Durante varios días conversaron sobre el problema de manifestar misericordia y administrar justicia. Ganid llegó a comprender, por lo menos en parte, el por qué Jesús se negaba a participar en luchas físicas personales. Pero Ganid le hizo una última pregunta, a la que nunca recibió una respuesta plenamente satisfactoria; y esa pregunta fue: «Pero, Maestro, si una criatura más fuerte y airada te atacara y amenazara con destruirte, ¿qué harías tú? ¿No harías ningún esfuerzo por defenderte?» Aunque Jesús no podía responder completa y satisfactoriamente a la pregunta del muchacho, porque no estaba dispuesto a revelarle que él (Jesús) estaba viviendo en la tierra como ejemplo del amor del Padre del Paraíso para todo un universo espectador, pudo decirle cuanto sigue:
«Ganid, bien comprendo que estos problemas te dejan perplejo, y trataré de responder a tu pregunta. Primero, en cualquier ataque que pudiera hacerse contra mi persona, yo determinaría si es el agresor un hijo de Dios —mi hermano en la carne— o no, y si pensara que esa criatura no posee juicio moral ni razón espiritual, sin titubeos me defendería hasta el límite de mi resistencia, a pesar de las consecuencias para el agresor. Pero no agrediría yo del mismo modo a un semejante, hijo de Dios, ni siquiera en defensa propia. Es decir que no le castigaría de antemano y sin juicio por haberme agredido. Trataría por todos los medios posibles de prevenir el ataque y de disuadirle de que me agrediera, y trataría de mitigar la intensidad de ese ataque si no consiguiera evadirlo. Ganid, tengo confianza absoluta en la protección de mi Padre celestial. Estoy consagrado a hacer la voluntad de mi Padre que está en el cielo. No creo que pueda acontecerme ningún daño real; no creo que la obra de mi vida pueda en realidad peligrar a manos de mis enemigos, y de seguro que no hemos de temer violencia alguna por parte de nuestros amigos. Estoy absolutamente convencido de que el universo entero es cordial para conmigo —insisto en creer esta verdad todopoderosa con la confianza más sincera pese a todas las apariencias de lo contrario».
Pero Ganid no estaba plenamente satisfecho. Muchas veces conversaron sobre estos temas, y Jesús le contó sus experiencias juveniles, y le contó de Jacob, el hijo del albañil. Al oír cómo Jacob se había erigido defensor de Jesús, dijo Ganid: «¡Oh, ahora comienzo a entender! En primer lugar, raramente se le ocurriría a una persona normal atacar a una persona tan bondadosa como tú, pero aunque eso ocurriera, si alguien fuera tan irracional como para atacarte, habría con toda seguridad muy cerca otro mortal dispuesto a acudir corriendo en tu ayuda, así como tú siempre acudes a rescatar al que se encuentre en dificultad. En mi corazón, Maestro, convengo contigo, pero en mi cabeza, aún pienso que de haber yo sido Jacob, con placer habría castigado a esos seres malvados que se atrevían a agredirte sólo porque pensaban que tú no te defenderías. Supongo que estás bastante a salvo en el transcurso de tu vida, puesto que mucho de tu tiempo lo dedicas a ayudar a otros y a consolar a tus semejantes en desgracia; así pues, supongo que probablemente habrá siempre alguien cerca, listo para defenderte». Y Jesús replicó: «Esa prueba aún no ha llegado, Ganid, y cuando llegue, debemos atenernos a la que es la voluntad del Padre». Y fue eso casi todo lo que pudo el muchacho sacarle a su maestro sobre el difícil tema de la defensa propia y la falta de resistencia. En otra ocasión, consiguió él sacarle a Jesús que, en su opinión, la sociedad organizada tenía todo el derecho de emplear la fuerza para la ejecución de sus justos mandatos.