Siendo el día siguiente sábado, Jesús se apartó con los setenta y les dijo: «En verdad me regocijé con vosotros cuando volvisteis trayendo buenas noticias de la recepción del evangelio del reino por parte de tanta gente en toda Galilea, Samaria y Judea. Pero, ¿por qué estabais vosotros tan sorprendentemente exaltados? ¿Acaso no anticipabais que vuestro mensaje sería poderoso en su manifestación? ¿Es que salisteis con tan poca fe en este evangelio que cuando regresasteis os sorprendió su eficacia? Ahora bien, aunque no quisiera ahogar vuestro espíritu de regocijo, deseo advertiros severamente contra las insidias del orgullo, del orgullo espiritual. Si podéis comprender la caída de Lucifer, el inicuo, rechazaréis solemnemente todo tipo de orgullo espiritual.
«Habéis ingresado en esta gran tarea de enseñar al hombre mortal que él es hijo de Dios. Os he mostrado el camino; salid y haced vuestro deber y no os canséis de hacer el bien. A vosotros y a todos los que sigan vuestras huellas a través de las edades, dejadme deciros: Yo siempre estoy cerca, y mi llamado es y por siempre será: Acudid a mí, todos vosotros que laboráis y lleváis la pesada carga, y yo os daré descanso. Someteos a mi yugo y aprended de mí, porque soy fiel y leal, y encontraréis descanso espiritual para vuestra alma».
Comprobaron la verdad de las palabras del Maestro cuando pusieron a prueba sus promesas. Y desde ese día, incontables millares también han probado y comprobado la veracidad de esas promesas.