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~~CATECISMO~~: La alegría del Evangelio
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 07/10/2017 03:05 |
1. La alegría del Evangelio llena
el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes
se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la
alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos
para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa
alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos
años.
I. Alegría que se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora
oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón
cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de
la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los
propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los
pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría
de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes
también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se
convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción
de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa
no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo
resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o,
al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de
intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense
que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la
alegría reportada por el Señor»[1].
Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un
pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los
brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor,
me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy
otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de
nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos
hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez
más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos
cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar
«setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona
setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra
vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito
e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar,
con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca
nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su
vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría
de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos.
El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo:
«Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a
los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y
de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta
lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto
monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a
su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que
llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita
de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!»
(9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías,
quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de
alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de
vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso
salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por
ti con gritos de júbilo» (3,17).
Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida
cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre
Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te
prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita
insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el
saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc
10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que
mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn
15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón
rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra
tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn
20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la
primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde
los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en
medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco,
apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se
alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué
no entrar también nosotros en ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin
Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas
las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y
se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que
nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de
todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves
dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir
que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero
firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro
lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria,
algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se
ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su
fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y
reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea
posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica
ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy
difícil engendrar la alegría»[2].
Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis
años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué
aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en
medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un
corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas
alegrías beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se
nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras
de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza
a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo
horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[3].
8. Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios,
que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra
conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser
plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a
Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser
más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora.
Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la
vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
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II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar
9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica
de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier
persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad
ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y
se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no
tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No
deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor
de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor
intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida
son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión
de comunicar vida a los demás»[4].
Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que
indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización
personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la
vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los
otros. Eso es en definitiva la misión»[5].
Por consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente
cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y
confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar
entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con
angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a
través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el
fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de
Cristo»[6].
Una eterna novedad
11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o
no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad
evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el
Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él
hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el
vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y
andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8),
pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y
fuente constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la
profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm
11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y
ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa
de ella, siempre puede entrar más adentro»[7]. O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda novedad»[8].
Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra
comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales,
la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper
los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos
sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos
volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio,
brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión,
signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el
mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es
siempre «nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un
error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante
todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es
«el primero y el más grande evangelizador»[9].
En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que
quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su
Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente
quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta
y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe
manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó
primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Co
3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una
tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos
pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión como un
desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza
hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que podríamos
llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús nos
deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos
introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría
evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria
agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de
las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb
12,1). Entre ellos, se destacan algunas personas que incidieron de
manera especial para hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de
aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de Dios» (Hb
13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos
iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe,
esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente «memorioso».
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III. La nueva evangelización para la transmisión de la fe
14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer
comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de octubre de
2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos[10]. En primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria,
«animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los
fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el
día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna»[11].
También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe
católica intensa y sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no
participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al
crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y
con toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»[12],
no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el
consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para
que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y el
deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado.
Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de
su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen
el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de
anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva
obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte
bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo
sino «por atracción»[13].
15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener
viva la solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo,
«porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia»[14]. La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia»[15] y «la causa misionera debe ser la primera»[16]. ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia.
En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no
podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera»[18].
Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la
Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que se
convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta y límites de esta Exhortación
16. Acepté con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación[19].
Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he
consultado a diversas personas, y procuro además expresar las
preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la obra
evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas relacionados
con la evangelización en el mundo actual que podrían desarrollarse aquí.
Pero he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones que
deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco creo
que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o
completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo.
No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el
discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus
territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una
saludable «descentralización».
17. Aquí he optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y
orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de
fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de la
Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera. b) Las tentaciones de los agentes pastorales. c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza. d) La homilía y su preparación. e) La inclusión social de los pobres. f) La paz y el diálogo social. g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo que quizá podrá
pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer un
tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica de
esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a
perfilar un determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad que se realice.
Y así, de esta manera, podamos acoger, en medio de nuestro compromiso
diario, la exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el
Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
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