Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra encontrarme con vosotros al final de la XVIII
asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia, que ha tenido
por tema: «Los abuelos: su testimonio y su presencia en la familia».
Os doy las gracias por haber aceptado mi propuesta de Valencia, donde
dije: «Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo
familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas
generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe» (Encuentro festivo y testimonial, 8 de julio de 2006: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 14 de julio de 2006, p. 11). Saludo en
particular al cardenal Ricardo Vidal, arzobispo de Cebú, miembro del
comité de presidencia, que se ha hecho intérprete de los sentimientos de
todos vosotros, y dirijo un afectuoso saludo al querido cardenal
Alfonso López Trujillo, que desde hace dieciocho años guía con celo y
competencia el dicasterio. Sentimos su ausencia en medio de nosotros. Le
deseamos una pronta curación y oramos por él.
El tema que habéis afrontado es muy familiar a todos.
¿Quién no recuerda a sus abuelos? ¿Quién puede olvidar su presencia y su
testimonio en el hogar? ¡Cuántos de nosotros llevan su nombre como
signo de continuidad y de gratitud! Es costumbre en las familias,
después de su muerte, recordar su aniversario con una misa de sufragio
por ellos y, si es posible, con una visita al cementerio. Estos y otros
gestos de amor y de fe son manifestación de nuestra gratitud hacia
ellos. Por nosotros se entregaron, se sacrificaron y, en ciertos casos,
incluso se inmolaron.
La Iglesia ha prestado siempre una atención particular a
los abuelos, reconociendo que constituyen una gran riqueza desde el
punto de vista humano y social, así como desde el punto de vista
religioso y espiritual. Mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo
II —de este último acabamos de celebrar el tercer aniversario de su muerte—
intervinieron muchas veces, subrayando el aprecio que la comunidad
eclesial tiene por los ancianos, por su dedicación y por su
espiritualidad. En particular, Juan Pablo II, durante el jubileo del año
2000, convocó en septiembre, en la plaza de San Pedro, al mundo de la
«tercera edad», y en esa circunstancia dijo: «A pesar de las
limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto por
la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta
el final por la causa del reino de Dios». Son palabras contenidas en la
carta que aproximadamente un año antes, en octubre de 1999, había
dirigido a los ancianos, y que conserva intacta su actualidad humana,
social y cultural (Carta a los ancianos, n. 17: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1999, p. 7).
Vuestra asamblea plenaria ha afrontado el tema de la
presencia de los abuelos en la familia, en la Iglesia y en la sociedad,
con una mirada que abarca el pasado, el presente y el futuro. Analicemos
brevemente estos tres momentos. En el pasado, los abuelos desempeñaban
un papel importante en la vida y en el crecimiento de la familia.
Incluso en edad avanzada, seguían estando presentes entre sus hijos, con
sus nietos y, a veces, entre sus bisnietos, dando un testimonio vivo de
solicitud, sacrificio y entrega diaria sin reservas. Eran testigos de
una historia personal y comunitaria que seguía viviendo en sus recuerdos
y en su sabiduría.
Hoy, la evolución económica y social ha producido
profundos cambios en la vida de las familias. Los ancianos, entre los
cuales figuran muchos abuelos, se han encontrado en una especie de «zona
de aparcamiento»: algunos se sienten como una carga en la familia y
prefieren vivir solos o en residencias para ancianos, con todas las
consecuencias que se derivan de estas opciones.
Además, por desgracia, en muchas partes parece avanzar
la «cultura de la muerte», que amenaza también la etapa de la tercera
edad. Con creciente insistencia se llega incluso a proponer la eutanasia
como solución para resolver ciertas situaciones difíciles. La
ancianidad, con sus problemas relacionados también con los nuevos
contextos familiares y sociales a causa del desarrollo moderno, ha de
valorarse con atención, siempre a la luz de la verdad sobre el hombre,
sobre la familia y sobre la comunidad. Es preciso reaccionar siempre con
fuerza contra lo que deshumaniza a la sociedad. Estos problemas
interpelan fuertemente a las comunidades parroquiales y diocesanas, las
cuales se están esforzando por salir al paso de las exigencias modernas
con respecto a los ancianos.
Hay asociaciones y movimientos eclesiales que han
abrazado esta causa importante y urgente. Es necesario unirse para
derrotar juntos toda marginación, porque la mentalidad individualista no
sólo los atropella a ellos —los abuelos, las abuelas, los ancianos—,
sino a todos. Si, como en muchas partes se suele decir a menudo, los
abuelos constituyen un valioso recurso, es preciso hacer opciones
coherentes que permitan valorar lo mejor posible ese recurso.
Ojalá que los abuelos vuelvan a ser una presencia viva
en la familia, en la Iglesia y en la sociedad. Por lo que respecta a la
familia, los abuelos deben seguir siendo testigos de unidad, de valores
basados en la fidelidad a un único amor que suscita la fe y la alegría
de vivir. Los así llamados «nuevos modelos de familia» y el relativismo
generalizado han debilitado estos valores fundamentales del núcleo
familiar. Como con razón habéis observado durante vuestros trabajos, los
males de nuestra sociedad requieren remedios urgentes. Ante la crisis
de la familia, ¿no se podría recomenzar precisamente de la presencia y
del testimonio de los abuelos, que tienen una solidez mayor en valores y
en proyectos?
En efecto, no se puede proyectar el futuro sin hacer
referencia a un pasado rico en experiencias significativas y en puntos
de referencia espiritual y moral. Pensando en los abuelos, en su
testimonio de amor y de fidelidad a la vida, vienen a la memoria las
figuras bíblicas de Abraham y Sara, de Isabel y Zacarías, de Joaquín y
Ana, así como de los ancianos Simeón y Ana, o también Nicodemo: todos
ellos nos recuerdan que a cualquier edad el Señor pide a cada uno la
aportación de sus talentos.
Dirijamos ahora la mirada hacia el VI Encuentro mundial
de las familias, que se celebrará en México en enero de 2009. Saludo y
doy las gracias al cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de
México, aquí presente, por todo lo que ya ha realizado durante estos
meses de preparación juntamente con sus colaboradores. Todas las
familias cristianas del mundo miran a esta nación «siempre fiel» a la
Iglesia, que abrirá sus puertas a todas las familias del mundo. Invito a
las comunidades eclesiales, especialmente a los grupos familiares, a
los movimientos y a las asociaciones de familias, a prepararse
espiritualmente para este acontecimiento de gracia.
Venerados y queridos hermanos, os agradezco una vez más
vuestra visita y el trabajo realizado durante estos días; os aseguro mi
recuerdo en la oración, y de corazón os imparto a vosotros y a vuestros
seres queridos la bendición apostólica.