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~~CATECISMO~~: El origen de las ideas abstractas
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 18/07/2020 18:15 |
Primera
Parte
Origen
de las Ideas Abstractas
I
- OPINIONES
CONTRADICTORIAS SOBRE EL ORIGEN DE LAS IDEAS ABSTRACTAS
En la historia
del pensamiento humano ocurre a menudo que desaparecen del campo de la
actividad intelectual, hipótesis y teorías, para reaparecer de nuevo
después de
un olvido más o menos prolongado: entonces son examinadas otra vez con
auxilio
de los conocimientos acumulados durante el intervalo, acabando en más
de una
ocasión por ser clasificadas entre el número de las verdades adquiridas.
La teoría de la
continuidad de las especies, inconscientemente admitida por el salvaje
que cree
ver en aquellos seres a antecesores suyos dotados de cualidades
humanas,
científicamente vislumbrada por los pensadores de la antigüedad y del
Renacimiento, y genialmente precisada por los naturalistas de fines del
siglo
XVIII, cayó en tan profundo olvido después del memorable debate entre
Geoffroy
Saint-Hilaire y Cuvier, que se atribuyó su descubrimiento a Darwin, al
hacerla
revivir éste en 1859 con la publicación de su obra Origen de las
Especies. Las
pruebas de que en 1831 careció Geoffroy Saint-Hilaire para hacer
triunfar su
tesis de "la unidad de plan", habían sido después acumuladas con tal
abundancia, que Darwin y sus discípulos pudieron completar la teoría e
imponerla
al mundo científico.
La teoría
materialista del origen de las ideas abstractas ha corrido la misma
suerte.
Emitida y discutida por los pensadores griegos, presentada nuevamente
en
Inglaterra por los filósofos del siglo XVII, y en Francia por los del
XVIII, al
triunfar la burguesía fue eliminada del orden de las preocupaciones
filosóficas.
*
* *
Al lado de las
ideas que corresponden a cosas y a personas, existen otras que no son
tangibles, tales como las que se refieren a lo Justo, a lo Verdadero,
al Bien,
al Mal, al Número, a la Causa, al Infinito, etc.. Ignorase cómo se
realiza el
esfuerzo cerebral que transforma la sensación en idea, de igual suerte
que
desconocemos cómo un dínamo convierte el movimiento en electricidad,
pero no es
difícil darse cuenta de que las ideas tienen su origen en los objetos
que caen
bajo nuestros sentidos, al paso que el origen de las ideas abstractas,
que no
corresponden a ninguna realidad objetiva, ha sido objeto de estudios
que no
han dado aún concluyentes resultados.
Los filósofos
griegos pretendieron resolver el problema de las ideas abstractas,
Zenón, el
fundador de la escuela estoica, consideraba el sentido como la fuente
de los
conocimientos, pero la sensación no se convertía en noción hasta
después de
haber sufrido una serie de transformaciones intelectuales. Los salvajes
y los
bárbaros, que fueron los fundadores de las lenguas latina y griega,
adelantándose a los filósofos parece que ya participaron de la
convicción de
que los pensamientos eran lujos de las sensaciones, pues en griego,
jaca,
apariencia física un objeto, lo que hiere la vista, significa idea, y
que en
latín sapientia,
sabor de un cuerpo, lo que hiere el paladar, se convierte en razón
[1].
Platón creía,
por
el contrario, que las ideas del Bien, del Mal, de lo Bello, etc., eran
innatas,
inmutables y universales; "el alma, en su viaje siguiendo a Dios,
menospreciando lo que impropiamente llamamos seres y elevando las
miradas hacia
el solo Ser Verdadero, lo había contemplado y nuevamente se acordaba de
lo que
había visto" (Fedro). Sócrates había colocado igualmente encima de la
humanidad al Dios natural, cuyas leyes, no escritas en parte alguna,
son
respetadas no obstante en toda la tierra, aunque los hombres no se han
reunido
jamás para decretarlas mediante un común acuerdo
[2].
Aristóteles no
demostraba ser gran entusiasta del derecho natural, del que se burla
agradablemente cuando asegura que sólo era inviolable para los dioses.
Sin
embargo, los inmortales del Olimpo tenían en tan poco este derecho
natural, y
sus hechos y sus gestos chocaban tan groseramente con la moral en uso
entre
los mortales, que Pitágoras condenaba al suplicio del infierno a las
almas de
Homero y de Hesíodo, por haberse atrevido a narrarlos. Para
Aristóteles, el
derecho no era universal; en su concepto, no podía existir más que
entre
personas de igual condición; el padre de familia, por ejemplo, no podía
cometer
injusticia con su mujer, sus hijos, sus esclavos y toda persona que
vivía bajo
su dependencia, estando facultado, por tanto, para herirles, venderles
y aun
matarles sin salirse del derecho. Aristóteles, según costumbre,
adaptaba su
derecho a las costumbres de su época, y como no concebía la
transformación de
la familia patriarcal, se veía obligado a erigir sus costumbres en
principios del
derecho. Pero, en vez de conceder a este derecho un carácter universal
e
inmutable, sólo le daba un valor relativo y limitaba su acción entre
personas
colocadas sobre la base de un principio de igualdad.
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¿Pero cómo se
concibe que Platón, cuyo espíritu era tan sutil, que tenía ante sus
ojos las
mismas costumbres, cuyas ventajas de abolición no concebía, puesto que
su
República ideal introducía la esclavitud, no hubiese participado de la
misma
opinión respecto a la relatividad de lo Justo?
De unas frases
de
Aristóteles se ha deducido que Platón, así como los sacerdotes de los
misterios
sagrados y la mayor parte de los sofistas, no había expuesto en sus
escritos
toda su filosofía, la cual sólo era revelada a un pequeño número de
aventajados
discípulos; supónese asimismo que Platón se intimidó ante la condena
de
Sócrates y ante los peligros que había experimentado Anaxágoras en
Atenas,
donde había importado la filosofía natural, viéndose obligado a apelar
a la
fuga para escapar de la muerte.
Esta opinión
queda
confirmada con una atenta y comparada lectura de los Diálogos, de
Platón, quien,
según hace observar Goethe, se burla a menudo de sus lectores. Lo
cierto es,
que Platón y alguno de sus discípulos no tenían más que una imperfecta
idea de
la inmutabilidad de la Justicia. Arquelao, que mereció el calificativo
de
naturalista, negaba el derecho natural y sostenía que las leyes civiles
eran
los únicos fundamentos de lo Justo y de lo Injusto. Arístipo afectaba
un profundo
desprecio hacia el derecho natural y social, y sostenía que el cuerdo
debía
colocarse por encima de las leyes civiles y permitirse cuanto aquéllas
impedían, siempre que pudiese realizarlo con toda seguridad, pues las
acciones
que aquéllas no permitían, sólo eran malas en la opinión del vulgo,
invocada
para servir de freno a los tontos [3].
Platón; sin tener la audacia de emitir semejantes doctrinas,
demostraba, con
sus aficiones pederastas, cuán poco tenía en estima el derecho
natural. Este
amor contra natura, no permitido a los esclavos, constituía un
privilegio de
los ciudadanos libres y de los hombres virtuosos; en la República, Sócrates
hace de
él una recompensa del valor guerrero.
La querella
sobre el origen de las ideas fue reanudada nuevamente durante los
siglos XVII y
XVIII en Inglaterra y en Francia, cuando la Burguesía se preparaba para
apoderarse de la dictadura social. No existen nociones innatas,
declaraban
Diderot y los enciclopedistas: el hombre viene al mundo como una tabla
lisa,
sobre la cual los objetos de la Naturaleza graban sus impresiones con
el
tiempo. La escuela sensualista de Condillac formulaba su famoso
axioma: nada
existe en
el
entendimiento que, anteriormente, no haya estado
en los sentidos. Buffon
aconsejaba reunir hechos para procurarse ideas, que no son más que
sensaciones
comparadas ó, por mejor decir, asociaciones de sensaciones.
Descartes,
resucitando el método de introspección y el conócete a ti mismo de
Sócrates y
poniendo en práctica el rompecabezas chino de la Escuela Alejandrina:
dado esto,
hallar a Dios, se encerraba en su yo para
conocer el universo,
y de su yo
hacia partir el principio de la filosofía, según
la crítica Vico.
Como en "su yo purificado
de las ideas adquiridas, o, en otros términos,
de los prejuicios concebidos desde la infancia por los sentidos, así
como de
todas las verdades enseñadas por la ciencias", encontraba Descartes
las
ideas de substancia, de causa, etc., las suponía inherentes a la
inteligencia y
no adquiridas por las sensaciones. Según expresión de Kant, las ideas
eran
universales y necesarias, conceptos racionales cuyo objeto no puede ser
proporcionado por la experiencia, sino que deben existir
incontrastablemente en
nuestro espíritu. Lo sepamos o lo ignoremos, llevamos constantemente
juicios
precisos y universales; en la más simple de las proposiciones están
contenidos
los principios de substancia, de causa y de ser.
Leibnitz
replicaba a los que, con Locke, afirmaban que las ideas se introducían
por
medio de los sentidos, que, en efecto, nada existía en
el
entendimiento que antes no hubiese
pasado por los sentidos, excepto el entendimiento mismo. El
hombre,
en su concepto, aportaba al nacer ideas y nociones escondidas en su
entendimiento que el encuentro de los objetos exteriores hacían
aparecer. La
inteligencia es preformada antes de empezar la experiencia individual. Además,
comparaba las ideas y las nociones anteriores a la experiencia, a las
vetas
diversamente coloreadas que surcan un bloque de mármol del cual se
sirve el
hábil escultor para ornamentar las estatuas que labra.
Hobbes, ya
antes
que Locke había dicho en su tratado sobre La naturaleza humana que
"todas las
nociones del alma habían preexistido en la sensación", y que las
sensaciones son el origen do las ideas, ampliando de esta suerte la
tesis de
Arquelao al sostener en su De Cive que
era preciso buscar en las
leyes una idea de lo Justo y de lo Injusto. Ellas nos indican cuando
debemos
"llamar ladrón, asesino, adúltero o calumnioso a un ciudadano, pues no
constituye robo el quitar a uno lo que posee, sino lo que le pertenece,
debiendo determinar la ley lo que es nuestro y lo que es de los demás.
De
igual suerte, todo homicidio no es asesinato, como no constituye
adulterio el
simple hecho de acostarse con una mujer, sino el de tener relaciones
íntimas
con una mujer que la ley impide todo contacto con ella". Los patricios
de
Roma y de Atenas no cometían adulterio fornicando con las mujeres de
los
artistas; in
quas stuprum non comittitur, decía
la brutal fórmula
jurídica, pues estaban consagradas a la corrupción aristocrática.
El hombre que
en
nuestros días mate a su mujer en Inglaterra, aun sorprendida en
flagrante
delito de adulterio, será juzgado como un asesino vulgar, mientras que
en
Francia, lejos de ser castigado es admirado como un héroe que ha sabido
vengar
su honor puesto en peligro por su señora esposa. El curso de un río
basta para
transformar un crimen en un acto virtuoso, decía con Pascal, el
escéptico
Montaigne. (Ensayos,
lib. II, cap. XIII).
Locke pretendía
que las ideas tenían dos procedencias: la sensación y la reflexión;
Condillac
eliminaba la doctrina del filósofo inglés de estas fuentes, la
reflexión, no
conservando más que la sensación, que transformaba en atención,
comparación,
análisis, razonamiento, y en último término en deseo y voluntad. Su ex
discípulo Maine de Biran prescindía de la sensación, y adoptando el
método de
Descartes, que lo sacaba todo de un yo, como de un pozo, hallaba en el
entendimiento el punto de partida de las ideas. Las nociones de causa y
de
substancias, decía, son en nuestro espíritu anteriores a los dos
principios que
las contienen: primero pensamos en nosotros mismos, en el conocimiento
de causa
y de substancia que somos; una vez estas ideas adquiridas, la inducción
las
transporta fuera de nosotros y nos hacen concebir causas y substancias
en
todas partes donde existen fenómenos y cualidades. El principio de
causa y de
substancia se reduce, pues, a no ser más que un fenómeno, o más bien, a
una
ficción de nuestro entendimiento, según la frase de Hume. El método de
introspección de Descartes y de Sócrates, del cual los espiritualistas
burgueses abusan tan liberalmente, conduce, de una parte, al
escepticismo y de
otra a la impotencia, pues "pretender alumbrar las profundidades de la
actividad psicológica en medio de la conciencia individual, equivale a
querer
alumbrar el universo con una cerilla", dice Maudsley.
La victoria
definitiva de la Burguesía en Inglaterra y en Francia imprimió una
completa
revolución en la concepción filosófica. Las teorías de Hobbes, de Locke
y de
Condillac, después de haber mantenido alto el pabellón, fueron
destronadas; no
se quiso ni discutirías y sólo se hacía mención de ellas reproduciendo
algunos
fragmentos truncados y falsificados, como ejemplos de las aberraciones
en que
cae el espíritu humano cuando abandona el temor de Dios. La reacción
llegó tan
lejos, que bajo el mismo Carlos X la filosofía de los sofistas del
espiritualismo
fue tenida por demasiado revolucionaria, tratando hasta de impedir su
enseñanza
en los colegios [4]. La
Burguesía triunfante restauró sobre el altar de su Razón las verdades
eternas y
el espiritualismo más vulgar. La Justicia, que los filósofos de Grecia,
de
Inglaterra y de Francia habían reducido a razonables proporciones, que
la
acomodaban a las circunstancias del medio social donde se manifestaba,
se
convirtió en un principio necesario, inmutable y universal. "La
Justicia,
escribe uno de los académicos más sofistas de la filosofía burguesa, es
invariable y presente siempre, aunque sólo se percibe por grados en el
pensamiento humano y en los hechos sociales. Los límites de su campo de
acción
se ensanchan siempre y no se estrechan nunca, pues ninguna potencia
humana es
bastante para hacerle perder el terreno adquirido".
Los
enciclopedistas se habían lanzado con tal entusiasmo revolucionario a
la
investigación de los orígenes de las ideas, que esperaban descubrirlos
interrogando la inteligencia del niño y del salvaje
[5];
pero la nueva filosofía rechazó con desdén estas investigaciones,
susceptibles
de conducir a peligrosos resultados. "Descartemos ante todo la
cuestión
de origen, dice Víctor Cousín, el maestro sofista, en su estudio sobre
lo
Verdadero, lo Bello y lo Bueno. La filosofía del último siglo se
complacía
demasiado en dedicarse a este género de investigaciones. ¿Cómo pedir la
luz a
la región de las tinieblas y la explicación de la realidad a una
hipótesis?
¿Por qué remontar a un pretendido estado primitivo para darse cuenta de
un
estado presente que puede estudiarse en sí mismo? ¿Por qué investigar
lo que haya
podido ser en germen lo que puede percibirse y lo que se trata de
conocer
terminado y perfecto?... Negamos en absoluto que sea preciso estudiar
la
naturaleza humana en el famoso salvaje del Aveyron o en otros de las
islas de
la Oceanía o del continente americano... El hombre verdadero, es el
hombre
perfecto en su género; la verdadera naturaleza humana llegada a su
mayor
desenvolvimiento, como la verdadera sociedad es asimismo la sociedad
perfeccionada... Separemos los ojos del niño y del salvaje, para
fijarlos sobre
el hombre real y acabado" (lecciones XV y XVI). El YO de
Sócrates y de Descartes debía conducir fatalmente a la
adoración del Burgués, el hombre perfecto en su género, real, acabado,
el tipo
de la naturaleza humana llegada a su completo desenvolvimiento y a la
consagración de la sociedad burguesa, el orden social perfeccionado,
fundado
sobre los principios eternos e inmutables del Bien y de lo Justo.
Es tiempo ya de
conocer lo que valen esta justicia y estas verdades eternas del
espiritualismo
burgués, y de reanudar el debate acerca del origen de las ideas.
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II
- FORMACION
DEL INSTINTO Y DE LAS IDEAS ABSTRACTAS
Puede aplicarse
al instinto de los animales lo que los filósofos espiritualistas dicen
de las
ideas innatas. Las bestias
nacen
con una predisposición orgánica, con una preformación intelectual, según
la frase
de Leibnitz, que les permite cumplir espontáneamente, sin pasar por
escuela
alguna de la experiencia, los actos más complicados, necesarios a su
conservación individual y a la propagación de la especie. Esta
preformación no
es en ninguna parte tan notable como entre los insectos que sufren
metamorfosis
(mariposas, libélulas, etc.); a medida que se operan estas
transformaciones
adoptan diferentes géneros de vida en rigurosa correlación con cada
una de las
nuevas formas que revisten. Sebastián Mercier tenía razón cuando
declaraba que
"el instinto era una idea innata" [6].
No
aceptando los espiritualistas que el instinto podría ser el resultado
de la
lenta adaptación de una especie animal a las condiciones de su medio
natural,
deducen que el instinto es un presente de Dios. El hombre no ha
titubeado jamás
en poner fuera de su alcance las causas de los fenómenos que le escapan
a su
concepción.
Pero el
instinto
no es, como la Justicia de los sofistas del espiritualismo, una
facultad
inmutable, no susceptible de ninguna modificación, de ninguna
desviación. Los
animales domésticos han modificado más o menos los instintos que Dios,
en su
inagotable bondad, otorgó a sus salvajes antecesores. Los pollos y los
ánades
de nuestros corrales han perdido casi por completo el instinto del
vuelo, que
resulta inútil en el medio artificial en que el hombre les ha colocado
desde
hace algunos siglos. El instinto acuático ha llegado a ser olvidado a
los ánades
de Ceilán, a los cuales hay que perseguir y fustigar para hacerles
penetrar en
el agua. Diversas razas de gallinas han sido despojadas del instinto de
la
maternidad, y aunque excelentes ponedoras, no piensan jamás en cubrir
sus
huevos. Habiendo sido los becerros quitados de sus madres durante
varias
generaciones en algunas regiones de Alemania desde el momento de haber
nacido,
observase en las vacas un notable decrecimiento del instinto maternal.
Giard
supone que una de las primeras causas de este instinto en los mamíferos
es la
necesidad de desembarazarle de la leche que entumece y causa dolor en
los
pechos. Otro naturalista demuestra que el instinto constructor de nido
de la
espinocha debe atribuirse, no a Dios, sino a una inflamación temporal
que
experimenta la planta durante la estación amorosa.
No es necesario
muy largo período de tiempo para alterar el instinto mejor arraigado.
Romanes
cita el caso de una gallina a la que se hizo empollar tres veces
consecutivas
huevos de ánade y que llevaba conscientemente al agua verdaderos
polluelos que
se le había permitido cuidar. El hombre ha alterado los instintos de la
raza
canina; según han sido sus necesidades la ha dotado de nuevos instintos
o los
ha suprimido. El perro en estado salvaje no ladra; todos los perros de
este
género son mudos; el hombre civilizado ha dado al perro el instinto de
ladrar,
suprimiéndolo después en algunas razas.
El hombre puede
estudiar en sí mismo la formación del instinto. El hombre no puede
aprender,
corporal o intelectualmente, sin una determinada tensión cerebral, que
disminuye a medida que el estudio se va convirtiendo en costumbre.
Cuando, por
ejemplo, se empieza a estudiar el piano, debe vigilarse atentamente el
juego de
las manos y de los dedos, para dar exactamente en la nota deseada, pero
con el
hábito se llega a tocar maquinalmente, sin necesidad de mirar el
teclado y
hasta teniendo el pensamiento en otra parte. De igual suerte, cuando se
estudia
una lengua extranjera debe tenerse constantemente puesta la atención
en las
palabras, los artículos, preposiciones, adjetivos, verbos, etc., etc.,
que se
conocen instintivamente a medida que se va familiarizando con la nueva
lengua.
El cerebro y el
cuerpo del hombre y del animal tienen la propiedad de transformar en
actos
automáticos lo que primitivamente era deseado y constituía el
resultado de una
atención continuada. Si no poseyese la facultad de automatizarse, el
hombre
seria incapaz de recibir una educación física e intelectual; si se
viese
obligado a vigilar sus movimientos para hablar, para andar, comer,
etc., etc.,
permanecería en una eterna infancia. La educación enseña al hombre a
prescindir
de su inteligencia, y tiende a transformarle en una máquina siempre más
complicada:
la conclusión es paradoja.
El cerebro de
un
adulto es más o menos automatizado según sea el grado de su educación y
de su
raza; las nociones abstractas elementales, de causa, de número, de
substancia,
de ser, de justicia, etc., le son tan familiares como el comer y el
beber, y
ha perdido todo recuerdo de la manera como las adquirió, pues el hombre
civilizado hereda al nacer el hábito tradicional de adquirirlas a la
primera
ocasión. Pero esta tendencia a adquirirlas es la resultante de una
progresiva
experiencia ancestral prolongada durante miles de años. Sería ridículo
suponer
que las ideas abstractas han germinado espontáneamente en la cabeza
humana,
como lo sería el pensar que la bicicleta o toda otra máquina del tipo
más
perfeccionado han sido construidas al primer intento tales como las
vemos en
la actualidad. Las ideas abstractas, lo propio que el instinto de los
animales,
se han formado gradualmente en el individuo y en la especie. Para
conocer los
orígenes, no sólo es necesario analizar la manera de pensar del adulto
civilizado, según lo hacía Descartes, sino que, como lo entendían los
enciclopedistas, precisa examinar la inteligencia del niño y remontar
el curso
de las edades para estudiar la del bárbaro y la del salvaje, como
importa hacer
cuando se quieren hallar los orígenes de nuestras instituciones
políticas y
sociales, de nuestras artes y de nuestros conocimientos.
*
* *
Los
sensualistas
del siglo último, al hacer del cerebro una tabla lisa, lo que
constituía una
manera radical de renovar la "purificación" de Descartes, olvidaban
este hecho, de importancia capital: que el cerebro del civilizado es un
campo
trabajado desde siglos y sembrado de nociones y de ideas por miles de
generaciones
y que, según la exacta expresión de Leibnitz, está preformado antes que
la
experiencia individual haya empezado a manifestarse. Debe admitirse que
el
hombre posee la facultad de la coordinación molecular, destinada a dar
nacimiento a un número considerable de ideas y de nociones: esto
permite explicar
que hombres extraordinarios como Pascal hayan podido hallar por sí
mismos
series de ideas abstractas, tales como los teoremas del primer libro
de
Euclides, que sólo han podido ser elaborados por una larga serie de
pensadores. Como quiera que sea, lo exacto es que el cerebro posee tal
aptitud
para adquirir determinadas nociones e ideas elementales, que ni se
apercibe del
hecho de su adquisición.
El cerebro no
se
limita solamente a recibir las impresiones procedentes del exterior por
medio
de los sentidos, sino que hace de sí mismo un trabajo molecular, que
los
fisiólogos ingleses denominan cerebración inconsciente, que
le ayuda a
completar sus adquisiciones y hasta a hacer de nuevas sin pasar por la
experiencia. Los alumnos sacan partido de esta preciosa facultad cuando
aprenden imperfectamente sus lecciones antes de acostarse, dejando al
sueño el
cuidado de fijarlas en la memoria.
El cerebro
está,
además, lleno de misterios: es un mundo desconocido, que apenas
empiezan los
fisiólogos a explorar. Es cierto que posee facultades que a menudo no
hallan
aplicación en el medio en que el individuo y su raza evolucionan; estas
facultades,
no pueden ser, pues, la resultante de la acción directa del medio
exterior
sobre el cerebro, sino la de su acción sobre otros órganos, que a su
vez
accionan sobre los centros nerviosos. Goethe y Geoffroy Saint-Hilaire
designaban este fenómeno con el nombre de "balanceo de las ideas". He
aquí dos ejemplos históricos:
Los salvajes y
los bárbaros son capaces de realizar un número de operaciones
intelectuales
más considerable que el que efectúan en su vida diaria: durante
centenares de
años los europeos han transportado de las costas del Africa, de las
colonias,
miles de negros salvajes y bárbaros, separados de los civilizados por
siglos de
cultura. No obstante, al cabo de muy poco tiempo se asimilaban las
costumbres
de la civilización. Cuando los jesuitas emprendieron su educación, los
guarayanos del Paraguay erraban desnudos por las selvas, no teniendo
otras
armas que el arco y la maza de madera y no conociendo más que el
cultivo del
maíz. Su inteligencia era tan rudimentaria, que no podían contar más
allá de
20, debiendo servirse para ello de los dedos de las manos y de los
pies. Sin
embargo, los jesuitas hicieron de aquellos salvajes obreros hábiles,
capaces
de realizar trabajos difíciles, tales como órganos complicados, esferas
geográficas,
pinturas y esculturas decorativas, etc.. Estas artes y estos oficios,
con las
correspondientes ideas, no existían en estado innato en las manos y en
el
cerebro de los guarayanos, sino que fueron vertidas por los jesuitas.
De lo
cual se deduce que si el cerebro de los guarayanos era incapaz por
propia
iniciativa de realizar descubrimientos, se hallaba, en cambio,
maravillosamente
predispuesto o preformado, según la frase de Leibnitz, para adquirirlos.
Es igualmente
exacto que el salvaje es tan extraño a las nociones abstractas de los
civilizados como a sus artes y oficios, lo que prueba la ausencia de su
lengua
de términos a propósito para expresar las ideas generales. ¿Cómo, pues,
las
nociones y las ideas abstractas que son tan familiares al hombre
civilizado
han penetrado en el cerebro humano? Para resolver este problema, que
ha
preocupado tanto al pensamiento filosófico es preciso, como
enciclopedistas,
penetrar por la puerta abierta por Vico e interrogar la lengua, el más
importante si no el primer modo de manifestación de los sentimientos y
de las
ideas [7]; la
lengua juega un papel tan importante, que el cristiano de los primeros
siglos,
reproduciendo la idea de los hombres primitivos, dice: "el verbo es
Dios", y que los griegos designan por el mismo nombre, logos, la
palabra y el pensamiento, y que del verbo hablar derivan
el hablarse a sí mismo, el
pensar.
En efecto, la
cabeza más abstracta no puede pensar sin servirse de palabras, sin
hablarse
mentalmente; si de hecho no lo hace como los niños, son muchos los
adultos que
barbotean lo que piensan. La lengua ocupa un lugar demasiado grande en
el
desenvolvimiento de la inteligencia, para que la formación etimológica
de las palabras
y sus significaciones sucesivas no reflejen las condiciones de vida y
el
estado mental de los hombres que las han creado y empleado.
Un hecho llama
la
atención: a menudo una misma palabra está empleada para designar una
idea
abstracta y un objeto concreto. Las palabras que en las lenguas
europeas
significan bienes materiales y la línea derecha, quieren indicar
asimismo el
Bien moral y el Derecho, lo Justo.
El hecho es tan
digno de ser observado como es poco conocido; lo propio ocurre en los
fenómenos
que se realizan a diario; no se ven porque se cierra los ojos no
queriéndolos
ver. No obstante, vale la pena preguntarse cómo la lengua vulgar y la
lengua
filosófica y jurídica han podido reunir bajo la misma palabra lo
material y lo
ideal, lo concreto y lo abstracto.
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Dos problemas
se
plantean al llegar a este punto:
¿Lo abstracto y
lo ideal han descendido hasta lo concreto y hasta la materia, o la
materia y lo
concreto se han transformado en ideal y en abstracción? ¿Cómo se ha
realizado
esta transubstanciación?
La historia de
las significaciones sucesivas de las palabras resuelve la primera
dificultad:
demuestra el significado concreto precedente, siempre el significado
abstracto.
El lazo que une
el sentido abstracto al sentido concreto, no es siempre aparente. Así
es
difícil percibir a la primera ojeada como el espíritu humano ha podido
unir pasto
a
la idea abstracta
de Ley, la línea recta a
la idea de lo Justo, la
parte de un
invitado en un festín al Destino. Ya
pondremos de manifiesto los
lazos que unen estos diferentes significados de momento sólo importa
señalar el
hecho.
El espíritu
humano emplea comúnmente el mismo método de trabajo, a pesar de la
diversidad
de objetos sobre los cuales opera; por ejemplo, el medio que ha seguido
para
transformar los sonidos en vocales y en consonantes es el mismo que ha
empleado
para elevarse de lo material a lo abstracto. El origen de las letras le
parece
tan misterioso al obispo Mallinkrot, que en su De arte typographica, para
quedar tranquilo de espíritu atribuye su invención a Dios, que ya era
el autor
responsable del instinto y de las ideas abstractas.
Pero las
investigaciones de los filósofos han arrancado una a una las vendas que
cubrían
el misterio alfabético; han demostrado que las letras no habían caído
totalmente formadas del cielo, sino que el hombre sólo había llegado
gradualmente a representar los sonidos por consonantes y por vocales.
Queremos
mencionar las primeras etapas recorridas, por ser útiles a nuestra
demostración.
El hombre
debuta
por la escritura figurativa; representa un objeto, por su imagen, y un
perro,
por el dibujo de un perro; pasa después a la escritura simbólica y
figura la
parte por el todo, la cabeza de un animal, por el animal entero; luego
se
eleva a la escritura metafórica, dibuja un objeto teniendo alguna
semejanza
real o supuesta con la idea que pretende expresar, la parte anterior de
un
león, para significar la idea de prioridad, un codo para la Justicia y
la
Verdad, un buitre para la Maternidad, etc. El primer ensayo fonético se
hace
por medio de jeroglífico; se representa un sonido por la imagen de un
objeto
que tenga el mismo sonido; los egipcios, llamando deb a la
cola de un cerdo,
figuran el sonido deb por
la imagen de la cola, convertida en una especie de
trompeta de puerco; retienen después un número determinado de imágenes
más o
menos modificadas, no ya por el valor fonético de algunas sílabas,
sino
simplemente por el de la sílaba inicial [8].
La escritura
había de pasar fatalmente por la etapa metafórica, puesto que el
hombre
primitivo piensa y habla por metáforas. Los pieles rojas de América,
para decir
un guerrero valiente, dicen: es como el oso; un hombre de mirada
penetrante es
como el águila; para afirmar que ha sido olvidado un ultraje se
declara que ha
quedado enterrado bajo tierra.
Estas metáforas
son a veces indescifrables para nosotros; así nos es difícil comprender
como
los egipcios han podido representar en sus jeroglíficos la Justicia y
la Verdad
por el codo y la Maternidad por el buitre.
Nos proponemos
desembrollar la metáfora del buitre; la otra será objeto del siguiente
artículo.
La familia
matriarcal ha tenido en Egipto una longevidad extraordinaria; constan
asimismo
en sus mitos religiosos muchos rasgos del antagonismo de los dos
sexos,
luchando uno de ellos para conservas su elevada posición dentro de la
familia,
y el otro para desposeería.
El egipcio, lo
mismo que Apolo en las Euménides de
Esquilo, declara que es el
hombre quien llena la función importante en el acto de la generación, y
que la
mujer, "como la cápsula de un fruto, no, hace más que recibir y nutrir
su
germen"; pero la mujer egipcia le devuelve el cumplido, jactándose de
concebir sin el concurso del hombre.
La estatua de
Neith la diosa Madre, "la soberana de la región superior" llevaba en
Sais, según afirma Plutarco, esta arrogante inscripción: "Yo soy todo
lo
que ha sido, todo lo que es, y lo que será; nadie ha levantado mis
ropas, y el
fruto que he dado a luz ha sido el sol". Su nombre, entre otros
signos,
tiene por emblema el buitre y la primera letra de la palabra Madre.
Los
jeroglíficos
de Horapollon nos demuestran que los egipcios creían que en la especie
de los
buitres no existían machos, y que las hembras eran fecundadas por el
viento;
atribuían a este pájaro, considerado entonces en todas partes como
feroz y
voraz, una terneza maternal tan extremada, que suponían se desgarraba
el pecho
para nutrir a sus pequeñuelos.
Así, después de
haber hecho del pájaro de Neith, a causa de su extraña propiedad
generatriz, la
diosa Madre, que ha procreado sin concurso de varón, la convirtieron en
símbolo
de la Madre y de la Maternidad.
Este ejemplo
característico ofrece una idea de los rodeos realizados por el espíritu
humano
hasta haber conseguido presentar sus ideas abstractas por imágenes de
objetos
reales y efectivos.
Si en la
escritura metafórica y emblemática la imagen de un objeto material se
convierte
en símbolo de una idea abstracta, se concibe que una palabra creada
para
designar un objeto o uno de sus atributos acabe por servir para
designar una
idea abstracta.
*
* *
En la cabeza
del niño y del salvaje, "el niño del género humano", según la
expresión de Vico, no existe más que imágenes de objetos determinados:
cuando
el pequeño dice muñeca, no se refiere a no importa qué muñeca, sino a
una
determinada, que ha tenido en sus manos o que ha sido ya demostrada,
y si se
le presenta otra llega a rechazarla con cólera. Así cada palabra es
para él un
nombre propio, el símbolo del objeto con el cual ha estado en contacto.
Su
lengua, así como la del salvaje, no posee términos genéricos, abarcando
una
clase de objetos de la misma naturaleza, sino series de nombres
propios; del
mismo modo las lenguas salvajes no poseen vocablos para las ideas
generales,
tales como hombre, cuerpo, etc., y para las ideas abstractas de tiempo,
de
causa, etcétera; las hay también que carecen del verbo ser. El
tasmaniano tenía
una abundancia de vocablos para cada árbol de diferentes especies, pero
no
término para decir árbol en general; el malayo no posee ningún vocablo
equivalente a color, en abstracto, aunque tenga palabras para cada
color; el
abipón no tiene palabras para expresar hombre, cuerpo, tiempo, etc., y
no
posee el verbo ser, no diciendo: yo soy abipón, sino yo, abipón".
Pero poco a
poco,
el niño y el hombre primitivo extienden el nombre y la idea de las
primeras
personas y cosas que conocieron a todas las personas y cosas que
presentan con
ellas semejanzas reales o ficticias, elaborando de esta suerte, por vía
de
analogía y comparación, idea generales, abstractas, abarcando grupos de
objetos
más o menos extensos, y algunas veces el nombre propio de un objeto
llega a
ser el término simbólico de la idea abstracta representando el grupo de
objetos
que tiene analogías con el objeto por el cual el vocablo había sido
formado.
Platón pretende que las ideas generales así obtenidas, que clasifican
los
objetos sin tener en cuenta sus diferencias individuales, son "esencias
de
origen divino". Sócrates, en el libro X de la República, dice: que la
"idea
de lecho" es una esencia de creación divina, porque es inmutable,
siempre
igual a sí misma, mientras que los lechos creados por los ebanistas
difieren
todos entre sí.
El espíritu
humano ha comparado frecuentemente los objetos más distintos, aunque no
tuvieran entre sí más que un vago punto de semejanza; así, por un
procedimiento
de antropomorfismo, el hombre ha tomado a sus propios miembros por
término de
comparación, como lo prueban las metáforas que perduran en las lenguas
civilizadas, aunque las mismas datan de los albores de la humanidad,
tales como
entrañas
de
la tierra, vena
de una mina, corazón de
un roble, diente
de una sierra, hueso
de una fruta, garganta de
una montaña, brazo de
mar, etcétera. Cuando la idea
abstracta de medida se presenta a su mente, toma por unidad su pie, su
mano, su
dedo, sus brazos (orgyía, medida
griega igual a dos brazos extendidos). Toda
medida es una metáfora; cuando se dice que un objeto tiene tres pies y
dos
pulgadas, eso significa que es tan largo como tres pies y dos pulgares.
Pero
con el desarrollo de la civilización fue forzoso recurrir a otras
unidades de
medida: así los griegos tenían el Stadion, la
longitud recorrida por los
corredores a pié en los juegos olímpicos, y los latinos el jugerum,
la superficie que
se podía labrar durante un día, un jugum (un
yugo de buey).
Una palabra
abstracta, como observa Max Müller, no es frecuentemente más que un
adjetivo
transformado en sustantivo, es decir, el atributo de un objeto
metamorfoseado
en personaje, en entidad metafísica, en ser imaginario, y es por vía
metafórica que se verifica esta metempsicosis; la metáfora es uno de
los
principales medios por los cuales la abstracción penetra en la cabeza
humana.
En las metáforas precedentes se dice boca de
una caverna, lengua de
tierra, porque la
boca presenta una abertura y la lengua una forma alargada; se ha
recurrido al
mismo procedimiento para procurarse nuevos términos de comparación a
medida que
las necesidades lo exigían, siendo la propiedad más saliente del
objeto,
aquella que, por consiguiente, impresiona más vivamente los sentidos,
la que
desempeña el papel de término de comparación. Gran número de lenguas
salvajes
carecen de vocablos correspondientes a las ideas abstractas de dureza,
redondez, calor, etc., y están privadas de las
mismas porque el
salvaje no ha llegado a crear seres imaginarios o entidades
metafísicas, que
correspondan a tales términos; así en vez de duro, dicen
"como
piedra"; en vez de redondo, "como
luna"; en vez de caliente, "como
sol"; porque las cualidades de duro, redondo y caliente figuran en su
cerebro
como inseparables de piedra, luna y sol. Sólo después de una larga
elaboración
mental dichas cualidades son separadas, abstraídas de sus objetos
concretos,
para ser metamorfoseadas en seres imaginarios; entonces el calificativo
se
convierte en sustantivo y sirve de signo a la idea abstracta formada en
el
cerebro.
No se han
encontrado nunca pueblos salvajes sin la idea de número, la idea
abstracta por
excelencia, aunque la numeración de ciertos salvajes no pase de 2 o 3,
siendo
probable que hasta los animales puedan contar hasta dos. He aquí una
observación, fácil de repetir, por mi hecha y que parece probarlo. La
paloma,
aunque no incube más que dos huevos, salvo raras excepciones, tiene,
sin
embargo, la propiedad de poner los huevos a voluntad; si después de
haber
puesto dos se le quita uno, la hembra pone un tercero y hasta un cuarto
y un
quinto, si los huevos se le quitan a medida que los ponga; necesita,
pues, que
haya dos huevos en el nido para empezar a incubar.
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La paloma
doméstica, cebada en demasía, puede algunas veces poner tres huevos, y
cuando
esto sucede echa uno fuera del nido o lo deja abandonado, si no puede
expulsar
el huevo suplementario.
Se concibe que
la
idea abstracta de número, contra lo que supone Vico, sea una de las
primeras,
si no la primera a formarse en el cerebro del hombre y de los
animales, porque
si todos los objetos no tienen la propiedad de ser duros, redondos o
calientes, etc., tienen cuando menos una cualidad que les es común, la
de ser
distintos los unos de los otros por la forma y por la posición relativa
que
ocupan, y esta cualidad es el punto de partida de la numeración. Es
necesario
que la materia cerebral tenga la idea de número, es decir, que pueda
distinguir
los objetos entre sí para entrar en función, para pensar; esto es lo
que había
reconocido Filoleo, el primero que, según decía Diógenes de Laerra,
afirmó que
el movimiento de la tierra describía un círculo, cuando declaraba que
"el
número reside en todo lo que existe y que sin él es imposible conocer
ni pensar
nada".
Pero el
ensanchar
la numeración más allá del número 2 fue uno de los más penosos trabajos
de
Hércules que jamás se haya impuesto la mente humana, según lo
demuestran el carácter
místico atribuido a los diez primeros números
[9], y
los recuerdos mitológicos y legendarios adheridos a determinadas
cifras: 10
(sitio de Troya y de Veies, que duran 10 años justos); 12 (los 12
dioses del
Olimpo, los 12 trabajos de Hércules, los 12 apóstoles, etc.); 50 (los
50 hijos
de Príamo, las 50 Danaides; Endimión, según Pausanias, rindió a
Selenia, madre
de 50 hijas; Aeteón cazaba con 50 parejas de perros cuando Diana lo
metamorfoseó; el buque que construyó Dánaos a indicación de Minerva
tenía 50
remos, lo propio que el de Hércules cuando su expedición contra Troya,
etcétera). Estos números son otras tantas etapas donde el espíritu
humano se ha
detenido a fin de descansar de los esfuerzos realizados para llegar
hasta ellos
y las ha señalado con leyendas a fin de perpetuar su recuerdo.
Cuando el
salvaje
llega al término de su numeración, dice mucho, designando
así los objetos que no
puede contar por carecer de números. Vico observa que para los
romanos, 60,
después 100, después 1.000, eran cantidades innumerables. Los hovas de
Madagascar, en vez de 1.000 dicen la tarde, en vez de 10.000 la noche,
y la
palabra tapitrisa,
de la que se sirven para designar el millón, se
traduce literalmente
por fin de cuenta.
La lengua nos
demuestra que el hombre ha empleado su mano, su pié y su brazo como
unidades
para medir. Todavía se sirve de los dedos de las manos y de los pies
para
contar F. Nansen dice que los esquimales, con los que ha vivido más de
un año,
carecen de nombre para expresar toda cifra que exceda de cinco; cuentan
con los
dedos de la mano derecha y se detienen cuando todos han sido tocados y
contados; para 6, toman la mano izquierda y dicen el primer dedo de la
otra
mano, y para 7 el segundo, y así sucesivamente basta 10; después
repiten la
suerte con los dedos de los pies y se detienen a 20, término de su
numeración;
pero los grandes matemáticos van más allá, y para 21 dicen el primer
dedo del
otro hombre, y empiezan nuevamente, pasando por las manos y los pies:
20 es un
hombre, 100 cinco hombres.
Las cifras
romanas que estuvieron en uso hasta la introducción de las cifras
árabes,
recuerdan este modo primitivo de numeración: I, es un dedo; II, son dos
dedos;
V, es una mano cuyos tres dedos del centro están cerrados, mientras que
el
pequeño y el pulgar permanecen abiertos; X son dos V o dos manos
opuestas. Pero
cuando precisa contar más allá de 100 y de 1.000 debe recurrirse a
objetos que
no sean miembros humanos; los romanos se sirvieron de guijarros, calculi,de
donde deriva la palabra cálculo de las lenguas modernas. as expresiones
latinas
calculum
ponere y subducere calculum indican que era
añadiendo y quitando
guijarros como adicionaban y substraían. En el Falansterio de Guisa
hemos
visto enseñar las primeras operaciones aritméticas por un
procedimiento
análogo, a niños de cinco y seis años.
Los salvajes no
pueden calcular de cabeza; tienen necesidad de tener ante sus ojos los
objetos
que cuentan; así, cuando realizan cambios colocan en el suelo los
objetos que
entregan, al lado de los que reciben; esta ecuación primitiva, que en
definitiva no es más que una metáfora tangible, es la única que puede
satisfacer su espíritu. Los números son en su cabeza, lo propio que en
las de
los niños, ideas concretas; cuando dicen dos, tres, cinco, ven dos,
tres, cinco
dedos u otros objetos; en muchas lenguas salvajes las cinco primeras
cifras
llevan los nombres de los dedos. Sólo por un procedimiento de
destilación
intelectual llegan los números a despojarse de la cabeza del adulto
civilizado
de todo recuerdo de un objeto cualquiera, para no conservar más que la
figura
de signos convencionales.
El metafísico
más
idealista no puede pensar sin palabras, ni calcular sin signos, es
decir, sin
objetos concretos. Cuando los filósofos griegos empezaron sus
investigaciones
sobre las propiedades de los números, les daban figuras geométricas;
las
dividían en tres grupos, el grupo de los números de la línea (mékos),
el
grupo de los números de superficie, cuadrados (epípedon), y
el grupo de los números de triple acrecentamiento, cubos (triké auxé).
Los
matemáticos modernos han conservado aún la expresión de número lineal
para un
número de raíz.
En vez de
largo,
duro, redondo, caliente, el salvaje dice pié, piedra, luna, sol; pero
los pies
son desiguales de largos, las piedras más o menos duras, la luna no
siempre es
redonda y el sol es más caliente en verano que en invierno; así,
cuando el
espíritu humano experimentó la necesidad de un grado superior de
exactitud,
reconoció la insuficiencia de los términos de comparación que hasta
entonces
había empleado e imaginó nuevos tipos de largo, de dureza, de redondez
y de
calor para ser empleados como términos de comparación.
Así resulta que
en la mecánica abstracta los matemáticos imaginan una palanca
absolutamente
rígida y sin grueso y un ángulo totalmente incomprensible, a fin de
continuar
sus investigaciones teóricas, detenidas por las imperfecciones de las
palancas
y de los ángulos de la realidad.
Pero el ángulo
y
la palanca de los matemáticos, así como los tipos de largo, de
redondez, de
duración, aunque derivados de objetos reales cuyos atributos han sido
sometidos a la destilación intelectual, no corresponden ya a ningún
objeto
real, sino a ideas nacidas en la mente humana. Porque los objetos
reales
difieren siempre, tanto entre sí como del tipo imaginario uno e
idéntico,
Platón llama a dichos objetos vanas y engañosas imágenes, y al tipo
ideal una
esencia de creación divina. En este caso, como en muchos otros, el Dios
creador
es el hombre que piensa y que investiga.
Los artistas,
por
un procedimiento análogo, han alimentado quimeras cuyos cuerpos, aunque
compuestas de órganos desprendidos, abstractos, de diferentes
animales, no
corresponden a nada real, sino a fantasías de la imaginación.
La quimera es
una
idea abstracta, tan abstracta como no importa cualquier otra idea de lo
Bello,
del Bien, de lo Justo, del Tiempo, de Causa; pero el mismo Platón no se
atrevió
a clasificarla entre el número de estas esencias divinas.
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El hombre,
probablemente cuando las tribus bárbaras empezaron a diferenciarse en
clases,
se separó del reino animal y se elevó al rango de ser sobrenatural,
cuyos
destinos son la preocupación constante de los dioses y de los cuerpos
celestes;
más adelante aísla el cerebro de los otros órganos para hacer un sitio
para el
alma. La ciencia natural coloca al hombre en la serie animal, de la que
es el
resumen y el coronamiento. La filosofía socialista hará entrar el
cerebro en la
serie de los órganos.
El cerebro
tiene
la facultad de pensar, como el estómago la tiene de digerir: el hombre
sólo
puede pensar mediante las mismas ideas que él crea con los materiales
que le
proporcionan el medio natural y el medio social o artificial en el
cual el
hombre evoluciona.
Segunda
Parte
Origen
de
la Idea de Justicia
I - EL TALIÓN - LA JUSTICIA RETRIBUTIVA
La justicia de
las sociedades civilizadas dimana de dos fuentes: una toma origen en el
mismo
ser humano, y otra en el propio medio social, organizado sobre la base
de la
propiedad privada. Las pasiones y las ideas existentes entre los
hombres antes
de la constitución de la propiedad, y los intereses, las pasiones y
las ideas
que ésta engendra, agitando constantemente a unos contra otros, han
acabado por
crear, desenvolver y cristalizar en el cerebro de los civilizados la
idea de lo
Justo y de lo Injusto.
Los orígenes
humanos de la idea de Justicia son la pasión de la venganza y el
sentimiento de
la igualdad.
La pasión de la
venganza es una de las más antiguas del alma humana; esta pasión tiene
sus
raíces en el instinto de conservación, en la necesidad que impulsa al
animal y
al hombre a rebelarse cuando reciben un golpe y a contestar
maquinalmente si
el temor no les pone en fuga; es esta necesidad ciega y no razonada que
induce
al niño y al salvaje a pegar al objeto inanimado que les ha herido.
Reducida a
su más simple y última expresión, la venganza es una acción refleja,
análoga al
movimiento involuntario que hace cerrar los párpados cuando el ojo está
amenazado.
Entre los
salvajes y los bárbaros, la idea de venganza alcanza una intensidad
desconocida a los civilizados. "Los pieles rojas, dice el historiador
americano Adairs, sienten consumir violentamente su corazón día y
noche hasta
que han vertido sangre por sangre: transmiten de padre a hijo el
recuerdo de
la muerte da un pariente, de un miembro del clan, aún tratándose de
una mujer
vieja". Cuéntase de pieles rojas que se han suicidado porque no podían
vengarse. El figio que ha recibido una injuria coloca al alcance de su
vista un
objeto que no separa hasta después de haber obtenido la venganza. Las
mujeres
eslavas de Dalmacia mostraban al niño la camisa ensangrentada del
padre
muerto, para excitarle a la venganza.
"La
venganza, vieja de cien años, tiene aún dientes de leche", dice el
proverbio agfano. El Dios semita, aunque "tardío a la cólera",
"venga la iniquidad de los padres sobre los hijos y los hijos de los
hijos, hasta la tercera y cuarta generación". (Exodo, XXXIV,
7). Cuatro
generaciones no satisfacen la sed de venganza, e impide la entrada a
la
asamblea hasta la décima generación a los moabitas y a los hamonitas,
por no
haber acudido ante los israelitas, al salir éstos de Egipto,
llevándoles pan y
agua en el camino". (Deuteronomio, XXIII,
3-4). El hebreo
podía decir, pues, como el escandinavo: "Puede la concha de la ostra
convertirse en polvo por la acción de los años, pueden transcurrir mil
años más
sobre el polvo de la concha, pero mi corazón seguirá manteniendo
caliente el
fuego de la venganza". Las Erinnias de la mitología griega son las
antiguas diosas "de la venganza... de la inextinguible sed de la
sangre". El coro de la grandiosa trilogía de Esquilo que palpita de las
pasiones, torturando el alma de los dioses y de los mortales, grita a
Orestes,
deseoso de vengar a su padre: "¡Que el ultraje sea castigado con el
ultraje! ¡Que la muerte vengue a la muerte!... Mal por mal, dice la
sentencia
de los antiguos tiempos... La sangre vertida sobre la tierra pide otra
sangre.
La tierra bienhechora ha bebido la sangre del muerto; esta sangre se ha
secado,
pero el vestigio permanece inalterable y pide venganza". Aquiles, para
vengar la muerte de Patroclo, su amigo, olvida la injuria de Agamenón y
ahoga
la cólera que le hacía presenciar impasible las derrotas de los
aqueos; la
muerte de Héctor no sacia su pasión, ni después de arrastrar tres veces
su
cadáver alrededor de los muros de Troya.
El bárbaro y el
salvaje no perdonan jamás; saben esperar durante años y años el momento
de la
venganza. Durante diez años esperó pacientemente Clitemnestra la hora
de la
venganza; cuando hubo asesinado a Agamenón, el matador de su hija,
embriagada
de alegría gritó: "El rocío de la muerte ha sido tan dulce a mi
corazón,
como lo es para los campos la lluvia de Júpiter en la estación que el
grano del
trigo sale de su envoltura".
El hombre
santifica
y diviniza sus pasiones, particularmente cuando son útiles a su
conservación
individual. "La sed inextinguible de sangre",
la venganza
erigida en deber sagrado se convierte en el primero de los deberes.
Las
Erinnias, numerosas como "las maldiciones que salen de la boca de una
madre corrompida", salían del tenebroso Erebo tan pronto como las
imprecaciones les daban vida y movimiento. No aparecían a la luz del
sol más
que para soplar la pasión de la venganza y para perseguir,
infatigables, sobre
la tierra y sobre el mar, al matador; ningún mortal podía escapar. Su
odio
alcanzaba al culpable y a su familia y se extendía sobre aquel que le
daba
asilo, sobre ciudades y regiones enteras; excitaban las guerras civiles
y
sembraban el hambre y la peste. Cuando Orestes va a escaparles, el coro
de las
Erinnias de Esquilo canta: "Vamos a esta región (el Atica) a derramar
el
contagioso veneno del corazón, este veneno fatal a la tierra, y los
frutos
perecerán en germen, lo mismo que los niños y los animales pequeños.
¡Tus
azotes, ¡oh venganza! sembrarán la devastación en la comarca!" El Dios
semita vengaba igualmente la sangre vertida sobre las plantas, las
bestias y
los niños. La poética imaginación de los griegos ha personificado en
sus
temibles diosas, cuyo nombre era peligro pronunciar, los terrores que
inspiraban a los pueblos primitivos, el desencadenamiento de las
pasiones de
la venganza.
*
* *
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Vico, en la Scienza
nuova,
formula este axioma de la ciencia social:
"La
legislación toma al hombre tal como es, para hacer de un buen uso en la
sociedad humana. De la ferocidad (ferocia),
de la avaricia
y
de la ambición,
estos tres vicios que tanto afectan al género humano, funda el ejercito,
el
comercio y la corte, es
decir, la
fuerza, la riqueza y
el saber
de
las repúblicas; y estos tres vicios, capaces de destruir la especie
humana,
hacen la felicidad social.
"Este axioma
demuestra la existencia de una providencia divina, la cual es el divino
pensamiento legislador, que, de las pasiones
de los hombres, absorbidas completamente por
sus intereses privados, que les harían vivir
como bestias feroces,
saca el orden civil que les permite vivir en sociedades humanas"
La ley impasible,
según la frase de Aristóteles, es hija, en efecto, de la pasión de la
venganza,
furibunda y siempre inquieta. Pero no es una inteligencia legisladora
divina,
según opina Vico, la que crea el orden con el desorden de las pasiones
humanas,
sino, por el contrario, estos desórdenes los que crean el orden.
Intentaremos
demostrarlo.
*
* *
La pasión
implacable y furibunda de la venganza que se descubre en el alma de los
salvajes y de los bárbaros del antiguo v nuevo mundo, según lo prueban
las
precedentes citas, les es impuesta por las condiciones del medio
natural y
social en que viven.
El salvaje, en
perpetua guerra con las bestias y los hombres e invadido el espíritu
por
peligros imaginarios, no puede vivir aislado; se aglomera en rebaños;
no
concibe la existencia fuera de su horda; expulsarle equivale a
condenarle a
muerte [10].
Los miembros de la tribu se consideran descendientes de un antecesor
único; la
misma sangre corre por sus venas; verter la sangre de un miembro es lo
mismo
que verter la sangre de la tribu entera. El salvaje no tiene
individualidad; es
la tribu; el clan y más tarde la familia los que poseen aquélla. La
solidaridad
más estrecha y más sólida une los miembros de una tribu, de un clan,
hasta el
punto de hacer de ellos un solo ser, como las hecatonchiras de la
mitología
griega; así, en los pueblos más antiguos que nos ha sido dado
observar, las
mujeres son comunes y los niños pertenecen a la horda; la propiedad
individual
no ha hecho su aparición y los objetos más personales tales como armas
y
adornos pasan, según cuentan los observadores de costumbres
australianas Fison
y Howitt, de mano en mano con la mayor rapidez. Los miembros de las
tribus
salvajes y de los clanes bárbaros se mueven y agitan en común, como un
solo
hombre, cambian de lugar, se baten y cultivan la tierra en común;
cuando la
táctica guerrera se perfecciona, se organizan por tribus, clanes y
familias.
Toman en común
las ofensas, lo mismo que todo lo demás. La injuria hecha a un salvaje
es
sentida por todo el clan, como si fuese personal a cada miembro. Verter
la
sangre de un salvaje es verter la sangre del clan; todos sus miembros
tienen
el deber de la venganza; la venganza es colectiva, como el matrimonio
y la
propiedad. El derecho de ejercer la venganza era, entre los germanos
bárbaros,
el lazo de la familia por excelencia. Cuando las tribus de los francos
hubieron establecido el werghgeld, es
decir, la compensación
monetaria de la ofensa, todos los miembros de la familia se repartían
el precio
de la sangre; pero el franco que se había separado de la comunidad
familiar no
tenía derecho al werghgeld; si
era muerto, el rey era el que se convertía en
su vengador y el que recibía el precio de su sangre.
Mas para que el
clan sienta la injuria hecha a uno de sus miembros es preciso que el
clan
entero pase a ser el responsable de la ofensa cometida por cualquiera
de sus
componentes La ofensa es colectiva, como la injuria
[11]. El
clan ofendido se venga matando a un individuo cualquiera del clan
ofensor.
"Cuando se comete una muerte, escribe sir G. Grey, reina en los pueblos
australianos general consternación, particularmente si el matador ha
escapado,
pues sus parientes se consideran culpables y sólo creen hallarse en
seguridad
aquellos que no tienen ningún parentesco con el autor de la criminal
acción". Un homicidio equivale a la declaración de guerra entre dos
familias,
entre dos clanes; guerra de asechanzas, de emboscadas y de exterminio,
que
prosigue durante muchos años, pues una muerte pide otra muerte para ser
vengada, la cual pide venganza a su vez. A veces son los dos clanes
enteros
los que llegan a las manos. Hace poco más de medio siglo que en
Dalmacia
"la guerra se extendió de determinadas familias a todo el pueblo,
desencadenando a veces la guerra civil en todo el distrito"
[12]. La
venganza se lleva a cabo en las mujeres y en los niños los escandinavos
no respetaban
ni a los recién nacidos. Aun en el siglo pasado los griegos ejercían la
venganza en los niños varones mayores de ocho años; sólo eran
respetadas las
mujeres y las niñas.
Y no son ya los
homicidios efectivos los únicos que exigen imperiosa venganza, sino aun
los
imaginarios, esto es, aquellos que sólo existen en la supersticiosa
imaginación
del salvaje. Para el australiano ninguna muerte es natural: todo
fallecimiento
es obra maléfica de algún enemigo perteneciente a algún clan rival y
el deber de los parientes consiste en vengar al difunto, matando no
precisamente al real o supuesto autor del asesinato, sino a un miembro
cualquiera de su clan, y si es posible a algunos. Además, el muerto se
venga
también por sí mismo, viniendo su espíritu a torturar al culpable
[13].
Fraser supone que una de las causas de la supresión de las comidas
antropofágicas es el temor de las venganzas póstumas del desgraciado
que había
sido comido. El salvaje no solamente mata al asesino por venganza,
sino para
tranquilizar al muerto, cuyo espíritu estaría atormentado hasta que se
hubiese
vertido sangre humana. Para tranquilizar los manes de Aquiles, los
griegos
inmolaron sobre su tumba a Polixena, la hermana de Paris, su matadora.
El salvaje, que
no concibe la existencia más que formando parte integrante de su clan,
transforma la ofensa individual en colectiva; y la venganza, que es un
acto de
defensa y de conservación personal pasa a ser un acto de conservación
colectiva
también. El clan se protege obteniendo la venganza por la muerte o por
las
heridas de uno de sus miembros. Pero esta venganza colectiva entraña
fatalmente
peligros colectivos, que a veces comprometen la existencia de la
colectividad
del clan. Estos peligros colectivos obligan a veces a los salvajes a
ahogar su
sentimiento de solidaridad y a sacrificar el miembro del clan autor de
la
injuria y a entregarle al clan de la víctima.
Se ha visto a
los
salvajes de Australia, con las armas en la mano, detenerse y limitar la
venganza a un castigo personal exactamente igual al cometido y que
originó la
querella: vida por vida, herida por herida. La pena del talión.
*
* *
El talión,
"vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por
pie, herida por herida, llaga por llaga, muerte por muerte" (Exodo,
XXI,
23-25), puede solamente dar satisfacción a los sentimientos
igualitarios de los
pueblos comunistas primitivos, donde todos los miembros son iguales.
La igualdad más
completa dimana necesariamente de las condiciones en que vive el
salvaje de las
tribus comunistas. Darwin cuenta en su Viaje de un naturalista esta
característica anécdota: Un salvaje de la Tierra del Fuego a quien
habían dado
un abrigo de lana empezó a rasgarle en tiras de la misma longitud a fin
de que
cada individuo de su horda recibiese un trozo. El salvaje no podía
admitir que
un miembro del clan tuviese mejor participación que otro, cualquiera
que fuese
la cosa repartida. Cuando César se puso en contacto con las tribus
germanas,
quedó sorprendido del espíritu igualitario que presidía el reparto de
sus
bienes y atribuyó el hecho al desea de establecer la igualdad entre sus
miembros. César razonaba como un civilizado, viviendo en un medio
social donde
la desigualdad de medios de existencia engendran fatalmente la
desigualdad
entre los ciudadanos. Los bárbaros que tenía ante sus ojos vivían, por
el
contrario, en un medio comunista engendrando la igualdad; no habían de
buscarla, pues, en sus repartos, sino satisfacer su espíritu
igualitario
distribuyendo partes iguales a todos, sin conceder la menor
importancia social
a su acto, como se digiere sin conocer la química estomacal, y como las
abejas
construyen la colmena según las más exactas reglas geométricas y
mecánicas de
resistencia y de economía de espacio sin tener nociones de geometría ni
de
mecánica. No solamente está implantada la igualdad en el corazón y en
el
cerebro de los hombres primitivos, sino que hasta existe en su aspecto
físico.
Voynel cuenta que un jefe piel roja le expresaba su asombro ante la
gran
diferencia física que existía entre los blancos que veía, mientras que
podía
observarse la mayor semejanza entre los miembros de una misma tribu
salvaje.
La vejez,
rodeada
de respeto, es el primer privilegio que aparece en las sociedades
humanas; este
es el único que existe en una tribu salvaje. Cualesquiera que sean las
cualidades superiores de valor, de inteligencia, de resistencia al
hambre, a la
sed, al dolor, que distingan a un guerrero, no le dan el derecho a
imponerse:
puede ser designado para dirigir sus compañeros en la caza o para
mandarles en
la guerra, pero terminada la expedición queda igual a los demás. "El
jefe
superior de los pieles rojas, dice Volney, no puede, ni aun estando en
campaña, pegar ni castigar a un guerrero, y en el pueblo sólo le
obedece su
hijo". El jefe griego de los tiempos homéricos apenas disponía de
mayor
autoridad. Aristóteles observa que si el poder de Agamenón llegaba
hasta poder
matar al que huía ante el enemigo, en cambio en las deliberaciones se
dejaba
insultar pacientemente. En los tiempos históricos, los generales
griegos,
después de expirado su mando anual entraban de nuevo en filas. Así,
según
Plutarco, Arístides y Filomeno, que habían sido jefes de ejércitos y
que habían
alcanzado victorias, servían como simples soldados.
El talión no es
más que la aplicación de la igualdad en punto á satisfacer una injuria;
es la
expiración equiparada a la ofensa, pues sólo un castigo igual a la
ofensa
cometida puede satisfacer el alma igualitaria de los hombres
primitivos. El
instinto igualitario, que en las distribuciones de los alimentos y de
los
bienes impone el reparto igual, creó el talión, y la necesidad de
prevenir las
desastrosas consecuencias de las revueltas lo introdujo en las
sociedades
primitivas. La Justicia no juega ningún papel ni en su creación en su
introducción: el talión se halla restablecido en pueblos que tienen tan
poca
idea de la justicia, que carecen de los nombres de crimen, falta,
justicia,
etc. Los griegos homéricos, aunque participando de una civilización
relativamente superior, no tenían palabra para expresar la justicia.
Es
imposible concebir la justicia sin leyes [14].
*
* *
|
|
|
|
Vico, en la Scienza
nuova,
formula este axioma de la ciencia social:
"La
legislación toma al hombre tal como es, para hacer de un buen uso en la
sociedad humana. De la ferocidad (ferocia),
de la avaricia
y
de la ambición,
estos tres vicios que tanto afectan al género humano, funda el ejercito,
el
comercio y la corte, es
decir, la
fuerza, la riqueza y
el saber
de
las repúblicas; y estos tres vicios, capaces de destruir la especie
humana,
hacen la felicidad social.
"Este axioma
demuestra la existencia de una providencia divina, la cual es el divino
pensamiento legislador, que, de las pasiones
de los hombres, absorbidas completamente por
sus intereses privados, que les harían vivir
como bestias feroces,
saca el orden civil que les permite vivir en sociedades humanas"
La ley impasible,
según la frase de Aristóteles, es hija, en efecto, de la pasión de la
venganza,
furibunda y siempre inquieta. Pero no es una inteligencia legisladora
divina,
según opina Vico, la que crea el orden con el desorden de las pasiones
humanas,
sino, por el contrario, estos desórdenes los que crean el orden.
Intentaremos
demostrarlo.
*
* *
La pasión
implacable y furibunda de la venganza que se descubre en el alma de los
salvajes y de los bárbaros del antiguo v nuevo mundo, según lo prueban
las
precedentes citas, les es impuesta por las condiciones del medio
natural y
social en que viven.
El salvaje, en
perpetua guerra con las bestias y los hombres e invadido el espíritu
por
peligros imaginarios, no puede vivir aislado; se aglomera en rebaños;
no
concibe la existencia fuera de su horda; expulsarle equivale a
condenarle a
muerte [10].
Los miembros de la tribu se consideran descendientes de un antecesor
único; la
misma sangre corre por sus venas; verter la sangre de un miembro es lo
mismo
que verter la sangre de la tribu entera. El salvaje no tiene
individualidad; es
la tribu; el clan y más tarde la familia los que poseen aquélla. La
solidaridad
más estrecha y más sólida une los miembros de una tribu, de un clan,
hasta el
punto de hacer de ellos un solo ser, como las hecatonchiras de la
mitología
griega; así, en los pueblos más antiguos que nos ha sido dado
observar, las
mujeres son comunes y los niños pertenecen a la horda; la propiedad
individual
no ha hecho su aparición y los objetos más personales tales como armas
y
adornos pasan, según cuentan los observadores de costumbres
australianas Fison
y Howitt, de mano en mano con la mayor rapidez. Los miembros de las
tribus
salvajes y de los clanes bárbaros se mueven y agitan en común, como un
solo
hombre, cambian de lugar, se baten y cultivan la tierra en común;
cuando la
táctica guerrera se perfecciona, se organizan por tribus, clanes y
familias.
Toman en común
las ofensas, lo mismo que todo lo demás. La injuria hecha a un salvaje
es
sentida por todo el clan, como si fuese personal a cada miembro. Verter
la
sangre de un salvaje es verter la sangre del clan; todos sus miembros
tienen
el deber de la venganza; la venganza es colectiva, como el matrimonio
y la
propiedad. El derecho de ejercer la venganza era, entre los germanos
bárbaros,
el lazo de la familia por excelencia. Cuando las tribus de los francos
hubieron establecido el werghgeld, es
decir, la compensación
monetaria de la ofensa, todos los miembros de la familia se repartían
el precio
de la sangre; pero el franco que se había separado de la comunidad
familiar no
tenía derecho al werghgeld; si
era muerto, el rey era el que se convertía en
su vengador y el que recibía el precio de su sangre.
Mas para que el
clan sienta la injuria hecha a uno de sus miembros es preciso que el
clan
entero pase a ser el responsable de la ofensa cometida por cualquiera
de sus
componentes La ofensa es colectiva, como la injuria
[11]. El
clan ofendido se venga matando a un individuo cualquiera del clan
ofensor.
"Cuando se comete una muerte, escribe sir G. Grey, reina en los pueblos
australianos general consternación, particularmente si el matador ha
escapado,
pues sus parientes se consideran culpables y sólo creen hallarse en
seguridad
aquellos que no tienen ningún parentesco con el autor de la criminal
acción". Un homicidio equivale a la declaración de guerra entre dos
familias,
entre dos clanes; guerra de asechanzas, de emboscadas y de exterminio,
que
prosigue durante muchos años, pues una muerte pide otra muerte para ser
vengada, la cual pide venganza a su vez. A veces son los dos clanes
enteros
los que llegan a las manos. Hace poco más de medio siglo que en
Dalmacia
"la guerra se extendió de determinadas familias a todo el pueblo,
desencadenando a veces la guerra civil en todo el distrito"
[12]. La
venganza se lleva a cabo en las mujeres y en los niños los escandinavos
no respetaban
ni a los recién nacidos. Aun en el siglo pasado los griegos ejercían la
venganza en los niños varones mayores de ocho años; sólo eran
respetadas las
mujeres y las niñas.
Y no son ya los
homicidios efectivos los únicos que exigen imperiosa venganza, sino aun
los
imaginarios, esto es, aquellos que sólo existen en la supersticiosa
imaginación
del salvaje. Para el australiano ninguna muerte es natural: todo
fallecimiento
es obra maléfica de algún enemigo perteneciente a algún clan rival y
el deber de los parientes consiste en vengar al difunto, matando no
precisamente al real o supuesto autor del asesinato, sino a un miembro
cualquiera de su clan, y si es posible a algunos. Además, el muerto se
venga
también por sí mismo, viniendo su espíritu a torturar al culpable
[13].
Fraser supone que una de las causas de la supresión de las comidas
antropofágicas es el temor de las venganzas póstumas del desgraciado
que había
sido comido. El salvaje no solamente mata al asesino por venganza,
sino para
tranquilizar al muerto, cuyo espíritu estaría atormentado hasta que se
hubiese
vertido sangre humana. Para tranquilizar los manes de Aquiles, los
griegos
inmolaron sobre su tumba a Polixena, la hermana de Paris, su matadora.
El salvaje, que
no concibe la existencia más que formando parte integrante de su clan,
transforma la ofensa individual en colectiva; y la venganza, que es un
acto de
defensa y de conservación personal pasa a ser un acto de conservación
colectiva
también. El clan se protege obteniendo la venganza por la muerte o por
las
heridas de uno de sus miembros. Pero esta venganza colectiva entraña
fatalmente
peligros colectivos, que a veces comprometen la existencia de la
colectividad
del clan. Estos peligros colectivos obligan a veces a los salvajes a
ahogar su
sentimiento de solidaridad y a sacrificar el miembro del clan autor de
la
injuria y a entregarle al clan de la víctima.
Se ha visto a
los
salvajes de Australia, con las armas en la mano, detenerse y limitar la
venganza a un castigo personal exactamente igual al cometido y que
originó la
querella: vida por vida, herida por herida. La pena del talión.
*
* *
El talión,
"vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por
pie, herida por herida, llaga por llaga, muerte por muerte" (Exodo,
XXI,
23-25), puede solamente dar satisfacción a los sentimientos
igualitarios de los
pueblos comunistas primitivos, donde todos los miembros son iguales.
La igualdad más
completa dimana necesariamente de las condiciones en que vive el
salvaje de las
tribus comunistas. Darwin cuenta en su Viaje de un naturalista esta
característica anécdota: Un salvaje de la Tierra del Fuego a quien
habían dado
un abrigo de lana empezó a rasgarle en tiras de la misma longitud a fin
de que
cada individuo de su horda recibiese un trozo. El salvaje no podía
admitir que
un miembro del clan tuviese mejor participación que otro, cualquiera
que fuese
la cosa repartida. Cuando César se puso en contacto con las tribus
germanas,
quedó sorprendido del espíritu igualitario que presidía el reparto de
sus
bienes y atribuyó el hecho al desea de establecer la igualdad entre sus
miembros. César razonaba como un civilizado, viviendo en un medio
social donde
la desigualdad de medios de existencia engendran fatalmente la
desigualdad
entre los ciudadanos. Los bárbaros que tenía ante sus ojos vivían, por
el
contrario, en un medio comunista engendrando la igualdad; no habían de
buscarla, pues, en sus repartos, sino satisfacer su espíritu
igualitario
distribuyendo partes iguales a todos, sin conceder la menor
importancia social
a su acto, como se digiere sin conocer la química estomacal, y como las
abejas
construyen la colmena según las más exactas reglas geométricas y
mecánicas de
resistencia y de economía de espacio sin tener nociones de geometría ni
de
mecánica. No solamente está implantada la igualdad en el corazón y en
el
cerebro de los hombres primitivos, sino que hasta existe en su aspecto
físico.
Voynel cuenta que un jefe piel roja le expresaba su asombro ante la
gran
diferencia física que existía entre los blancos que veía, mientras que
podía
observarse la mayor semejanza entre los miembros de una misma tribu
salvaje.
La vejez,
rodeada
de respeto, es el primer privilegio que aparece en las sociedades
humanas; este
es el único que existe en una tribu salvaje. Cualesquiera que sean las
cualidades superiores de valor, de inteligencia, de resistencia al
hambre, a la
sed, al dolor, que distingan a un guerrero, no le dan el derecho a
imponerse:
puede ser designado para dirigir sus compañeros en la caza o para
mandarles en
la guerra, pero terminada la expedición queda igual a los demás. "El
jefe
superior de los pieles rojas, dice Volney, no puede, ni aun estando en
campaña, pegar ni castigar a un guerrero, y en el pueblo sólo le
obedece su
hijo". El jefe griego de los tiempos homéricos apenas disponía de
mayor
autoridad. Aristóteles observa que si el poder de Agamenón llegaba
hasta poder
matar al que huía ante el enemigo, en cambio en las deliberaciones se
dejaba
insultar pacientemente. En los tiempos históricos, los generales
griegos,
después de expirado su mando anual entraban de nuevo en filas. Así,
según
Plutarco, Arístides y Filomeno, que habían sido jefes de ejércitos y
que habían
alcanzado victorias, servían como simples soldados.
El talión no es
más que la aplicación de la igualdad en punto á satisfacer una injuria;
es la
expiración equiparada a la ofensa, pues sólo un castigo igual a la
ofensa
cometida puede satisfacer el alma igualitaria de los hombres
primitivos. El
instinto igualitario, que en las distribuciones de los alimentos y de
los
bienes impone el reparto igual, creó el talión, y la necesidad de
prevenir las
desastrosas consecuencias de las revueltas lo introdujo en las
sociedades
primitivas. La Justicia no juega ningún papel ni en su creación en su
introducción: el talión se halla restablecido en pueblos que tienen tan
poca
idea de la justicia, que carecen de los nombres de crimen, falta,
justicia,
etc. Los griegos homéricos, aunque participando de una civilización
relativamente superior, no tenían palabra para expresar la justicia.
Es
imposible concebir la justicia sin leyes [14].
*
* *
Aunque
subsistiendo la pena del talión y las asambleas arbitrales, la pasión
de la
venganza permanecía indomable; sus garras y sus dientes sólo podían ser
arrancados por la propiedad. Sin embargo, la propiedad, que era
destinada a
hacer desaparecer los excesos de la venganza, sólo hizo su aparición
rodeada de
un cortejo de discordias y de crímenes en el seno de las familias;
antes que el
derecho de herencia fuese reconocido y encarnado en las costumbres,
engendró
luchas fratricidas por la posesión de los bienes paternales, de los
cuales la
Mitología griega ha conservado horribles recuerdos en la historia de
los
Atridas. Desde entonces, la propiedad no ha cesado de ser la causa más
eficaz y
más activa de discordias y de crímenes particulares y de guerras
civiles e
internacionales, que han ensangrentado las sociedades humanas.
La propiedad
entra como una furia en el corazón humano, alterando los
sentimientos, los instintos y las ideas más arraigadas y excitando
nuevas
pasiones. Fue preciso nada menos que la propiedad, para contener y
amortiguar
la venganza, la antigua y dominante pasión humana.
Una vez
constituida la propiedad privada, la sangre ya no pide sangre; pide
propiedad.
El talión se ha transformado.
La
transformación
del principio del talión fue facilitado probablemente por la esclavitud
y el
comercio de esclavos, el primer comerció internacional que se
estableció de una
manera regular. El cambio de hombres vivos con bueyes, armas y
otros objetos acostumbró al bárbaro a dar
a la sangre un equivalente distinto.
Un nuevo
fenómeno
familiar contribuyó más enérgicamente aun que el comercio de esclavos
a
modificar el principio del talión. La mujer, mientras persiste la
familia
matriarcal, permanece en su clan, donde es visitada por su marido, o
por sus maridos; en la familia patriarcal,
la joven abandona sus padres para irse a vivir con su marido; el padre
recibe
una indemnización por la pérdida de su hija, que al casarse cesa de
pertenecerle. Entonces la joven se convierte en un objeto de cambio.
Los
griegos las cambiaban generalmente por bueyes. El padre empezó por
cambiar a
sus hijas y acabó por vender a sus hijos, según lo demuestran las leyes
griegas
y romanas. Al vender su propia sangre, el padre rompe la antigua
solidaridad
que unía los miembros de la familia y que les enlazaba en la vida y en
la
muerte. Al cambiar contra ganados y otros bienes la sangre viviente de
sus hijos,
los padres demostraban con mayor razón estar dispuestos a aceptar
animales u
otros objetos por la sangre de un hijo asesinado. Los hijos, siguiendo
el
ejemplo de los padres, llegaron a su vez a darse por satisfechos con
una
indemnización cualquiera por la sangre vertida de su padre o de su
madre.
Entonces, en
vez
de vida por vida, diente por diente, se pide ganados, hierro, oro, y
otros
objetos. Los cafres exigen bueyes; los escandinavos, los germanos y los
bárbaros que por estar en contacto con pueblos civilizados han conocido
el uso
de la moneda, reclaman dinero.
Esta
revolución,
una de las más profundas de que ha sido objeto el alma humana, no se
realizó
súbitamente y sin conflictos. La religión, guardadora de las antiguas
costumbres y de los sentimientos de solidaridad y de dignidad de los
bárbaros,
se opuso a la substitución de la sangre por el dinero. La superstición
acompañó
una maldición al dinero de la sangre. El tesoro, que en los eddas es
causa de
la muerte de Sigurd y del exterminio de la familia de los Volsungs y de
los
Ginkings, es precisamente el precio de la sangre que los dioses
escandinavos
Odín, Ioki y Hoeniz hubieron de pagar por la muerte de Otter. Saxo
Gramaticus
ha conservado el canto de un bardo danés que se indigna contra las
costumbres
del día y contra los que llevan en la bolsa la sangre de sus padres.
Los nobles del
Turkestán, dice Pallas, no consienten jamás en recibir "el precio de la
sangre". El matador agfano, aun habiendo cometido la muerte
involuntariamente, según cuenta Elfistone, debe implorar a la familia
de la
víctima para convencerla a aceptar el dinero de la compensación, así
como debe
someterse a una humillante ceremonia análoga a la que en casos
semejantes
estaba en uso entre los eslavos del sur de Europa. "Los jueces y los
espectadores forman un gran círculo; en medio aparece el culpable, con
un fusil
y un puñal atados al cuello y poniéndose de rodillas avanza hasta
colocarse a
los pies de la parte ofendida, la cual después de quitarle las armas lo
levanta
y lo abraza, diciéndole: Dios te perdone. Los espectadores felicitan y
aplauden
a los enemigos reconciliados. Esta ceremonia, llamada el círculo
de la sangre, termina
con una fiesta celebrada a expensas del ofensor, en la que toman parte
todos
los concurrentes. El beduino, aun aceptando el dinero de la sangre,
obliga al
matador y a su familia a reconocerle como amigo".
La retribución
de
la sangre fue en un principio abandonada al arbitrio de la parte
ofendida, la
cual imponía la cantidad y la calidad de los objetos que debían serle
entregados. Los islandeses no se contentaban menos que con todos los
bienes del
matador y de su familia; para aplacar la pasión de la venganza era
indispensable el completo despojo, a fin de privar al culpable y a su
familia
de todos los atractivos de la vida. La exageración de la compensación
hacía
prácticamente imposible esta forma de expiación y daba lugar a
interminables
debates. Los bárbaros, para dominar esta dificultad, se vieron
obligados a
determinar el precio que era permitido reclamar. Los códigos bárbaros
fijan
minuciosamente el precio que debe abonarse en especie o en moneda para
la vida
de un hombre libre, según su nacimiento y su rango, para heridas a la
mano, a
la pierna, al brazo, etc., así como para toda injuria a su honor y a
toda
tentativa contra su paz doméstica. El rey, lo mismo que el aldeano, era
protegido por una cantidad pagable a sus parientes; la única
diferencia entre
el rey y los demás individuos consistía en la diversidad de tarifa del
precio
de sangre.
La familia del
culpable era responsable del pago del precio de la sangre, que la otra
familia
repartía entre sus miembros, proporcionalmente al grado de parentesco.
Los Gragas
de
Islandia señalan la forma de hacerse este reparto: los hombres de la
familia
eran divididos en cinco círculos o grados de parentesco; el primer
círculo,
compuesto del padre, de la madre y del hijo mayor, recibía o pagaba
tres
marcos; el segundo y tercer círculos, dos marcos; el cuarto un marco, y
el
quinto un ore,
equivalente a un octavo de marco.
El werghgeld
motivó
la creación de un cuerpo oficial encargado de velar por su aplicación,
al que
más adelante le fueron entregadas las multas. La tarifa continuó siendo
satisfecha a los parientes de la víctima, mientras que las multas
ingresaron
en las cajas reales o públicas: aproximadamente lo mismo que existe hoy
en los
países capitalistas.
*
* *
El espíritu
simple e igualitario del salvaje le había conducido al talión, vida
por vida,
herida por herida, que era todo cuanto podía imaginar para reglamentar
la
venganza. Pero cuando, bajo la acción de la propiedad el talión se
modificó y
el principio brutal Vida por vida fue substituido por el principio
económico,
ganados y otros bienes por la vida, herida, injuria, etc., el espíritu
del
bárbaro fue sometido a una ruda prueba: hubo de resolver un problema
que le
obligaba a penetrar en el terreno de lo abstracto. De un lado tenía que
pesar
el perjuicio material y moral causado a una familia por la muerte de
uno de los
suyos y a un individuo por la pérdida de uno de sus miembros o por un
insulto,
y por otro tenía que medir la ventaja que le produciría la cesión de
determinados bienes materiales, es decir, había de buscar el
equivalente de
cosas que no tenían entre sí ninguna relación material directa. El
bárbaro
empezó por reclamar, en caso de muerte, la ruina social del culpable,
su muerte
económica, la cesión de todos sus bienes, para llegar, después de
grandes
esfuerzos intelectuales, por tarifar la vida, la pérdida de un ojo, de
un diente
y hasta de los insultos.
Esta tarifa le
hizo adquirir nuevas nociones abstractas sobre las relaciones de los
hombres
entre sí y entre aquéllos y las cosas, que a su vez engendraron en su
cerebro
la idea de justicia retributiva, la cual tiene por misión proporcionar
tan
exactamente como sea posible, la compensación a los perjuicios
experimentados.
II
- LA
JUSTICIA
DISTRIBUTIVA
El instinto de
conservación, el primero y más imperioso de los instintos, induce al
hombre
salvaje, lo mismo que al animal, su antecesor, a apoderarse de los
objetos de
que tiene necesidad. Todo aquello de que puede apoderarse lo toma para
satisfacer ya su hambre, ya su curiosidad. Se conduce con los bienes
materiales, de igual suerte que el sabio y el literato con los bienes
intelectuales:
"toma donde ", según la frase de Molière. Los viajeros europeos que
han sido víctimas de este instinto se han entregado a todo género de
indignaciones morales y han lanzado al salvaje el epíteto de ladrón,
como si
fuese posible que la idea del robo penetrase en la mente humana antes
de ser un
hecho la constitución de la propiedad.
Dominar este
instinto aprehensor,
someterle al yugo y comprimirle hasta ahogarle,
ha sido una de las
tareas de la civilización. Para subyugar el instinto aprehensor, la
humanidad
ha pasado por más numerosas etapas que para dominar y amortiguar la
pasión de
la Venganza. La dominación de este instinto primordial ha contribuido a
hacer
extensiva la idea de Justicia, bosquejada en el periodo de decadencia
de la
venganza.
Cuando el
salvaje
marcha errante en pequeñas hordas sobre tierra no habitada, a lo largo
de las
orillas del mar y de los ríos, deteniéndose donde encuentra abundante
comida,
ejerce su instinto aprehensor, sin restricciones de ninguna especie.
Pero desde
los tiempos prehistóricos más remotos, la necesidad de procurare medios
de
existencia le obliga a contener este instinto en determinados límites.
Cuando
la población de un país adquiere cierta densidad, las tribus salvajes
que lo
habitan se distribuyen el suelo en territorios de caza, o de pastos, si
es que
se dedican a la cría de ganado. A fin de preservar sus subsistencias,
que son
los frutos naturales, la caza, la pesca y a veces el ganado paciendo
libremente
en los bosques, las naciones salvajes y bárbaras del antiguo y lluevo
mundo
rodean sus territorios por medio de zonas neutras. Todo individuo que
franquea
el límite del territorio de su tribu es cazado, perseguido y a veces
muerto
por las tribus vecinas. Puede, en el límite del territorio, tomar
libremente
cuanto tenga necesidad, pero más allá de este límite no puede hacerlo
sin
correr serios peligros. Las violaciones de territorios, a menudo
alentadas para
ejercitar el valor y la habilidad de los jóvenes guerreros,
constituyen
frecuentes motivos de guerra entre tribus vecinas. Los salvajes, a fin
de
evitar estas guerras y de vivir en paz con sus vecinos, han debido
dominar su
instinto aprehensor, no dándole libre expansión más que dentro de los
límites
de su propio territorio, propiedad común de todos los miembros de la
tribu.
Pero aun en los
mismos límites de este territorio la necesidad de conservar los medios
de
existencia obliga a los salvajes a poner un limite á su instinto
aprehensor.
Los
australianos
señalan un límite al consumo de gallinas y de cerdos cuando hay de ello
escasez, y el de las bananas y de los ignamos cuando la cosecha de los
frutos
del árbol del pan se presenta mal. De igual suerte prohiben la pesca en
determinadas
bahías cuando escasean los peces. Los pieles rojas del Canadá no
mataban las
hembras de los castores. Aun pereciendo de hambre, los salvajes no
tocan jamás
los animales y las plantas que constituyen los tótems de
sus tribus, es
decir, los antecesores, de los que pretenden descender. Estas
restricciones,
para ser más eficaces, revisten a menudo un carácter religioso: el
objeto
señalado de esta suerte es tabuado, y
los dioses se encargan de
castigar a los transgresores.
Las
restricciones
impuestas al instinto aprehensor son comunistas; son impuestas en
interés de
todos los miembros de la tribu, y sólo mediante esta circunstancia el
salvaje y
el bárbaro se someten voluntariamente. Pero existe aún entre los mismos
salvajes otras restricciones que no tienen este carácter de interés
general.
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En las tribus
salvajes, los sexos son netamente separados por sus funciones: el
hombre es
guerrero y cazador, la mujer cuida y educa al hijo, pertenezca o no al
padre,
generalmente desconocido o incierto. Además, corre de su cargo la
conservación
de las provisiones, la preparación y distribución de los alimentos, la
confección de los vestidos, utensilios, etc. Esta separación, basada
sobre
diferencias orgánicas, introducida para impedir las relaciones sexuales
de
promiscuidad y mantenida por las funciones propias de cada sexo, está
acentuada por ceremonias religiosas y misteriosas prácticas,
particulares a
cada sexo y prohibidas bajo pena de muerte a las personas de otro sexo
y por el
empleo de una lengua sólo comprensible a los respectivos iniciados.
La separación
de
los sexos condujo fatalmente a su antagonismo, que se tradujo en
restricciones
impuestas al instinto aprehensor que no tienen un carácter general,
pero que adquieren
un carácter particular de sexo, hasta podría decirse de clase, pues
según lo
hace observar Marx, la lucha de clase, empieza a manifestarse bajo la
forma de
lucha de sexos. He aquí algunas de estas interdicciones de sexo: las
tribus
caníbales prohiben comúnmente a las mujeres el tomar parte en los
festines
antropófagos; algunas viandas determinadas, tales como la carne de
castor,
etc., son reservadas, particularmente en Australia, a los guerreros.
Por un
sentimiento parecido los griegos y los romanos de los tiempos
históricos
prohiben a las mujeres el uso del vino.
Las
restricciones
impuestas al instinto aprehensor fueron más numerosas con la
constitución de la
propiedad colectiva familiar. Mientras el territorio del clan es
propiedad de
todos sus miembros, que le cultivan en común, que cazan y pescan en
común, las
provisiones confiadas a la vigilancia de las mujeres casadas, según
observa
Morgan, continúan siendo propiedad común; así, en el limite del
territorio de
su clan un salvaje toma libremente los víveres que necesita. En un
pueblo de
pieles rojas, dice Cattlin, todo individuo, hombre, mujer o niño tiene
derecho
de penetrar en cualquier casa, aunque sea la del jefe militar de la
nación y
comer hasta quedar satisfecho. Los espartanos, según Aristóteles,
habían
conservado estas costumbres comunistas. Pero el reparto de las tierras
laborables del clan introdujo nuevas costumbres.
El reparto de
tierras sólo podía efectuarse mediante la condición de satisfacer los
sentimientos de igualdad que llenaban el alma de los hombres
primitivos: este
sentimiento exigía que todos tuviesen las mismas cosas, según
la fórmula en que Teseo, el legislador de Atenas, había fundamentado su
Derecho: Toda distribución de víveres o de botín de guerra se hacía
entre los
hombres primitivos en forma verdaderamente igualitaria. No podían
concebir que
se efectuase de otra suerte.
Si la más
perfecta igualdad debía presidir la distribución de los alimentos, con
mayor
motivo el sentimiento de igualdad había de despertarse al tratarse de
distribuir las tierras, que proporcionarían alimentos a toda la
familia, con
arreglo al número de sus miembros.
*
* *
Se ha dicho,
con
razón, que las inundaciones del Nilo indujeron a los egipcios a
inventar los
primeros elementos de geometría, a fin de poder hacer nuevas
distribuciones de
los campos, en los cuales el río desbordado había borrado las
demarcaciones. El
declarar comunes las tierras laborables después de la cosecha y sus
distribuciones anuales impusieron a los demás pueblos las mismas
necesidades
que los desbordamientos del Nilo. Los hombres primitivos debieron
descubrir por
sí mismos en todos los países los principios de la distribución de las
tierras,
aun sin haber conocido la escuela de los egipcios. Sólo se puede pedir
cuando
se sabe contar. Probablemente el ganado contribuyó al desenvolvimiento
de la
idea de la numeración; el 1reparto de tierras engendró el conocimiento
de la
medida y el jarro el de la capacidad.
Primero fue
descubierta la geometría rectilínea. Fueron precisos años y años para
aprender
a descomponer la curva en una infinidad de líneas rectas y el área de
un
círculo en una infinidad de triángulos isósceles. Las tierras
laborables fueron
divididas, pues, en superficies rectilíneas, en paralelogramos muy
largos y
muy estrechos. Pero antes de saber medir la superficie de los
paralelogramos
multiplicando la base por la altura; y por tanto antes de poderlos
igualar, los
hombres primitivos no podían estar satisfechos más que si las piezas
1de tierra
que se adjudicaban a cada familia estaban encerradas dentro de líneas
recias de
igual longitud: estas líneas las obtenían extendiendo el mismo palo un
número
igual de veces. El palo que se empleaba para medir la longitud de las
líneas
era sagrado; los jeroglíficos egipcios toman como símbolo de la
Justicia y de
la Verdad el codo, es decir, la unidad de medida; lo que el codo había
medido,
era justo y exacto.
Los lotes
comprendidos entre las líneas rectas de igual longitud dejaban
satisfecho el
espíritu igualitario, no dando lugar jamás a protestas. La línea recta
era,
pues, la parte importante de la operación; una vez trazadas las líneas
rectas,
los padres de familia estaban contentos, pues daban entera satisfacción
a sus
sentimientos igualitarios. Por esta razón la palabra griega orthos,
que de momento quiere decir lo que es la línea recta, significa, por
extensión,
lo que es verdadero, equitativo y justo.
El espíritu
igualitario de los hombres primitivos era tal, que para que el reparto
de
tierras divididas en estrechas tiras de igual longitud no suscitase
querellas,
tenía que hacerse. la distribución por suerte, mediante, antes de la
invención
de la escritura, el empleo de guijarros. Por eso la palabra griega kleros,
que
equivale a guijarro, toma por extensión el significado de lote
asignado por
suerte, después la de patrimonio, fortuna, condición y país.
La idea de
Justicia estaba tan estrechamente unida a la del reparto de tierras,
que en
griego la palabra momos, que
significa uso, costumbre, ley, tiene por raíz nem, que
da origen a una numerosa familia de palabras conteniendo la idea de
pasto y de
reparto.
El reparto de
las
tierras comunes del clan abre las puertas de un nuevo mundo a la
imaginación de
los hombres prehistóricos; altera los instintos, las pasiones, las
ideas y las
costumbres de una manera más enérgica y más profunda que podría hacerlo
en
nuestros días la vuelta a la comunidad de la propiedad capitalista.
Para hacer
penetrar en su cerebro la extraña idea de que no debían tocar los
frutos ni las
cosechas del campo vecino, aun teniéndolos al alcance de sus manos, los
hombres
primitivos debieron recurrir a todo género de sutilezas capaces de
imaginar.
Cada campo,
entregado en lote a una familia, estaba rodeado de una zona neutra, lo
mismo
que el territorio de la tribu; esta zona la fijaba la ley romana de las
Doce
Tablas en cinco pies. Había mojones que señalaban los límites; primero
consistían simplemente en piedras o en troncos de árboles, dándoles tan
sólo
más adelante la forma de pilares rematados en una cabeza humana, a las
cuales a
veces se añadían brazos. Estos pedazos de piedra y troncos de árboles
eran
considerados por los griegos y los latinos como dioses, antes los
cuales se
prestaba juramento de no destruirlos ni cambiarlos de lugar. El que
trabajaba
la tierra no debía acercarse a dichos objetos ante el temor de que "el
Dios, sintiendo el choque del arado, gritase: Detente, éste es mi
campo, ahí
tienes el tuyo" (Ovidio, Fastos). –
"Maldito sea el que cambie
el mojón del prójimo; el que tal haga todo el mundo le gritará: Amén",
fulmina Jehová (Deuteronomio, XXVII,
17). Los etruscos lanzaban todas las
maldiciones sobre la cabeza del culpable: "El que cambie el mojón, dice
uno de sus anatemas sagrados, será condenado por los dioses; su casa
desaparecerá, su raza será extinguida, su tierra no producirá más
frutos, la
escarcha y el sol canicular destruirán sus frutos y sus miembros se
cubrirán de
úlceras y caerán en completa corrupción". Si la propiedad aportaba la
Justicia a la humanidad, en cambio desterraba la Fraternidad de entre
los
hombres.
Cada año, en la
época de las Terminales, los propietarios cubrían de guirnaldas los
límites de
sus tierras, hacían ofrendas de miel, de trigo y de vino e inmolaban un
cordero
sobre un altar levantado exprofeso, pues constituía gran crimen el
manchar de
sangre el límite sagrado.
Si es cierto,
según expresión del poeta latino, que el temor engendró los dioses, es
más
cierto aun que los dioses sólo fueron inventados para infundir el
terror. Los
griegos crearon diosas terribles para dominar el instinto aprehensor y
para
horrorizar a los atentadores del bien ajeno. Diké y Némesis pertenecen
a esta
categoría de divinidades: nacidas después de la introducción de los
repartos
agrarios, según indican sus nombres, fueron encargadas de mantener las
nuevas
costumbres y de castigar a los que atentasen contra ellas. Diké,
expansora
como las Erinnias, con las cuales se alía para imponer el terror y para
castigar, se amansa a medida que los hombres empiezan a respetar las
nuevas
costumbres agrarias y se despoja lentamente de su carácter rudo.
Némesis
preside los repartos y vela para que la distribución de tierras se haga
con
verdadera equidad. En el bajorrelieve que reproduce la muerte de
Meleagro,
Némesis está representada con un rollo en la mano: sin duda es el rollo
donde
se inscriben los lotes de cada familia; su pie descansa sobre la rueda
de la
Fortuna. Para comprender este simbolismo, debe tenerse en cuenta que
los lotes
de tierra eran sacados a la suerte.
Tan convencidos
estaban los griegos de que el cultivo y el reparto de las tierras
habían dado
nacimiento a las leyes y a la Justicia, que de Demeter, la diosa do los
pastores de la Arcadia, donde llevaba el nombre de Erinny, que 110
juega ningún
papel en los dos poemas homéricos, hicieron la diosa de la Fecundidad,
que
inició a los hombres en los misterios de la agricultura y estableció
entre
ellos la paz, instituyendo costumbres y leyes. En los monumentos más
antiguos,
Demeter está representada con la cabeza coronada de espinas, llevando
en la
mano instrumentos de labranza y amapolas, que por sus muchas granas
simbolizan
la fecundidad. Pero en las reproducciones más modernas, la diosa está
representada como legisladora, siendo sus antiguos atributos
substituidos por
el buril, que sirve para grabar las costumbres y las leyes que
reglamentan los
repartos de tierras y por el rollo en el cual están inscritos los
títulos de
propiedad.
Pero las diosas
más terribles y las imprecaciones y anatemas mayores, no obstante
turbar tan
profundamente la imaginación fantástica de los pueblos en su infancia,
resultaron impotentes para refrenar el instinto aprehensor y la
costumbre
inveterada de apoderarse de los objetos de que tenían necesidad,
debiendo
recurrir, para alcanzar este resultado, a los castigos corporales de
una
ferocidad desconocida, en abierta oposición con los sentimientos y las
costumbres
de los salvajes y de los bárbaros que, si se infligen voluntariamente
golpes
para preparar su vida a las luchas incesantes, jamás les dan el
carácter de
castigo; el salvaje no pega jamás al niño; son los padres propietarios
quienes
inventaron el horrible precepto: Quien bien quiere bien castiga. Los
atentados
contra la propiedad fueron castigados más ferozmente que los crímenes
contra
las personas. Los abominables códigos de la inicua justicia aparecieron
en la
historia a raíz y como consecuencia de la apropiación familiar de las
tierras.
La propiedad
marca su aparición enseñando a los bárbaros a atentar contra sus nobles
sentimientos de igualdad y de fraternidad. Contra los que atentan a la
propiedad se dictan penas de muerte. "Aquel que durante la noche corte
o
destruya cosechas producidas por el arado, dice la ley de las Doce
Tablas, si
es púbero
será condenado a muerte; si es impúbero, sufrirá
la pena de azotes que le
imponga el magistrado y será condenado a reparar los perjuicios en un
doble de
su valor. El ladrón manifiesto, es decir, cogido en flagrante delito,
Si es
hombre libre, sufrirá la pena de azotes y será entregado a la
esclavitud. El
incendiario de un haz de trigo será azotado y muerto después en fuego" (Tabla
VIII,
9, 10, 14). La ley de los Burgondas, excede en ferocidad a la ley
romana;
condena a la esclavitud a la mujer y a los hijos mayores de catorce
años que no
denuncien inmediatamente a su marido y padre respectivo culpable del
robo de
caballos o de bueyes (XLVII, 1, 2). La propiedad introducía la delación
en el
seno de la familia.
La propiedad
privada de los bienes muebles e inmuebles, dio desde su aparición
nacimiento a
instintos, sentimientos, pasiones e ideas que se han desarrollado a
medida de
sus transformaciones y que persistirán mientras aquella subsista.
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El talión hizo
germinar en la mente humana la idea de la Justicia que el reparto de
tierras
que sentó las bases de la propiedad inmueble privada había de fecundar
y hacer
fructificar. El talión enseñó al hombre a dominar su pasión de la
venganza y a
someterla a una reglamentación; y la propiedad sometió bajo el yugo de
la
religión y de las leyes a su instinto aprehensor. El papel de la
propiedad en
la elaboración del derecho fue tan preponderante, que dejó obscurecida
la
acción inicial del talión, hasta el punto de que un pueblo tan sutil
como el
griego y espíritus tan perspicaces como Hobbes y Locke no se dieron de
ello
cuenta. En efecto, la poética Grecia atribuye la invención de las leyes
á las
únicas diosas que presiden el reparto y el cultivo de las tierras.
Hobbes
afirma que antes de la constitución de la propiedad, "en estado
natural,
no existía la injusticia", y Locke sostiene que "donde no hay
propiedad no hay injusticia". Los griegos y sus profundos pensadores,
hipnotizados por la propiedad y olvidando el ser humano y sus instintos
y
pasiones, suprimen el primero y el principal factor de la historia. La
evolución del hombre y de sus sociedades no puede ser comprendida y
explicada
más, que si se tienen en cuenta las acciones y las reacciones de las
energías
humanas y de las fuerzas económicas y sociales.
Para amortiguar
la pasión de la venganza, el espíritu igualitario de los hombres
primitivos no
había sabido ni había podido hallar más que el talión; cuando se hacían
los repartos
de alimentos y del botín de guerra, este mismo espíritu igualitario
exigía
imperiosamente partes iguales para todos, a fin de que "todos tuviesen
las
mismas cosas", según la fórmula de Teseo.
Golpe por
golpe,
compensación igual al mal causado y partes iguales en las
distribuciones de
víveres y de tierras, eran las únicas ideas de justicia que podían
concebir los
primeros hombres; idea de justicia que los pitagóricos expresaban con
el
axioma, no
alterar el equilibrio de la balanza, que desde
su invención fue
adoptada como atributo de la Justicia.
Pero la idea de
Justicia, que en su origen no es más que una manifestación del espíritu
igualitario va, bajo la acción de la propiedad que contribuye a
constituir, a
consagrar las desigualdades que la propiedad engendra entre los hombres.
En efecto, la
propiedad no puede consolidarse más que adquiriendo el derecho de
ponerse a
cubierto del instinto aprehensor, de este derecho que una vez adquirido
se
convierte en una fuerza social independiente e impulsora que domina al
hombre y
se vuelve contra él.
El derecho de
propiedad alcanza tal legitimidad, que Aristóteles identifica la
Justicia con
el respeto de las leyes que la protegen, y la injusticia con la
violación de
estas mismas leyes; que la Declaración de los derechos del
hombre y del
ciudadano de los burgueses revolucionarios de
1789, la erige en
"derecho natural e imprescindible del hombre" (art. II), y que el
papa León XIII, en su famosa encíclica sobre la suerte de los obreros
la
transforma en dogma de la Iglesia católica. La materia lleva al
espíritu.
El bárbaro
había
substituido la propiedad por la sangre vertida; la propiedad se
substituyó por
sí misma al hombre, hasta el punto de que en las sociedades civilizadas
no se
posee más derechos que aquellos que confiere la propiedad.
La Justicia,
semejante a los insectos que apenas acabados de nacer devoran a su
madre,
destruye el espíritu igualitario que la ha engendrado y sanciona la
esclavitud
del hombre.
La revolución
comunista, suprimiendo la propiedad privada y dando "a todos las mismas
cosas" emancipará al hombre y hará revivir el espíritu igualitario.
Entonces las ideas de Justicia que preocupan los cerebros humanos desde
la
constitución de la propiedad, se desvanecerán como la más terrible
pesadilla
que ha torturado la triste humanidad civilizada.
Tercera
Parte
Origen
de
la Idea del Bien
I
- FORMACION
DEL IDEAL HEROICO
En los
principales idiomas europeos se emplea la misma palabra para designar
los
bienes materiales y el bien moral. Puede suponerse que la misma frase
se halla
en las lenguas de todas las naciones que han alcanzado cierto grado de
civilización, pues sabido es que todos los países atraviesan las
mismas fases
de evolución material e intelectual.
Vico, que había
presentido esta ley histórica, afirma en su Scienza nuova que
"necesariamente
debe existir en la naturaleza de las cosas humanas una lengua mental
común a
todas las naciones, la cual lengua designa uniformemente la substancia
de las
cosas que constituyen las causas impulsoras de la vida social; esta
lengua se
amolda a tantas formas distintas como aspectos diversos pueden
presentar las
cosas. Una prueba de ello nos lo ofrecen los proverbios, estas máximas
del
saber popular, que en substancia son las mismas en todas las naciones
antiguas
y modernas, aunque sean expresadas en diversas formas.
En los
artículos
dedicados a los Orígenes de las ideas abstractas
y de la idea
de
Justicia hemos
expuesto las fases por que había pasado el espíritu humano antes de
llegar a
representar en los jeroglíficos egipcios la idea abstracta de la
Maternidad por
el buitre y la de la Justicia por el codo; en este estudio trataremos
de
seguiré en el tortuoso camino que ha recorrido hasta llegar a confundir
bajo la
misma palabra los bienes materiales y el Bien moral.
*
* *
Las palabras
que
en las lenguas latinas y griegas sirven para expresar la idea de los
bienes
materiales y del Bien, han sido en su origen, calificativos del ser
humano.
Agathos
(griego),
fuerte,
valeroso, generoso, virtuoso, etc.
Ta
agatha, los bienes, las
riquezas.
To
agathon, el
Bien; to
akron, agathon, el Bien supremo.
Bonus
(latín),
fuerte,
valeroso, etc.
Bona,
los
bienes; bona
patria, patrimonio.
Bonum,
el Bien.
Agathos
y bonus
son
dos adjetivos genéricos; el griego y el
romano de los tiempos bárbaros,
poseían todas las cualidades físicas y morales requeridas para el ideal
heroico; así, sus superlativos irregulares (aristos, esthdos, beltistos, etc.,
y optimus)
son
usados sustantivamente en el plural para designar los mejores y los
primeros
ciudadanos; el historiador Velleius Paterculos llama optimales a
los patricios y
a los ricos plebeyos que se unieron contra los Gracos.
La fuerza y el
valor son las primeras y las más necesarias virtudes de los hombres
primitivos,
en guerra perpetua entre ellos y contra la naturaleza. El salvaje y el
bárbaro,
fuertes y valerosos, poseen además las otras virtudes morales de un
ideal; por
eso comprenden todas las cualidades físicas y morales en el mismo
adjetivo. La
fuerza y el valor eran entonces basta tal punto toda la virtud, que los
latinos, después de haber empleado la palabra virtus para
designar la
fuerza física y el valor, la usaban también para expresar la virtud
propiamente
dicha.
Era fatal que
la
fuerza y el valor sintetizasen entonces toda la virtud, pues prepararse
para la
guerra, adquirir la bravura para afrontar los peligros, desenvolver las
fuerzas
físicas para soportar las fatigas y las privaciones y las fuerzas
morales para
no desfallecer ante las torturas impuestas a los prisioneros, era toda
la
educación física y moral de los salvajes y de los bárbaros. Desde su
infancia
sometían el cuerpo a ejercicios gimnásticos y rudos, y a golpes, de los
cuales
sucumbían a veces. Pene les, en el discurso pronunciado en los
funerales de
las primeras víctimas de la guerra del Peloponeso, menciona esta
educación
heroica, aun en vigor en Esparta, que conservaba las costumbres
antiguas, y que
contrastaba con la que recibía la juventud de Atenas, que había entrado
ya en
la fase de la democracia burguesa. "Nuestros enemigos, dice,
desarrollan
el valor desde la primera infancia, por medio de los más rudos
ejercicios, pero
nosotros, por estar educados en la molicie, no corremos con el mismo
ardor a
afrontar idénticos peligros". Livingstone, que encontró entre las
tribus
africanas estas mismas costumbres heroicas, estableció el propio
contraste
entre los soldados ingleses y los guerreros negros.
En la
antigüedad
el valor era toda la virtud: la cobardía debió ser necesariamente el
vicio. Así
las palabras kakos y malus
que en griego y en latín
significaban cobarde, quieren decir el mal, el vicio.
Cuando la
sociedad bárbara se dividió en clases, los patricios monopolizaron el
valor y
la defensa de la patria: este monopolio era natural, para
servirnos de la expresión de
la economía burguesa, aunque a los burgueses les parezca lo más natural
enviar
en su lugar en las expediciones coloniales a los obreros y a los
aldeanos, y
basta confiar la defensa de la patria a los proletarios que no poseen
ni una
pulgada de terreno ni un engranaje de máquina. Los patricios se
reservaban como
un privilegio la defensa de la patria, porque sólo ellos tenían una
patria,
pues entonces solamente se tenía patria a condición de ser propietario
de parte
de su suelo. Los extranjeros que, por razones de comercio, industria u
otras
causas residían en una ciudad antigua, no podían poseer ni aun la casa
en la
cual hacían el negocio, aunque éste hubiese sido transmitido de padres
a hijos;
continuaban siendo extranjeros aunque habitasen la ciudad durante
varias
generaciones.
Fue preciso
tres
siglos de luchas a los plebeyos romanos que vivían en el monte Aventino
para
obtener la propiedad de las tierras sobre las cuales habían construido
sus
viviendas. Los extranjeros, los proletarios, los artistas, los
mercaderes, los
colonos, los siervos y los esclavos estaban dispensados del servicio
militar y
no tenían el derecho de llevar armas, ni aun de tener valor, lo cual
era un
privilegio de los patricios. Tucídides cuenta que los magistrados de
Esparta hicieron
dar muerte a 2.000 ilotas que con su valor acababan de salvar la
República.
Desde el
momento
que estaba prohibido a los plebeyos tomar parte en la defensa de su
país natal,
y por consecuencia poseer valor, la cobardía debía ser necesariamente
la virtud
más saliente de la plebe, como el valor lo era de la aristocracia. Así
el
adjetivo griego kakos (cobarde,
feo, malo), quiere decir sustantivamente
hombre de la plebe, mientras que Aristos, superlativo
de Agathos
designa
a un miembro de la clase patricia; el latín malus significa
feo, deforme, como eran a
los ojos de los patricios el artista y el esclavo, deformados, según
Jenofonte,
por sus oficios, mientras que los ejercicios gimnastas desarrollaban
armónicamente los cuerpos de la aristocracia.
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* *
El patricio de
la
Roma antigua era bonus, y
el de la Grecia homérica era Agathos, porque
uno y otro
poseían las virtudes físicas y morales del ideal homérico, el único
ideal que
podía producir el medio social en que se movían; eran valientes,
generosos, fuertes
de cuerpo y estoicos de alma, y además eran propietarios territoriales,
es
decir, miembros de una tribu y de un clan que poseía el territorio
sobre el
cual tenían fijada su residencia.
Los bárbaros,
que
sólo se dedicaban a la cría del ganado y a una agricultura de las más
rudimentarias, se entregaban con pasión al bandidaje y a la piratería,
tanto
para agotar su exceso de vigor físico y moral como para procurarse los
bienes y
objetos que no podían proporcionarse de otra suerte. En un poema
griego, del
que sólo queda una estrofa (el Skolion de Hybridas) un héroe bárbaro
canta:
"Tengo por riqueza mi gran lanza, mi cuchillo y mi escudo, murallas de
mi
carne; por ellas trabajo, por ellas cultivo la tierra, por ellas cuido
la viña,
por ellas soy llamado el director de la mnoia (tropa
de eslavos de la comunidad).
César cuenta que los suecos enviaban todos los anos la mitad de su
población
viril en expediciones de rapiña; los escandinavos, terminada la
siembra,
tripulaban sus barcos y partían a devastar las costas de Europa.; los
griegos,
durante el sitio de Troya, abandonaban el campamento para entregarse
al
bandidaje. "El oficio de pirata no tenía entonces nada de
vergonzoso", dice Tucídides. Los capitalistas tienen este oficio en
gran
estima; las expediciones coloniales de las naciones civilizadas no son
más que
guerras de bandidos; sólo que los capitalistas mandan hacer sus
piraterías a
los proletarios, mientras los héroes bárbaros exponían sus personas.
Entonces
sólo era honroso enriquecerse por medio de la guerra; por eso las
herencias de
los hijos de familia romana se denominaban peculium castrense
(peculio amasado
en los campos). Más tarde, cuando la dote de la mujer vino a
acrecentarías,
tomaron el nombre de peculium quasi
castrense. Este
bandidaje general hacía verdadero un proverbio de la Edad Media: Quien
tiene
tierra, tiene guerra. Los propietarios de ganados y de cosechas no
abandonaban
jamás las armas; llenaban las funciones de la vida común con las armas
en la
mano. La vida de los héroes era un largo combate: morían jóvenes, como
Aquiles,
como Héctor. En el ejército aqueo, no había más que dos viejos, Néstor
y Fénix;
envejecer era entonces una cosa tan excepcional, que la vejez
constituyó un
privilegio, el primero que se instituyó en las sociedades humanas.
Encargándose
los patricios de la defensa de la ciudad, se reservaron, naturalmente,
su
gobierno, que era confiado a los padres de familia. Pero cuando el
desenvolvimiento del comercio y de la industria hubo formado en las
ciudades
una clase numerosa de plebeyos ricos debieron concederles, después de
sostener
algunas guerras civiles, un lugar en el gobierno.
Servio Tulio
creó
en Roma la orden de los caballeros plebeyos poseedores de una fortuna
que por
lo menos no bajase de 100.000 sestercios (unos 5.250 francos),
comprobada por
el censo. Cada cinco años se pasaba la revista de la orden ecuestre, y
los
caballeros que hubiesen disminuido en fortuna hasta más bajo del tipo
señalado,
o que hubiesen incurrido en alguna censura senatorial perdían su
dignidad.
Solón, que había enriquecido en el comercio, abrió el Senado y los
tribunales
de Atenas a los que disponían de medios para mantener un caballo de
guerra y un
par de bueyes. En todas las ciudades donde se han conservado recuerdos
históricos se descubren las huellas de semejante revolución y en todas
partes
la riqueza que significa un caballo de guerra garantiza el derecho
político.
Esta nueva aristocracia, que tenía su origen en la riqueza amasada por
el
comercio, la industria y particularmente por la usura, no pudo hacerse
aceptar
y mantenerse en su supremacía social más que adaptándose al ideal
heroico de
los patricios y asumiendo una parte en la defensa de la ciudad, de cuyo
gobierno participaba.
En la
antigüedad
hubo un tiempo en que era tan imposible concebir un propietario sin
virtudes
guerreras, como suponer en nuestros días un director de minas o de una
fábrica
de productos químicos sin capacidad administrativa ni conocimientos
científicos
diversos. La propiedad era entonces exigente; imponía cualidades
físicas y
morales a su poseedor; el solo hecho de ser propietario, hacía suponer
que se
poseía las virtudes del ideal heroico, puesto que no se podía
conquistar y
conservar la propiedad más que con la condición de tenerla. Las
virtudes físicas
y morales del ideal heroico estaban, en cierto punto, incorporadas en
los
bienes materiales que les comunicaban a sus propietarios. Así, en la
época
feudal, el título nobiliario estaba unido a la tierra. El barón
desposeído de
su morada perdía el título de nobleza que acaparaba su vencedor. Nada
más
natural, pues, que el antropomorfismo bárbaro, que dotaba a los bienes
materiales de virtudes morales.
El papel de
defensores de la patria que se habían reservado los propietarios, no
era una
mera fórmula. Aristóteles observa en su Política que
durante las guerras del
Peloponeso las luchas sostenidas en tierra y en el mar diezmaron a las
clases
ricas de Atenas; que en la guerra sostenida contra los yapigas las
clases altas
de Tarento perdieron tal número de sus miembros que pudo establecerse
la
democracia, y que treinta años antes, a raíz de poco afortunadas
luchas, el
número de ciudadanos había quedado tan reducido en Argos, que hubo
precisión
de conceder el derecho de ciudadanía a los colonos que vivían fuera de
los
muros de la ciudad. Tales estragos hacía la guerra en sus filas, que la
bélica
aristocracia de Esparta no parecía dispuesta a aceptarla. La fortuna de
los
ricos, lo mismo que sus personas, estaba a disposición del Estado. Los
griegos
designaban entre sí a los que debían satisfacer los gastos de las
fiestas
públicas y el armamento de las galeras de la flota. Cuando después de
las
guerras médicas hubo necesidad de reconstruir las murallas de Atenas,
destruidas por los persas, fueron demolidos edificios públicos y casas
particulares a fin de procurar materiales para la reconstrucción.
Puesto que era
permitido a los propietarios de bienes muebles e inmuebles ser
valientes y
poseer las virtudes del ideal heroico; puesto que, sin la posesión de
los bienes
materiales, estas cualidades morales eran inútiles y hasta
perjudiciales a sus
poseedores, según lo confirma la matanza de 2.000 ilotas a que queda
hecha
referencia, puesto que la posesión de los bienes materiales era, la
razón de
ser de las virtudes morales, nada más natural y más lógico, pues, que
identificar las cualidades morales con los bienes materiales y
confundirles
bajo el mismo nombre.
II
- DESCOMPOSICIÓN
DEL IDEAL HEROICO
Los fenómenos
económicos y los acontecimientos que éstos engendraban se encargaron de
quebrantar el ideal heroico y de disolver la misión primitiva de las
virtudes
morales y de los bienes materiales que la lengua registra con el mismo
nombre.
El reparto de
tierras arables, poseídas en común por los miembros del clan, empezó a
introducir la desigualdad entre ellos. Las tierras, por la acción de
causas
múltiples, se fueron concentrando en las manos de algunas familias del
clan y
acabaron hasta por ser propiedad de extranjeros; de suerte que un
número
elevado de patricios se vieron desposeídos de sus bienes, debiendo
refugiarse
en las ciudades, donde vivieron en calidad de parásitos; de zánganos,
dice
Sócrates. No podía ocurrir de otra manera, pues en las sociedades
antiguas y de
hecho en toda sociedad basada en la esclavitud, no siendo el trabajo
manual y
aun el intelectual ejecutado más que por esclavos y extranjeros, es
poco retribuido
y considerado bajo y degradante, a excepción, sin embargo, de la
agricultura y
de los guardadores de ganado.
Platón, en el
libro VIII de su República expone, con claridad
nunca bastante admirada, la situación política creada por los fenómenos
económicos. Una violenta
lucha de clases minaba las ciudades griegas. El Estado oligárquico,
dice
Sócrates, "contiene necesariamente dos Estados, uno compuesto de ricos,
otro de pobres, que viven en el mismo suelo y que conspiran unos contra
otros". Sócrates no comprende entre los pobres a los artistas y menos
aun
a los esclavos, sino simplemente a los patricios arruinados.
"El mayor
defecto del Estado oligárquico consiste en la libertad de que disponen
todos
los ciudadanos de vender sus bienes o de adquirir los de otros,
pudiendo
permanecer en el Estado sin ejercer ninguna profesión de artista, de
comerciante,
ni de caballero y sin otro título que el de indigente... Es imposible
evitar
este desorden. Si hubiese medio de impedirlo, no poseerían unos
riquezas
excesivas, mientras otros se ven reducidos a la más extrema miseria...
No
debiendo su autoridad más que a los muchos bienes que poseen, los
miembros de la
clase gobernante se guardan de reprimir por la severidad de las leyes
el
libertinaje de los jóvenes y de impedir que se arruinen en gastos
excesivos."
La
concentración
de riquezas crea en el Estado una clase "de personas provistas de
aguijones, como los zánganos, unos llenos de deudas, otros anotados de
infamia,
otros habiendo perdido bienes y honores a la vez, viviendo en estado de
hostilidad y de conspiración constantes contra aquellos que se
enriquecieron
con sus despojos y no soñando más que en revoluciones... Sin embargo,
los
usureros, con la cabeza baja y aparentando no apercibirse de los que
han
arruinado, a medida que se presentan otros, les prestan dinero a
elevado
interés, y al tiempo que de esta suerte multiplican sus rentas,
multiplican la
casta de zánganos y de mendigos en el Estado".
Cuando los
zánganos se convertían por su número y por su actitud en una amenaza
para la
seguridad de la clase gobernante, se les enviaba a fundar colonias, y
cuando
faltaba este recurso, los ricos y el Estado trataban de calmarles
mediante
distribuciones de víveres y de dinero. Pendes sólo pudo mantenerse en
el poder
exportando y manteniendo a los zánganos expidió 100 ciudadanos a Atenas
a
colonizar la Canonesa, 500 a Naxos, 250 a Andros, 1.000 a la Tracia y
otros
tantos a Sicilia y a Turium, distribuyéndoles por medio de sorteo las
tierras
de la isla Egina cuyos habitantes habían sido muertos o expulsados.
Asalariaba
a los zánganos, de los cuales no pudo limpiar Atenas, y les daba dinero
para
que pudiesen asistir a los espectáculos.
Los fenómenos
económicos, que desposeyendo una parte de la clase patricia creaba una
clase de
desheredados, arruinados y revolucionarios, se desenvolvían más
rápidamente en
las ciudades que por su posición marítima pasaban a ser centros de
actividad
comercial e industrial. La clase de plebeyos enriquecidos en el
comercio, la
industria y la usura aumentaba al propio tiempo que el número de los
patricios
arruinados. Para arrancar derechos políticos a los gobernantes, estos
plebeyos
enriquecidos se unían a los nobles arruinados; mas tan pronto como
habían
obtenido lo que deseaban uníanse a la vez con los gobiernos para
combatir a los
patricios pobres y a los plebeyos de escasa fortuna. Tan pronto como
éstos
llegaban a ser dueños de la ciudad abolían las deudas, perseguían a los
ricos y
se repartían sus bienes. Los ricos desterrados imploraban el auxilio
del
extranjero para volver a sus ciudades, esperando el correspondiente
turno para
perseguir a sus vencedores. Estas luchas de clase ensangrentaron todas
las
ciudades de Grecia y las prepararon para la dominación macedónica y
romana. Los
fenómenos económicos y las luchas de clase que aquellos engendraron
habían
alterado las condiciones de vida dentro de las cuales había sido
elaborado el
ideal heroico.
La manera de
hacer la guerra había sido profundamente transformada por los fenómenos
económicos. La piratería y el bandidaje, estas industrias favoritas de
los
héroes bárbaros, se habían hecho muy difíciles desde que las
fortificaciones
perfeccionadas de las ciudades ponían a éstas a cubierto de un golpe de
mano
audaz. Solón, aunque jefe de una ciudad comercial y comerciante él
mismo, se
había visto obligado por la fuerza de costumbres inveteradas a fundar
un
colegio de piratas en Atenas; pero el establecimiento de numerosas
colonias a
lo largo de las costas mediterráneas y el desenvolvimiento comercial
que el
mismo produjo obligó a las ciudades a establecer una policía y a
perseguir a
los piratas, cuya industria perdía en prestigio a medida que sus
beneficios
disminuían.
En la
organización de los ejércitos de mar y tierra se habían efectuado
modificaciones de capital importancia. Los héroes homéricos, lo mismo
que los
escandinavos que más tarde habían de azotar las costas europeas del
Atlántico,
cuando emprendían una expedición marítima no llevaban consigo remeros
ni
marinos; sus buques, de fondos planos, que construían ellos mismos, y
que según
Homero sólo podían transportar de 50 a 120 hombres, no estaban
tripulados más
que por guerreros, que remaban y se batían. Los combates tenían lugar
en tierra
firme, pues en La Ilíada no
se hace mención de ninguna lucha sostenida en
el mar.
Los
perfeccionamientos que los corintos aportaron a las construcciones
navales, y
el acrecentamiento de las fuerzas marítimas hicieron necesario el
empleo de
remeros y de marinos mercenarios que no tomaban parte en los combates
que los
guerreros sostenían en mar y en tierra. Una vez aclimatado en la
escuadra, el
mercenario se impuso en los ejércitos de tierra. Estos se componían en
un
principio de ciudadanos que entraban en campaña llevando víveres para
cuatro o
cinco días, que se proporcionaban ellos mismos, así como sus armas y
sus
caballos; cuando sus provisiones se agotaban comían a costa del enemigo
si
podían y volvían a sus hogares tan pronto como la expedición había
terminado,
pues siempre era de corta duración.
Pero cuando la
guerra fue llevada más lejos, ya eligió una larga permanencia en el
ejército,
viéndose obligado el Estado a proporcionar los víveres al guerrero.
Pericles,
al empezar la guerra del Peloponeso, dio por primera vez un sueldo a
los
guerreros, los cuales se convirtieron en soldados, es decir, en
asalariados, en
mercenarios. El sueldo era de dos dracmas o sea de unos dos francos
para cada
hombre armado de todas armas. Diodoro de Sicilia afirma que los romanos
introdujeron el sistema de dar sueldo a sus tropas durante el sitio de
Veies.
Tan pronto como se pagó para batirse, la guerra se convirtió en una
profesión
lucrativa, como en los tiempos homéricos. El ejército se formó de
cuerpos de
soldados donde se alistaban los ciudadanos pobres y los patricios
arruinados,
de igual suerte que ya existían tropas de remeros y de marinos
mercenarios
vendiendo sus servicios al que ofrecía mayor remuneración.
Sócrates dice
que
un Estado oligárquico, es decir, gobernado por ricos, es impotente
para hacer
la guerra, porque debe armar a la multitud y temer, por consecuencia,
más de
ella que del enemigo, o, si renuncia a este medio, presentarse al
combate con
una ejército oligárquico, o sea compuesto exclusivamente de ciudadanos
ricos.
Pero las nuevas necesidades de la guerra obligaron a los privilegiados
a violar
las antiguas costumbres, armando a los pobres y hasta a los mismos
esclavos.
Los atenienses embarcaron esclavos en su flota, prometiéndoles la
libertad, la
que concedieron a los que se habían batido valientemente en los
Arginusos (406
años antes de Jesucristo). Los mismos espartanos se vieron obligados a
armar y
a libertar a los ilotas. En ayuda de los siracusanos, sitiados por los
atenienses, enviaron un cuerpo de ejército compuesto de ilotas y de
recién
libertados.
Mientras el
gobierno de la República de Esparta castigaba la infamia de los
espartanos que
habían entregado las armas a Espacterias (a pesar de que algunos de
aquellos
habían desempeñado altos cargos políticos), concedía la liberta a los
ilotas
que les procuraron víveres durante el tiempo que estuvieron sitiados
por las
tropas atenienses.
El sueldo que
trasformó el guerrero en mercenario, en soldado
[16], se
convirtió en breve en un instrumento de disolución social: los griegos
habían
jurado a Plateo que "legarían a los hijos de sus hijos el odio contra
los
persas, para que este odio se perpetuara mientras los ríos viertan sus
aguas al
mar". Sin embargo, medio siglo después de este fiero juramento,
atenienses, espartanos y peloponeses cultivaban la amistad del rey de
Persia
con el fin de obtener subsidios para pagar a sus marinos y a sus
soldados.
La guerra del
Peloponeso precipitó la muerte de los partidos aristocráticos,
poniendo de
manifiesto la ruina de las costumbres heroicas que los fenómenos
económicos
habían venido preparando.
Los ricos, que
se
habían reservado, como el primero de sus privilegios, el derecho de
defender la
patria por medio de las armas, adquirieron rápidamente el hábito de
hacerse
reemplazar en el ejército por mercenarios. Un siglo después de la
innovación
establecida por Pericles, el grueso de los ejércitos atenienses estaba
compuesto de soldados asalariados. Demóstenes dice en una de sus
olintianas,
que el ejército enviado contra Olinto se componía de 4.000 ciudadanos y
de
10.000 mercenarios, y que el que empleó Filipo contra Queroneo estaba
compuesto
de 2.000 atenienses tebanos y de 1.500 mercenarios. Los ricos, aunque
no se batían,
percibían los beneficios de la guerra. "Los ricos, decía Atenágoras, el
demagogo siracusano, sirven para guardar las riquezas, pero dejan los
peligros
para el pueblo, y no contentos con quedarse con la mayor parte de las
ventajas
de la guerra, las usurpan todas".
Los patricios
bárbaros, acostumbrados desde la infancia a los trabajos de la guerra,
resultaban verdaderos guerreros, mientras que los nuevos ricos, por el
contrario, apenas servían para ella, según lo consigna Sócrates al
decir:
"Cuando los ricos y los pobres se encuentran juntos en el ejército de
tierra o de mar y al observarse mutuamente en las circunstancias
peligrosas, no
tienen entonces los ricos ningún motivo de desprecio para los pobres;
por el
contrario, cuando un pobre, débil y tostado por el sol, colocado en el
campo de
batalla al lado de un rico educado en la sombra y en los placeres le
contempla
rendido, fatigado, ¿qué ha de pensar? ¿No ha de decirse a sí mismo que
estas
gentes sólo deben sus riquezas a la cobardía de los pobres? ¿Y cuando
éstos se
pongan en contacto, no han de deducir que los ricos son muy poca cosa?".
Abandonando el
servicio militar y encomendando la defensa de la patria a los
mercenarios, los
ricos perdieron las cualidades físicas y morales del ideal heroico,
aunque
continuaron conservando los bienes materiales que constituían su razón
de ser.
Entonces ocurrió, según lo hace observar Aristóteles, que "la riqueza,
lejos de ser la recompensa de la virtud, dispensaba de ser virtuoso"
[17].
Pero las
virtudes
heroicas, que ya no cultivaban los ricos, se convertían en patrimonio
de los
mercenarios, de los redimidos y de los esclavos que no poseían bienes
materiales; mas estas virtudes, que conducían a los héroes bárbaros a
la posesión
de la propiedad, sólo permitían a los otros vivir miserablemente de su
sueldo.
Los fenómenos económicos habían impuesto, pues, el divorcio entre los
bienes
materiales y las cualidades morales, tan íntimamente identificadas en
tiempos
anteriores [18].
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Entre estos
mercenarios de las virtudes heroicas había un número considerable de
patricios,
despojados de sus bienes por la usura y las guerras civiles, mientras
que los
ricos contaban en sus filas a muchas gentes enriquecidas por el
comercio, la
usura y hasta por la guerra realizada por otros. Así, al empezarse la
guerra
del Peloponeso, cuando Corinto preparó su expedición contra Córcega, el
Estado
prometió a los que se alistasen el reparto de las tierras conquistadas,
y
ofreció las mismas ventajas a los que, sin tomar parte en la campaña,
hiciesen
un donativo de 50 dracmas.
El ideal
heroico
había quedado destruido, sembrando el desorden y la confusión en las
ideas
morales y repercutiendo esta confusión en las ideas religiosas. En
Atenas
continuaba predominando la superstición más brutal, que hacía condenar
a muerte
a Anaxágoras, a Diágoras, a Sócrates y que quemaba las obras de
Protágoras por
impías contra los dioses, al mismo tiempo que los autores cómicos
lanzaban
contra los dioses y contra sus sacerdotes, que era más atrevido aún,
los más
audaces y los más cínicos ataques; los demagogos y los tiranos
profanaban sus
templos y robaban los tesoros sagrados y durante la noche los
libertinos
mancillaban y destruían las estatuas de los dioses colocadas en las
calles. Las
leyendas religiosas, trasmitidas desde la más remota antigüedad y
aceptadas
ingenuamente mientras encuadraban con las costumbres ambientes, eran
consideradas ofensivas por su rudeza, y mientras Pitágoras y Sócrates
pedían
la supresión de dichas leyendas, pretendiendo mutilar las obras de
Homero y de
Hesiodo e impedir la lectura de sus poemas, Epicuro declaraba que era
acto de
ateísmo el creer en las leyendas sobre los dioses y el leerlas. Los
cristianos
de los primeros siglos no hicieron más que generalizar y sistematizar
lo que los
paganos habían criticado y hecho en pleno paganismo.
Había llegado
el
momento, para la sociedad burguesa entonces naciente, para la sociedad
basada
sobre el principio de la propiedad individual y de la producción
mercantil, de
formular un ideal moral y una religión de conformidad con las nuevas
condiciones nacidas de los fenómenos económicos. Constituye un honor
para la
filosofía sofística de los griegos, el haber trazado las principales
líneas de
la nueva religión y del nuevo ideal moral. La obra moral de Sócrates y
de
Platón no ha sido todavía aventajada [19].
III
- EL
IDEAL
MORAL BURGUES
El ideal
heroico,
lógico y simple, reflejaba en el pensamiento la realidad ambiente, sin
extremadas exageraciones: erigía como primeras virtudes del alma humana
las cualidades
físicas y morales que debían reunir los héroes bárbaros para conquistar
y
conservar los bienes materiales, los cuales bienes les elevaban a la
primera
condición entre los ciudadanos más dignos y dichosos de la tierra.
La realidad de
la
naciente sociedad burguesa no correspondía a este ideal. Las riquezas,
los
honores y los placeres ya no eran el precio del valor y de las otras
virtudes
heroicas, tanto más cuanto que en nuestra sociedad capitalista la
propiedad no
es la recompensa del trabajo, del orden y de la economía. Sin embargo,
las
riquezas continuaban siendo el objeto e la actividad humana,
convirtiéndose más
y más en su único y supremo objeto. Para conseguir este objeto tan
ardientemente deseado, bastaba poner en acción las cualidades
heroicas, en
otra época tan apreciadas. Pero como la naturaleza humana no se había
despojado
de estas cualidades, aunque en las nuevas condiciones sociales
resultasen
inútiles y hasta perjudiciales "para abrirse paso en la vida", y como
en las repúblicas antiguas eran causas engendradoras de conflictos y de
guerras
civiles, urgía dominarlas, dándoles una satisfacción platónica, a fin
de
utilizarlas para la prosperidad y la conservación del nuevo orden
social.
Los sofistas
emprendieron la tarea. Unos, no pretendiendo desvirtuar la verdad,
reconocieron
y proclamaron bien alto que la posesión de las riquezas era "el supremo
bien" y que los placeres físicos e intelectuales que proporcionaban
constituían "la última aspiración del hombre". Sostenían
resueltamente el arte de conquistarlas por todos los medios, lícitos e
ilícitos
y el de escapar a las desagradables consecuencias que podía entrañar la
violación de las leyes y de las costumbres.
Otros sofistas,
tales como los cínicos y muchos estoicos, en abierta oposición contra
las leyes
y contra las costumbres, querían volver al estado presocial y
"vivir
según la naturaleza". Estos afectaban sentir despreció a las riquezas,
afirmando ostensiblemente que "el único rico era el sabio"; no
obstante, este desprecio afectado con las riquezas estaba en oposición
con la
manera de conducirse, con el sentimiento general, del que ellos no
podían
desprenderse y a menudo con el tono demasiado declamatorio que
empleaban.
Además, ni unos ni otros se preocupaban en querer dar un sentido
utilitario y
social a sus teorías morales, y esto era precisamente lo que reclamaba
la
democracia burguesa.
Otros sofistas,
tales como Sócrates, Platón y gran número de estoicos, abordaron de
frente el
problema moral: no erigieron en dogma el desprecio de las riquezas,
reconociendo, por el contrario, que eran una de las condiciones de vida
y hasta
de virtud, aunque habían dejado de ser su recompensa. El hombre justo
ya no
debía pedir al mundo exterior el premio de sus virtudes, sino buscarlo
en su
fuero interno, en su conciencia, que debía guiar por los principios
eternos,
colocados más allá del mundo de la realidad, que sólo podía esperar
obtenerlos
en la otra vida. No se sublevaban contra las leyes y las costumbres,
como los
cínicos; por el contrario, aconsejaban someterse y amoldarse a ellas,
recomendando a todos y cada uno que se conformasen con su suerte y con
su
situación social.
Así San Agustín
y
los Padres de la Iglesia impusieron como un deber a los esclavos
cristianos el
redoblar el celo para su amo en la tierra, a fin de merecer las gracias
del amo
celestial.
Sócrates, que
había vivido en intimidad con Pendes, y Platón, que había frecuentado
las
cortes de los tiranos de Siracusa, eran profundos políticos y no veían
en la
moral y en la religión más que instrumentos para gobernar los hombres
y
mantener el orden social.
Estos dos
sutiles
genios de la filosofía sofística, son los fundadores de la moral
individualista
de la burguesía, de la moral que sólo puede poner en contradicción las
palabras
y los actos y dar una sanción filosófica a la doble vida, a la vida
ideal,
pura, y a la vida práctica, impura; manifiesta contradicción una de
otra. Así
las "muy nobles y muy honestas damas" del siglo XVIII habían llegado
a hacer del amor una especie de partida doble, consolándose del amor
intelectual en que se deleitaban con amantes platónicos, y gozando
materialmente
del amor físico con sus maridos y con uno o más amantes.
La moral de
toda
sociedad basada sobre la producción mercantil, no puede substraerse a
una
manifiesta contradicción, que es consecuencia de los conflictos en que
se halla
envuelto el hombre burgués.
Si la burguesía
sólo mantiene su dictadura de clase por la fuerza, tiene precisión,
para
dominar la energía revolucionaria de las clases oprimidas, de hacerlas
creer
que su orden social es la realización más perfecta posible de los
eternos
principios que adornan la filosofía liberal, que Sócrates y Platón
habían
formulado más de cuatro siglos antes de Jesucristo.
La moral
religiosa no escapa a esta fatal contradicción. Si la más elevada
fórmula de
dicha moral es "amaos unos a otros", las iglesias cristianas, para
acreditar sus tiendas, sólo piensan en convertir a los heréticos por el
hierro
y por el fuego, a fin de substraerlos, dicen, de las penas eternas del
infierno.
El medio social
bárbaro, que engendraba la guerra y el comunismo del clan, llegó a
desenvolver
hasta los más elevados límites las nobles cualidades del ser humano;
las
cualidades físicas, el valor, el estoicismo moral; el medio social
burgués,
basado sobre la propiedad individual y la producción mercantil erige,
por el
contrario, en virtudes cardinales las peores cualidades del alma
humana, el
egoísmo, la hipocresía, la intriga y el engaño
[20].
La moral
burguesa, que Platón hace descender de lo alto de los cielos y que
coloca por
encima de dos viles intereses, refleja tan modestamente la realidad,
que los
sofistas, en vez de buscar una palabra nueva para designar el
principio, que
según Víctor Coussin es "la moral completa", emplearon el vocablo
corriente y le llamaron Bien: to agathon. Cuando
el ideal cristiano
se formó al lado y a continuación del ideal filosófico, experimentó
las mismas
contingencias. Los Padres de la Iglesia le imprimieron el sello de la
utilidad
vulgar.
Beatus,
que
les paganos empleaban para designar rico, y que
Varron define diciendo que es
"el que posee muchos bienes", qui multa bona possidet, en
el latín
eclesiástico quiere decir el que posee la gracia de Dios; Beatitud,
de cuya palabra
Petronio y los escritores de la decadencia se sirven para designar
riquezas
significa, bajo la pluma de San Jerónimo, felicidad celeste; Beatísimo,
el
epíteto dado por los escritores del paganismo al hombre opulento, se
aplica a
los patriarcas, a los padres de la Iglesia y a los santos.
La lengua nos
ha
demostrado que los bárbaros, por su procedimiento antropomórfico
acostumbrado,
habían incorporado sus virtudes morales a los bienes materiales. Pero
los
fenómenos económicos y los acontecimientos políticos, que prepararon el
terreno
para el advenimiento del modo de producción y de cambio de la
burguesía,
rompieron la primitiva unión establecida entre lo moral y lo material.
El
bárbaro no se avergonzaba de esta unión, pues eran las cualidades
físicas y
morales, de las que él resultaba el más acérrimo defensor, las que
ponía en
acción con la conquista y conservación de los bienes materiales; el
burgués,
por el contrario, se avergüenza de las bajas acciones que ha de
realizar para
llegar a hacer fortuna: por eso quiere hacer creer y acaba por creerlo
él
mismo, que su alma se eleva por encima de la materia y se nutre de
verdades
eternas y de principios inmutables. Pero la lengua, incorregible
denunciadora,
nos revela que bajo el tupido velo de la moral más pura se esconde el
ídolo soberano
de los capitalistas, el Bien, el Dios-propiedad.
La moral, lo
propio que los demás fenómenos de la actividad humana, cae bajo la ley
del
materialismo económico formulado por Marx: "El modo de producción de
la
vida material domina en general el desenvolvimiento de la vida social,
política
e intelectual".
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Entre estos
mercenarios de las virtudes heroicas había un número considerable de
patricios,
despojados de sus bienes por la usura y las guerras civiles, mientras
que los
ricos contaban en sus filas a muchas gentes enriquecidas por el
comercio, la
usura y hasta por la guerra realizada por otros. Así, al empezarse la
guerra
del Peloponeso, cuando Corinto preparó su expedición contra Córcega, el
Estado
prometió a los que se alistasen el reparto de las tierras conquistadas,
y
ofreció las mismas ventajas a los que, sin tomar parte en la campaña,
hiciesen
un donativo de 50 dracmas.
El ideal
heroico
había quedado destruido, sembrando el desorden y la confusión en las
ideas
morales y repercutiendo esta confusión en las ideas religiosas. En
Atenas
continuaba predominando la superstición más brutal, que hacía condenar
a muerte
a Anaxágoras, a Diágoras, a Sócrates y que quemaba las obras de
Protágoras por
impías contra los dioses, al mismo tiempo que los autores cómicos
lanzaban
contra los dioses y contra sus sacerdotes, que era más atrevido aún,
los más
audaces y los más cínicos ataques; los demagogos y los tiranos
profanaban sus
templos y robaban los tesoros sagrados y durante la noche los
libertinos
mancillaban y destruían las estatuas de los dioses colocadas en las
calles. Las
leyendas religiosas, trasmitidas desde la más remota antigüedad y
aceptadas
ingenuamente mientras encuadraban con las costumbres ambientes, eran
consideradas ofensivas por su rudeza, y mientras Pitágoras y Sócrates
pedían
la supresión de dichas leyendas, pretendiendo mutilar las obras de
Homero y de
Hesiodo e impedir la lectura de sus poemas, Epicuro declaraba que era
acto de
ateísmo el creer en las leyendas sobre los dioses y el leerlas. Los
cristianos
de los primeros siglos no hicieron más que generalizar y sistematizar
lo que los
paganos habían criticado y hecho en pleno paganismo.
Había llegado
el
momento, para la sociedad burguesa entonces naciente, para la sociedad
basada
sobre el principio de la propiedad individual y de la producción
mercantil, de
formular un ideal moral y una religión de conformidad con las nuevas
condiciones nacidas de los fenómenos económicos. Constituye un honor
para la
filosofía sofística de los griegos, el haber trazado las principales
líneas de
la nueva religión y del nuevo ideal moral. La obra moral de Sócrates y
de
Platón no ha sido todavía aventajada [19].
III
- EL
IDEAL
MORAL BURGUES
El ideal
heroico,
lógico y simple, reflejaba en el pensamiento la realidad ambiente, sin
extremadas exageraciones: erigía como primeras virtudes del alma humana
las cualidades
físicas y morales que debían reunir los héroes bárbaros para conquistar
y
conservar los bienes materiales, los cuales bienes les elevaban a la
primera
condición entre los ciudadanos más dignos y dichosos de la tierra.
La realidad de
la
naciente sociedad burguesa no correspondía a este ideal. Las riquezas,
los
honores y los placeres ya no eran el precio del valor y de las otras
virtudes
heroicas, tanto más cuanto que en nuestra sociedad capitalista la
propiedad no
es la recompensa del trabajo, del orden y de la economía. Sin embargo,
las
riquezas continuaban siendo el objeto e la actividad humana,
convirtiéndose más
y más en su único y supremo objeto. Para conseguir este objeto tan
ardientemente deseado, bastaba poner en acción las cualidades
heroicas, en
otra época tan apreciadas. Pero como la naturaleza humana no se había
despojado
de estas cualidades, aunque en las nuevas condiciones sociales
resultasen
inútiles y hasta perjudiciales "para abrirse paso en la vida", y como
en las repúblicas antiguas eran causas engendradoras de conflictos y de
guerras
civiles, urgía dominarlas, dándoles una satisfacción platónica, a fin
de
utilizarlas para la prosperidad y la conservación del nuevo orden
social.
Los sofistas
emprendieron la tarea. Unos, no pretendiendo desvirtuar la verdad,
reconocieron
y proclamaron bien alto que la posesión de las riquezas era "el supremo
bien" y que los placeres físicos e intelectuales que proporcionaban
constituían "la última aspiración del hombre". Sostenían
resueltamente el arte de conquistarlas por todos los medios, lícitos e
ilícitos
y el de escapar a las desagradables consecuencias que podía entrañar la
violación de las leyes y de las costumbres.
Otros sofistas,
tales como los cínicos y muchos estoicos, en abierta oposición contra
las leyes
y contra las costumbres, querían volver al estado presocial y
"vivir
según la naturaleza". Estos afectaban sentir despreció a las riquezas,
afirmando ostensiblemente que "el único rico era el sabio"; no
obstante, este desprecio afectado con las riquezas estaba en oposición
con la
manera de conducirse, con el sentimiento general, del que ellos no
podían
desprenderse y a menudo con el tono demasiado declamatorio que
empleaban.
Además, ni unos ni otros se preocupaban en querer dar un sentido
utilitario y
social a sus teorías morales, y esto era precisamente lo que reclamaba
la
democracia burguesa.
Otros sofistas,
tales como Sócrates, Platón y gran número de estoicos, abordaron de
frente el
problema moral: no erigieron en dogma el desprecio de las riquezas,
reconociendo, por el contrario, que eran una de las condiciones de vida
y hasta
de virtud, aunque habían dejado de ser su recompensa. El hombre justo
ya no
debía pedir al mundo exterior el premio de sus virtudes, sino buscarlo
en su
fuero interno, en su conciencia, que debía guiar por los principios
eternos,
colocados más allá del mundo de la realidad, que sólo podía esperar
obtenerlos
en la otra vida. No se sublevaban contra las leyes y las costumbres,
como los
cínicos; por el contrario, aconsejaban someterse y amoldarse a ellas,
recomendando a todos y cada uno que se conformasen con su suerte y con
su
situación social.
Así San Agustín
y
los Padres de la Iglesia impusieron como un deber a los esclavos
cristianos el
redoblar el celo para su amo en la tierra, a fin de merecer las gracias
del amo
celestial.
Sócrates, que
había vivido en intimidad con Pendes, y Platón, que había frecuentado
las
cortes de los tiranos de Siracusa, eran profundos políticos y no veían
en la
moral y en la religión más que instrumentos para gobernar los hombres
y
mantener el orden social.
Estos dos
sutiles
genios de la filosofía sofística, son los fundadores de la moral
individualista
de la burguesía, de la moral que sólo puede poner en contradicción las
palabras
y los actos y dar una sanción filosófica a la doble vida, a la vida
ideal,
pura, y a la vida práctica, impura; manifiesta contradicción una de
otra. Así
las "muy nobles y muy honestas damas" del siglo XVIII habían llegado
a hacer del amor una especie de partida doble, consolándose del amor
intelectual en que se deleitaban con amantes platónicos, y gozando
materialmente
del amor físico con sus maridos y con uno o más amantes.
La moral de
toda
sociedad basada sobre la producción mercantil, no puede substraerse a
una
manifiesta contradicción, que es consecuencia de los conflictos en que
se halla
envuelto el hombre burgués.
Si la burguesía
sólo mantiene su dictadura de clase por la fuerza, tiene precisión,
para
dominar la energía revolucionaria de las clases oprimidas, de hacerlas
creer
que su orden social es la realización más perfecta posible de los
eternos
principios que adornan la filosofía liberal, que Sócrates y Platón
habían
formulado más de cuatro siglos antes de Jesucristo.
La moral
religiosa no escapa a esta fatal contradicción. Si la más elevada
fórmula de
dicha moral es "amaos unos a otros", las iglesias cristianas, para
acreditar sus tiendas, sólo piensan en convertir a los heréticos por el
hierro
y por el fuego, a fin de substraerlos, dicen, de las penas eternas del
infierno.
El medio social
bárbaro, que engendraba la guerra y el comunismo del clan, llegó a
desenvolver
hasta los más elevados límites las nobles cualidades del ser humano;
las
cualidades físicas, el valor, el estoicismo moral; el medio social
burgués,
basado sobre la propiedad individual y la producción mercantil erige,
por el
contrario, en virtudes cardinales las peores cualidades del alma
humana, el
egoísmo, la hipocresía, la intriga y el engaño
[20].
La moral
burguesa, que Platón hace descender de lo alto de los cielos y que
coloca por
encima de dos viles intereses, refleja tan modestamente la realidad,
que los
sofistas, en vez de buscar una palabra nueva para designar el
principio, que
según Víctor Coussin es "la moral completa", emplearon el vocablo
corriente y le llamaron Bien: to agathon. Cuando
el ideal cristiano
se formó al lado y a continuación del ideal filosófico, experimentó
las mismas
contingencias. Los Padres de la Iglesia le imprimieron el sello de la
utilidad
vulgar.
Beatus,
que
les paganos empleaban para designar rico, y que
Varron define diciendo que es
"el que posee muchos bienes", qui multa bona possidet, en
el latín
eclesiástico quiere decir el que posee la gracia de Dios; Beatitud,
de cuya palabra
Petronio y los escritores de la decadencia se sirven para designar
riquezas
significa, bajo la pluma de San Jerónimo, felicidad celeste; Beatísimo,
el
epíteto dado por los escritores del paganismo al hombre opulento, se
aplica a
los patriarcas, a los padres de la Iglesia y a los santos.
La lengua nos
ha
demostrado que los bárbaros, por su procedimiento antropomórfico
acostumbrado,
habían incorporado sus virtudes morales a los bienes materiales. Pero
los
fenómenos económicos y los acontecimientos políticos, que prepararon el
terreno
para el advenimiento del modo de producción y de cambio de la
burguesía,
rompieron la primitiva unión establecida entre lo moral y lo material.
El
bárbaro no se avergonzaba de esta unión, pues eran las cualidades
físicas y
morales, de las que él resultaba el más acérrimo defensor, las que
ponía en
acción con la conquista y conservación de los bienes materiales; el
burgués,
por el contrario, se avergüenza de las bajas acciones que ha de
realizar para
llegar a hacer fortuna: por eso quiere hacer creer y acaba por creerlo
él
mismo, que su alma se eleva por encima de la materia y se nutre de
verdades
eternas y de principios inmutables. Pero la lengua, incorregible
denunciadora,
nos revela que bajo el tupido velo de la moral más pura se esconde el
ídolo soberano
de los capitalistas, el Bien, el Dios-propiedad.
La moral, lo
propio que los demás fenómenos de la actividad humana, cae bajo la ley
del
materialismo económico formulado por Marx: "El modo de producción de
la
vida material domina en general el desenvolvimiento de la vida social,
política
e intelectual".
[13] Jesucristo, San Pablo y los Apóstoles
participaban de la opinión
de los salvajes: en su concepto, las enfermedades eran obra del
demonio,
enemigo del género humano, San Mateo,
IX, 83. San Lucas, XI,
14. Actos
de los
Apóstoles, XIX, 12, etc. Esta superstición ha
encendido durante
siglos las hogueras de la católica Europa, entregando al verdugo
infinidad de
supersticiosos.
[14] Esta carencia de palabra asombra a los
antiguos: el historiador
Josefo observa con gran extrañeza que en la Ilíada la
palabra nomos,
que más tarde debía
significar ley, no es empleada jamás en este sentido.
[15] Demóstenes, en una de sus defensas civiles,
cita un artículo de la
ley de Dracón, que concedía a todo ateniense el derecho de vida y de
muerte
sobre cinco mujeres; su esposa, su hija, su madre, su hermana y su
concubina.
Las Gragas
que son las antiguas leyes de Islandia,
consignaban el mismo
derecho, añadiendo las hijas adoptivas. Si más tarde, en la época de
Solón las
costumbres se habían modificado, pareciendo las leyes de Dracón
demasiado
sanguinarias, no por eso fueron abolidas, "aunque por acuerdo tácito de
los atenienses, dice Aulo-Gelio, no se aplicaban".
Las primeras
leyes, precisamente porque
fijaban y consagraban las costumbres de los antecesores, no eran jamás
abolidas; subsistían, aunque estuviesen en contradicción con las nuevas
leyes.
Así el Código de Manú conserva una al lado de otra la ley que ordena el
reparto
igual entre los hermanos y la que establece heredero al hijo mayor. La
ley de
las Doce Tablas no abolió en Roma las leyes reales. La piedra sobre la
cual
estaban grabadas estas últimas, era inviolable.
[16] La palabra soldado, que en las lenguas
europeas ha substituido la
de guerrero (Soldier,
inglés, soldat,
alemán y francés, soldato, italiano,
etc.), deriva de solidus, sueldo.
Del salario que percibe es de donde deriva,
pues, el nombre que se da a los soldados. Históricamente, el soldado es
el
primer asalariado.
[17] Un fenómeno parecido se produjo, hacia el
final de la Edad Media.
El señor feudal sólo tenía derecho a percibir los diezmos y el servicio
personal de sus vasallos mediante la condición de defenderles contra
los
numerosos enemigos que los rodeaban. Pero cuando, por efecto de
acontecimientos
económicos y políticos reinó la paz, el señor no tuvo para qué realizar
un
papel de protector, lo cual no fue obstáculo para seguir manteniendo y
aún
agravando los tributos y la dominación, que ya no tenían razón de ser.
[18] La época capitalista ha producido un divorcio
análogo, no menos
brutal y fecundo en efectos revolucionarios. Durante los primeros
tiempos de
dicho periodo, a principios del siglo pasado, el ideal del pequeño
burgués y
del artista adquirió determinada consistencia en la opinión pública: el
trabajo, el orden y la economía fueron considerados como estrechamente
unidos a
la propiedad. Estas virtudes morales conducían entonces a la posesión
de los
bienes materiales. Los economistas y moralistas burgueses pueden seguir
repitiendo, como cotorras, que la propiedad es el fruto del trabajo,
pero ya no
es su recompensa. Las virtudes del ideal artista y pequeño burgués sólo
conducen al asalariado, a la oficina de beneficencia y al hospital.
[19] Debe entenderse por producción mercantil
aquella en la cual el
trabajador produce, no para el consumo suyo o el de su familia, sino
para la
venta. Esta forma de
producción, que caracteriza
la sociedad burguesa, se distingue absolutamente de las formas que la
han
precedido en las cuales se produce para el consumo, ora empleando
esclavos,
siervos o asalariados. Las familias patricias de la antigüedad, lo
mismo que
los señores de la Edad Media, hacían producir, en sus tierras y en sus
talleres, víveres, telas, armas, etc., y casi todo cuanto necesitaban,
no
cambiando más que el exceso de su consumo en determinadas épocas del
año.
[20]Los escritores burgueses tienen
la costumbre
de achacar todos los
vicios de la civilización a los bárbaros, a quienes los capitalistas
roban,
explotan y exterminan con el pretexto de civilizarles, cuando en
realidad lo
que lineen es corromperles física y moralmente con el alcohol, la
sífilis, la
biblia, el trabajo forzoso y el comercio.
Los viajeros
que se han puesto en contacto
con pueblos salvajes, no contaminados por la civilización, han quedado
sorprendidos
de sus virtudes morales, y Leibnitz, que vale tanto él solo como todos
los
filósofos del liberalismo, no podía menos que rendirles homenaje.
"Cónstame, dice, que los salvajes del Canadá viven unidos y en paz:
aunque
entre ellos no existe ninguna especie de magistrados, nunca o apenas
nunca se
ve en aquella parte del mundo, querellas, odios o guerra, a no ser
entre
hombres de distintas naciones o de distintas lenguas. Casi calificaría
este
hecho de milagro político, que Hobbes no hizo resaltar bastante. Los
mismos
niños, jugando juntos, rara vez llegan a las manos, y si en alguna
ocasión se
exceden algo, sus mismos compañeros bastan para hacerles entrar en
razón. No se
crea, por eso, que sean insensibles o de temperamento pasivo, sino muy
vivaces,
según lo demuestran en la venganza a las ofensas que reciben y en el
temple
con que desafían la adversidad. Si estos pueblos pudiesen unir un día
tan
grandes cualidades naturales a nuestras artes y a nuestros
conocimientos, a su
lado seríamos simples caricaturas humanas".
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