún hombre,
ni pueblo, ni imperio alguno, desearán eludir el camino de
la Verdad, si lleva a la meta de la perfección. Insistí en preguntar:
-¿Eres el Rey de los judíos?
-Tú lo has dicho. He llegado al mundo en esta hora.
De todo cuanto me dijo fue esto lo único que no estaba en su lugar, porque, como
sabéis, Roma es la única que ha triunfado en el mundo entero. En ese momento las
voces atronadoras del populacho inquieto llenaban la sala. Le dije al reo:
-Ven conmigo.
Y me detuve con él en las gradas del palacio. Cuando el pueblo lo vio, clamó
tumultuosamente. En medio de aquella marea tempestuosa de
pueblo agitado, sólo se escuchaba esta condenación:
-¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!
Lo restituí a los sacerdotes que me lo habían entregado y les dije:
-Haced lo que os guste con este inocente. Y si queréis lo
haré vigilar con soldados romanos.
En el acto lo precedieron. Ordené que sobre la cruz se fijase este rótulo: "Jesús el
Nazareno, Rey de los judíos". Sin duda, mejor hubiese sido: "El Rey Jesús Nazareno".
Lo desnudaron y lo crucificaron.
Podía haberlo salvado, pero eso hubiera incitado una insurrección en todo el pueblo.
La cautela aconseja siempre al gobernante de una provincia romana, aceptar con
paciencia todas las dudas y las supersticiones
religiosas del pueblo vencido. Hasta
ahora sigo creyendo que aquel hombre era al o más que un insurrecto. Las órdenes
que dicté en aquea tragedia no fueron por mi voluntad; lo hice por Roma.
Después de un corto tiempo salimos de Siria, y desde aquella fecha mi mujer estuvo
triste y melancólica. Muchas veces la vi pasear por este hermoso jardín con el
rostro sombrío, como si se desarrollara en su interior una tragedia. Luego
supe que siempre hablaba de Jesús a las damas de Roma.
Observad cómo el hombre cuya muerte yo había ordenado, vuelve desde el mundo
de las sombras a refugiarse en mi casa; mientras yo sigo hasta ahora preguntando
desde lo más hondo de mi ser ¿Qué es la Verdad...? ¿Qué es la Verdad? ¿Será
factible que el Sirio nos convenciera en la quietud de nuestras noches? Esto, en
realidad no puede ser, ya que Roma deben vencer los sueños de nuestras mujeres.