Al acercarse Jesús, los nueve apóstoles se sentían más que aliviados de recibirlo de vuelta, y alentados grandemente al contemplar el regocijo y entusiasmo poco común que se leía en los rostros de Pedro, Santiago y Juan. Todos corrieron a saludar a Jesús y a sus tres hermanos. Mientras intercambiaban saludos, el gentío se fue acercando y Jesús preguntó: «¿Qué es lo que estabais discutiendo cuando nosotros llegamos?» Pero antes de que los desconcertados y humillados apóstoles pudieran responder a la pregunta del Maestro, el ansioso padre del muchacho afligido se adelantó y, arrodillándose a los pies de Jesús, dijo: «Maestro, tengo un hijo, mi único hijo, que está poseído por un espíritu maligno. No sólo grita de terror, con espuma en la boca, y cae como un muerto cuando tiene un ataque, sino que muchas veces este espíritu inmundo que lo posee lo retuerce en convulsiones y a veces lo ha arrojado al agua y aun al fuego. Con tanto rechinar de dientes y como resultado de tantos golpes, mi hijo se está consumiendo. Su vida es peor que la muerte; su madre y yo tenemos el corazón triste y el espíritu quebrantado. Alrededor del mediodía de ayer, buscándote a ti, encontré a tus discípulos, y mientras estábamos esperando, tus apóstoles trataron de echar a este demonio, pero no pudieron hacerlo. Así pues, Maestro: ¿lo harás tú para nosotros, curarás a mi hijo?»
Cuando Jesús oyó este relato, tocó al padre arrodillado y le ordenó que se levantara mientras miraba uno tras otro a los apóstoles que estaban cerca. Luego dijo Jesús a todos los que estaban de pie ante él: «Oh generación incrédula y perversa, ¿hasta cuándo tendré que teneros paciencia? ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Cuándo aprenderéis que las obras de la fe no surgen si se las manda con descreimiento y duda?» Luego, señalando al padre consternado, Jesús dijo: «Trae pues a tu hijo». Y cuando Santiago hubo traído al muchacho ante Jesús, él preguntó: «¿Cuánto hace que este niño está así afligido?» El padre respondió: «Desde que era muy pequeño». Mientras hablaban, el joven sufrió un violento ataque y cayó ante ellos, rechinando los dientes y echando espuma por la boca. Después de una sucesión de convulsiones violentas, estaba tendido como si estuviera muerto, a los pies de ellos. Nuevamente se arrodilló el padre a los pies de Jesús, mientras imploraba al Maestro, diciendo: «Si puedes curarlo, te suplico que tengas compasión de nosotros y nos liberes de esta aflicción». Cuando Jesús escuchó estas palabras, bajó la mirada al rostro ansioso del padre, diciendo: «No dudes del poder amante de mi Padre, sino tan sólo de la sinceridad y alcance de tu fe. Para el que cree de veras, todo es posible». Entonces Santiago de Safad habló esas palabras inolvidables, mezcla de fe y duda: «Señor, yo creo. Te oro que me ayudes en mi incredulidad».
Cuando Jesús escuchó estas palabras, se adelantó y, tomando al niño de la mano, dijo: «Esto haré de acuerdo con la voluntad de mi Padre y en honor de la fe viviente. Hijo mío, ¡levántate! Vete, espíritu desobediente, y no vuelvas a él». Colocando luego la mano del niño en la de su padre, Jesús dijo: «Idos por vuestro camino. El Padre ha otorgado el deseo de vuestra alma». Todos los que estaban presentes, aun los enemigos de Jesús, se asombraron de lo que veían.
Fue realmente una desilusión para los tres apóstoles que tan recientemente habían disfrutado del éxtasis espiritual de las escenas y experiencias de la transfiguración, regresar así ante este espectáculo de derrota y frustración de los demás apóstoles. Pero así ocurrió siempre, con estos doce embajadores del reino. No hacían sino pasar constantemente de la exaltación a la humillación en las experiencias de su vida.
Fue ésta una curación verdadera de una doble aflicción: una enfermedad física y una enfermedad espiritual. A partir de ese momento, el muchacho estuvo permanentemente curado. Cuando Santiago hubo partido con su hijo sanado, Jesús dijo: «Ahora vamos a Cesarea de Filipo; aprontaos de inmediato». Formaban ellos un grupo callado al encaminarse hacia el sur con la multitud que los seguía. |