La fe de los apóstoles llegó a su cumbre en el momento del episodio de la alimentación de los cinco mil, habiendo caído después rápidamente hasta casi cero. Pero ahora, debido a que el Maestro había admitido su divinidad, la retardada fe de los doce se elevó hasta su más alta cúspide en las siguientes pocas semanas, sólo para declinar después progresivamente. La tercera revitalización de su fe no ocurrió hasta después de la resurrección del Maestro.
Eran aproximadamente las tres de esta bella tarde cuando Jesús se despidió de los tres apóstoles, diciendo: «Me alejo a solas por un tiempo, para comulgar con el Padre y sus mensajeros; os exhortó que os quedéis aquí y, mientras aguardáis mi retorno, oréis porque se haga la voluntad del Padre en toda vuestra experiencia en relación con el resto de la misión autootorgadora del Hijo del Hombre». Después de hablarles así, Jesús se retiró para conferenciar largamente con Gabriel y con el Padre Melquisedek, y no retornó hasta aproximadamente las seis de la tarde. Cuando Jesús vio la ansiedad de sus apóstoles por su prolongada ausencia, dijo: «¿Por qué temíais? Bien sabéis que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre; ¿por qué dudáis cuando yo no estoy con vosotros? Declaro ahora que el Hijo del Hombre ha elegido continuar con su vida plena en vuestro medio y como uno de vosotros. Estad de buen ánimo; no os abandonaré hasta no haber terminado mi obra».
Mientras compartían la escasa cena, Pedro preguntó al Maestro: «¿Por cuánto tiempo nos quedaremos en esta montaña, lejos de nuestros hermanos?» Jesús contestó: «Hasta que veáis la gloria del Hijo del Hombre y conozcáis que todo lo que os he declarado es verdad». Hablaron pues de los asuntos de la rebelión de Lucifer mientras estaban sentados alrededor de las brasas centelleantes del fuego que habían encendido, hasta que los envolvieron las tinieblas y los párpados de los apóstoles se hicieron pesados porque habían empezado su viaje muy temprano esa mañana.
Los tres dormían profundamente desde hacía una media hora, cuando fueron repentinamente despertados por un cercano ruido chispeante, y ante su maravilla y consternación, al mirar a su alrededor, contemplaron a Jesús en íntima conversación con dos seres resplandecientes vestidos con los indumentos de luz del mundo celestial. Y el rostro y la silueta de Jesús brillaban con la luminosidad de una luz celestial. Estos tres conversaban en un extraño idioma, pero por ciertas cosas dichas, Pedro conjeturó erróneamente que los seres con Jesús eran Moisés y Elías; en realidad, eran Gabriel y el Padre Melquisedek. Los controladores físicos habían dispuesto, por solicitud de Jesús, que los apóstoles presenciaran esta escena.
Los tres apóstoles estaban tan asustados que les llevó un tiempo en recuperarse completamente, pero Pedro, que fue el primero en volver en sí, dijo, mientras la deslumbrante visión se desvanecía ante ellos y observaban a Jesús, de pie solo: «Jesús, Maestro, es bueno haber estado aquí. Nos regocijamos de ver esta gloria. No queremos volver a descender al mundo ignominioso. Si tú quieres, déjanos morar aquí, y erigiremos tres tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elías». Pedro dijo esto debido a su confusión y porque en ese momento no se le ocurría ninguna otra cosa.
Mientras Pedro aún estaba hablando, cayó una nube plateada que los envolvió a los cuatro en sombras. Los apóstoles se aterrorizaron aun más, y al caer de bruces para adorar, oyeron una voz, la misma que había hablado en ocasión del bautismo de Jesús, decir: «Éste es mi Hijo amado; prestadle atención». Y cuando se hubo desvanecido la nube, nuevamente estuvo Jesús solo con los tres y se inclinó y los tocó, diciendo: «Levantaos y no temáis; veréis cosas aun más grandes que ésta». Pero los apóstoles estaban verdaderamente aterrorizados; al prepararse para descender la montaña, poco antes de la medianoche, formaban un trío silencioso y pensativo.