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~~CATECISMO~~: EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL PASTORES GREGIS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 18/11/2020 01:42 |
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL PASTORES GREGIS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II SOBRE EL OBISPO SERVIDOR DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO
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Espíritu y práctica de la pobreza en el Obispo
20. Los Padres sinodales, como signo de sintonía colegial, acogieron
la invitación que hice en la Liturgia de apertura del Sínodo, para que
la bienaventuranza evangélica de la pobreza fuese considerada como una
de las condiciones necesarias, en la situación actual, para llevar a
cabo un fecundo ministerio episcopal. También en esta ocasión, en la
asamblea de los Obispos quedó como impresa la figura de Cristo el Señor,
que «realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución»
e invita a la Iglesia, con sus pastores al frente, «a seguir el mismo
camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación»[87].
Por tanto, el Obispo, que quiere ser auténtico testigo y ministro del evangelio de la esperanza, ha de ser vir pauper.
Lo exige el testimonio que debe dar de Cristo pobre; lo exige también
la solicitud de la Iglesia para con los pobres, por los cuales se debe
hacer una opción preferencial. La opción del Obispo de vivir el propio
ministerio en la pobreza contribuye decididamente a hacer de la Iglesia
la «casa de los pobres».
Además, dicha opción da al Obispo una gran libertad interior en el
ejercicio del ministerio, favoreciendo una comunicación eficaz de los
frutos de la salvación. La autoridad episcopal se ha de ejercer con una
incansable generosidad y una inagotable gratuidad. Eso requiere por
parte del Obispo una confianza plena en la providencia del Padre
celestial, una comunión magnánima de bienes, un estilo de vida austero y
una conversión personal permanente. Sólo de este modo podrá participar
en las angustias y los sufrimientos del Pueblo de Dios, al que no sólo
debe guiar y alentar, sino con el cual debe ser solidario, compartiendo
sus problemas y alentando su esperanza.
Llevará a cabo este servicio con eficacia si su vida es sencilla,
sobria y, a la vez, activa y generosa, y si pone en el centro de la
comunidad cristiana, y no al margen, a quienes son considerados como los
últimos de nuestra sociedad[88].
Debe favorecer casi de modo natural la «fantasía de la caridad», que
pondrá de relieve, más que la eficacia de las ayudas prestadas, la
capacidad de compartir de manera fraterna. En efecto, en la Iglesia
apostólica, como atestiguan abundantemente los Hechos, la pobreza de
algunos provocaba la solidaridad de los otros con el resultado
sorprendente de que «no había entre ellos ningún necesitado» (Hch
4, 34). La Iglesia es deudora de esta profecía a un mundo angustiado
por los problemas del hambre y de la desigualdad entre los pueblos. En
esta perspectiva de compartir y de sencillez, el Obispo administra los
bienes de la Iglesia como el «buen padre de familia» y vigila que sean
empleados según los fines propios de la Iglesia: el culto de Dios, la
manutención de sus ministros, las obras de apostolado y las iniciativas
de caridad con los pobres.
Procurator pauperumha sido siempre un título de los pastores
de la Iglesia y debe serlo también hoy de manera concreta, para hacer
presente y elocuente el mensaje del Evangelio de Jesucristo como
fundamento de la esperanza de todos, pero especialmente de los que sólo
pueden esperar de Dios una vida más digna y un futuro mejor. Atraídas
por el ejemplo de los Pastores, la Iglesia y las Iglesias han de poner
en práctica la «opción preferencial por los pobres», que he indicado
como programa para el tercer milenio[89].
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Con la castidad al servicio de una Iglesia que refleja la pureza de Cristo
21. «Recibe este anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la
Iglesia, Esposa santa de Dios». Con estas palabras del Pontifical Romano
de la Ordenación[90],
se invita al Obispo a tomar conciencia de que asume el compromiso de
reflejar en sí mismo el amor virginal de Cristo por todos sus fieles.
Está llamado ante todo a suscitar entre ellos relaciones recíprocas
inspiradas en el respeto y la estima propias de una familia donde
florece el amor en el sentido de la exhortación del apóstol Pedro:
«Amaos unos a otros de corazón e intensamente. Mirad que habéis vuelto a
nacer, y no de un padre mortal, sino de uno inmortal, por medio de la
Palabra de Dios viva y duradera» (1 P 1, 22).
Mientras con su ejemplo y su palabra exhorta a los cristianos a
ofrecer sus cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), recuerda a todos que «la apariencia de este mundo pasa» (1 Co 7, 31), y por esto se debe vivir «aguardando la feliz esperanza» del retorno glorioso de Cristo (cf. Tt
2, 13). En particular, en su solicitud pastoral está cercano con su
afecto paterno a cuantos han abrazado la vida religiosa con la profesión
de los consejos evangélicos y ofrecen su precioso servicio a la
Iglesia. Además, sostiene y anima a los sacerdotes que, llamados por la
divina gracia, han asumido libremente el compromiso del celibato por el
Reino de los cielos, recordándoles a ellos y a sí mismo las motivaciones
evangélicas y espirituales de dicha opción, tan importante para el
servicio del Pueblo de Dios. En la Iglesia actual y en el mundo, el
testimonio del amor casto es, por un lado, una especie de terapia
espiritual para la humanidad y, por otro, una denuncia de la idolatría
del instinto sexual.
En el contexto social actual, el Obispo debe estar particularmente
cercano a su grey, y ante todo a sus sacerdotes, atento paternalmente a
sus dificultades ascéticas y espirituales, dándoles el apoyo oportuno
para favorecer su fidelidad a la vocación y a las exigencias de una
ejemplar santidad de vida en el ejercicio del ministerio. Además, en los
casos de faltas graves y sobre todo de delitos que perjudican el
testimonio mismo del Evangelio, especialmente por parte de los ministros
de la Iglesia, el Obispo ha de ser firme y decidido, justo y sereno.
Debe intervenir en seguida, según establecen las normas canónicas, tanto
para la corrección y el bien espiritual del ministro sagrado, como para
la reparación del escándalo y el restablecimiento de la justicia, así
como por lo que concierne a la protección y ayuda de las víctimas.
Con su palabra y su actuación atenta y paternal, el Obispo cumple el
compromiso de ofrecer al mundo la verdad de una Iglesia santa y casta en
sus ministros y en sus fieles. Actuando de este modo, el pastor va
delante de su grey como hizo Cristo, el Esposo, que entregó su vida por
nosotros y dejó a todos el ejemplo de un amor puro y virginal y, por eso
mismo, también fecundo y universal.
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Animador de una espiritualidad de comunión y de misión
22. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he subrayado la necesidad de «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión»[91].
Esta observación ha tenido amplio eco y ha sido recogida en la Asamblea
sinodal. Obviamente, el Obispo es el primero que, en su camino
espiritual, tiene el cometido de ser promotor y animador de una
espiritualidad de comunión, esforzándose incansablemente para que ésta
sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en
que se modela al hombre y al cristiano: en la parroquia, asociaciones
católicas, movimientos eclesiales, escuelas católicas o los oratorios.
De modo particular el Obispo ha de cuidar que la espiritualidad de
comunión se favorezca y desarrolle donde se educan los futuros
presbíteros, es decir, en los seminarios, así como en los noviciados y
casas religiosas, en los Institutos y en las Facultades teológicas.
Los puntos más importantes de esta promoción de la espiritualidad de
comunión los he indicado sintéticamente en la misma Carta apostólica.
Ahora es suficiente añadir que el Obispo ha de alentarla de manera
especial en su presbiterio, como también entre los diáconos, los
consagrados y las consagradas. Lo ha de hacer en el diálogo y encuentro
personal, pero también en encuentros comunitarios, por lo que debe
favorecer en la propia Iglesia particular momentos especiales para
disponerse mejor a la escucha de «lo que el Espíritu dice a las
Iglesias» (Ap 2, 7.11, etc.). Así ocurre en los retiros,
ejercicios espirituales y jornadas de espiritualidad, como también con
el uso prudente de los nuevos instrumentos de comunicación social, si
eso fuere oportuno para una mayor eficacia.
Para un Obispo, cultivar una espiritualidad de comunión quiere decir
también alimentar la comunión con el Romano Pontífice y con los demás
hermanos Obispos, especialmente dentro de la misma Conferencia Episcopal
y Provincia eclesiástica. Además, para superar el riesgo de la soledad y
el desaliento ante la magnitud y la desproporción de los problemas, el
Obispo necesita recurrir de buen grado, no sólo a la oración, sino
también a la amistad y comunión fraterna con sus Hermanos en el
episcopado.
Tanto en su fuente como en su modelo trinitario, la comunión se
manifiesta siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica.
Se favorece el dinamismo de comunión cuando se abre al horizonte y a las
urgencias de la misión, garantizando siempre el testimonio de la unidad
para que el mundo crea y ampliando la perspectiva del amor para que
todos alcancen la comunión trinitaria, de la cual proceden y a la cual
están destinados. Cuanto más intensa es la comunión, tanto más se
favorece la misión, especialmente cuando se vive en la pobreza del amor,
que es la capacidad de ir al encuentro de cada persona, grupo y cultura
sólo con la fuerza de la Cruz, spes unica y testimonio supremo del amor de Dios, que se manifiesta también como amor de fraternidad universal.
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Caminar en lo cotidiano
23. El realismo espiritual lleva a reconocer que el Obispo ha de
vivir la propia vocación a la santidad en el contexto de dificultades
externas e internas, de debilidades propias y ajenas, de imprevistos
cotidianos, de problemas personales e institucionales. Ésta es una
situación constante en la vida de los pastores, de la que san Gregorio
Magno da testimonio cuando constata con dolor: «Desde que he cargado
sobre mis hombros la responsabilidad, me es imposible guardar el
recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos.
Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas
Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y
actuación de los individuos en particular [...]. Estando mi espíritu
disperso y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder
reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al
ministerio de la palabra? [...] ¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de
atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la
montaña?»[92].
Para contrarrestar las tendencias dispersivas que intentan fragmentar
la unidad interior, el Obispo necesita cultivar un ritmo de vida
sereno, que favorezca el equilibrio mental, psicológico y afectivo, y lo
haga capaz de estar abierto para acoger a las personas y sus
interrogantes, en un contexto de auténtica participación en las
situaciones más diversas, alegres o tristes. El cuidado de la propia
salud en todas sus dimensiones es también para el Obispo un acto de amor
a los fieles y una garantía de mayor apertura y disponibilidad a las
mociones del Espíritu. A este respecto, son conocidas las
recomendaciones de san Carlos Borromeo, brillante figura de pastor, en
el discurso que pronunció en su último Sínodo: «¿Ejerces la cura de
almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan
pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque
es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente
estás, pero no de manera que te olvides de ti»[93].
El Obispo debe afrontar, pues, con equilibrio los múltiples
compromisos armonizándolos entre sí: la celebración de los misterios
divinos y la oración privada, el estudio personal y la programación
pastoral, el recogimiento y el descanso necesario. Con la ayuda de estos
medios para su vida espiritual, encontrará la paz del corazón
experimentando la profundidad de la comunión con la Trinidad, que lo ha
elegido y consagrado. Con la gracia que Dios le concede, debe desempeñar
cada día su ministerio, atento a las necesidades de la Iglesia y del
mundo, como testigo de la esperanza.
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Formación permanente del Obispo
24. En estrecha relación con el deber del Obispo de seguir
incansablemente la vía de la santidad viviendo una espiritualidad
cristocéntrica y eclesial, la Asamblea sinodal planteó también la
cuestión de su formación permanente. Ésta, necesaria para todos los
fieles, como se subrayó en los Sínodos anteriores y recordaron las
sucesivas Exhortaciones apostólicas Christifideles laici, Pastores dabo vobis y Vita consecrata,
debe considerarse necesaria especialmente para el Obispo, que tiene la
responsabilidad del progreso común y concorde de la Iglesia.
Como en el caso de los sacerdotes y las personas de vida consagrada,
la formación permanente es también para el Obispo una exigencia
intrínseca de su vocación y misión. En efecto, le permite discernir
mejor las nuevas indicaciones con las que Dios precisa y actualiza la
llamada inicial. El apóstol Pedro, después del «sígueme» del primer
encuentro con Cristo (cf. Mt 4, 19), volvió a oír que el
Resucitado, antes de dejar la tierra, le repetía la misma invitación,
anunciándole las fatigas y tribulaciones del futuro ministerio,
añadiendo: «Tú, sígueme» (Jn 21, 22). «Por tanto, hay un
'sígueme' que acompaña toda la vida y la misión del apóstol. Es un
'sígueme' que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta a
la muerte (cf. ibíd.), un 'sígueme' que puede significar una sequela Christi con el don total de sí en el martirio»[94].
Evidentemente, no se trata sólo de una adecuada puesta al día, como
exige un conocimiento realista de la situación de la Iglesia y del
mundo, que capacite al Pastor a vivir el presente con mente abierta y
corazón compasivo. A esta buena razón para una formación permanente
actualizada, se añaden otros motivos tanto de índole antropológica,
derivados del hecho de que la vida misma es un incesante camino hacia la
madurez, como de índole teológica, vinculados profundamente a la
naturaleza sacramental. En efecto, el Obispo debe «custodiar con amor
vigilante el 'misterio' del que es portador para el bien de la Iglesia y
de la humanidad»[95].
Para una puesta al día periódica, especialmente sobre algunos temas
de gran importancia, se requieren tiempos sosegados de escucha atenta,
comunión y diálogo con personas expertas –Obispos, sacerdotes,
religiosas y religiosos, laicos–, en un intercambio de experiencias
pastorales, conocimientos doctrinales y recursos espirituales que
proporcionarán un auténtico enriquecimiento personal. Para ello, los
Padres sinodales subrayaron la utilidad de cursos especiales de
formación para los Obispos, como los encuentros anuales promovidos por
la Congregación para los Obispos o por la de la Evangelización de los
Pueblos, para los Obispos ordenados recientemente. Al mismo tiempo, se
estimó conveniente que los Sínodos patriarcales, las Conferencias
nacionales y regionales, e incluso las Asambleas continentales de
Obispos organicen breves cursos de formación o jornadas de estudio, o de
actualización, así como también de ejercicios espirituales para los
Obispos.
Convendrá que la misma Presidencia de la Conferencia episcopal asuma
la tarea de preparar y realizar dichos programas de formación
permanente, animando a los Obispos a participar en estos cursos, a fin
de alcanzar también de este modo una más estrecha comunión entre los
Pastores, con vistas a una mayor eficacia pastoral en cada diócesis[96].
En cualquier caso, es evidente que, como la vida de la Iglesia, el
estilo de actuar, las iniciativas pastorales y las formas del ministerio
del Obispo evolucionan con el tiempo. Desde este punto de vista se
necesitaría también una actualización, en conformidad con las
disposiciones del Código de Derecho Canónico y en relación con los
nuevos desafíos y compromisos de la Iglesia en la sociedad. En este
contexto, la Asamblea sinodal propuso que se revisara el Directorio Ecclesiae imago,
publicado ya por la Congregación para los Obispos el 22 de febrero de
1973, adaptándolo a las nuevas exigencias de los tiempos y a los cambios
producidos en la Iglesia y en la vida pastoral[97].
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El ejemplo de los Obispos santos
25. Los Obispos encuentran siempre aliento en el ejemplo de Pastores
santos, tanto para su vida y su ministerio como para la propia
espiritualidad y su esfuerzo por adaptar la acción apostólica. En la
homilía de la Celebración eucarística de clausura del Sínodo, yo mismo
propuse la figura de santos Pastores, canonizados durante el último
siglo, como testimonio de una gracia del Espíritu que nunca ha faltado y
jamás faltará a la Iglesia[98].
La historia de la Iglesia, ya desde los Apóstoles, está plagada de
Pastores cuya doctrina y santidad, pueden iluminar y orientar el camino
espiritual de los Obispos del tercer milenio. Los testimonios gloriosos
de los grandes Pastores de los primeros siglos de la Iglesia, los
Fundadores de Iglesias particulares, los confesores de la fe y los
mártires que han dado la vida por Cristo en tiempos de persecución,
siguen siendo punto de referencia luminoso para los Obispos de nuestro
tiempo y en los que pueden encontrar indicaciones y estímulos en su
servicio al Evangelio.
En particular, muchos de ellos han sido ejemplares en la virtud de la
esperanza, cuando han alentado a su pueblo en tiempos difíciles, han
reconstruido las iglesias tras épocas de persecución y calamidad,
edificado hospicios para acoger a peregrinos y menesterosos, abierto
hospitales donde atender a enfermos y ancianos. Muchos Obispos han sido
guías clarividentes, que han abierto nuevos derroteros para su pueblo;
con la mirada fija en Cristo crucificado y resucitado, esperanza
nuestra, han dado respuestas positivas y creativas a los desafíos del
momento durante tiempos difíciles. Al principio del tercer milenio hay
también Pastores como éstos, que tienen una historia que contar, hecha
de fe anclada firmemente en la Cruz. Pastores que saben percibir las
aspiraciones humanas, asumirlas, purificarlas e interpretarlas a la luz
del Evangelio y que, por tanto, tienen también una historia que
construir junto con todo el pueblo confiado a ellos.
Por eso, cada Iglesia particular procurará celebrar a sus propios
santos Obispos y recordar también a los Pastores que han dejado en el
pueblo una huella especial de admiración y cariño por su vida santa y su
preclara doctrina. Ellos son los vigías espirituales que desde el cielo
orientan el camino de la Iglesia peregrina en el tiempo. Por eso la
Asamblea sinodal, para que se conserve siempre viva la memoria de la
fidelidad de los Obispos eminentes en el ejercicio de su ministerio,
recomendó que las Iglesias particulares o, según el caso, las
Conferencias episcopales, se preocupasen de dar a conocer su figura a
los fieles con biografías actualizadas y, en los casos oportunos, tomen
en consideración la conveniencia de introducir sus causas de
canonización[99].
El testimonio de una vida espiritual y apostólica plenamente
realizada sigue siendo hoy la gran prueba de la fuerza del Evangelio
para transformar a las personas y comunidades, dando entrada en el mundo
y en la historia a la santidad misma de Dios. Esto es también un motivo
de esperanza, especialmente para las nuevas generaciones, que esperan
de la Iglesia propuestas estimulantes en las cuales inspirarse para el
compromiso de renovar en Cristo a la sociedad de nuestro tiempo.
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CAPÍTULO III MAESTRO DE LA FE Y HERALDO DE LA PALABRA
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva» (Mc 16, 15)
26. Jesús resucitado confió a sus apóstoles la misión de «hacer
discípulos» a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo que Él
mismo había mandado. Así pues, se ha encomendado solemnemente a la
Iglesia, comunidad de los discípulos del Señor crucificado y resucitado,
la tarea de predicar el Evangelio a todas las criaturas. Es un cometido
que durará hasta al final de los tiempos. Desde aquel primer momento,
ya no es posible pensar en la Iglesia sin esta misión evangelizadora. Es
una convicción que el apóstol Pablo expresó con las conocidas palabras:
«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más
bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!»
(1 Co 9, 16).
Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia
y de cada uno de sus hijos, lo es por un título especial de los Obispos
que, en el día de la sagrada Ordenación, la cual los introduce en la
sucesión apostólica, asumen como compromiso principal predicar el
Evangelio a los hombres y hacerlo « invitándoles a creer por la fuerza
del Espíritu o confirmándolos en la fe viva»[100].
La actividad evangelizadora del Obispo, orientada a conducir a los
hombres a la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación
preeminente de su paternidad. Por tanto, puede repetir con Pablo: «Pues
aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido
muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo
Jesús» (1 Co 4, 15). Precisamente por este dinamismo generador
de vida nueva según el Espíritu, el ministerio episcopal se manifiesta
en el mundo como un signo de esperanza para los pueblos y para cada
persona.
Por eso, los Padres sinodales recordaron muy oportunamente que el
anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar y que el Obispo es el
primer predicador del Evangelio con la palabra y con el testimonio de
vida. Debe ser consciente de los desafíos que el momento actual lleva
consigo y tener la valentía de afrontarlos. Todos los Obispos, como
ministros de la verdad, han de cumplir este cometido con vigor y
confianza[101].
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Cristo, en el corazón del Evangelio y del hombre
27. El tema del anuncio del Evangelio predominó en las intervenciones
de los Padres sinodales, que en repetidas ocasiones y de varios modos
afirmaron cómo el centro vivo del anuncio del Evangelio es Cristo
crucificado y resucitado para la salvación de todos los hombres[102].
En efecto, Cristo es el corazón de la evangelización, cuyo programa
«se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar
e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la
historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un
programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque
tiene en cuenta el tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una
comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el
tercer milenio»[103].
De Cristo, corazón del Evangelio, arrancan todas las demás verdades
de la fe y se irradia también la esperanza para todos los seres humanos.
En efecto, es la luz que ilumina a todo hombre y quien es regenerado en
Él recibe las primicias del Espíritu, que le hace capaz de cumplir la
ley nueva del amor[104].
Por eso el Obispo, en virtud de su misión apostólica, está capacitado
para introducir a su pueblo en el corazón del misterio de la fe, donde
podrá encontrar a la persona viva de Jesucristo. Los fieles comprenderán
así que toda la experiencia cristiana tiene su fuente y su punto de
referencia ineludible en la Pascua de Jesús, vencedor del pecado y de la
muerte[105].
El anuncio de la muerte y resurrección del Señor «no puede por menos
de incluir el anuncio profético de un más allá, vocación profunda y
definitiva del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con la
situación presente: más allá del tiempo y de la historia, más allá de la
realidad de este mundo, cuya imagen pasa [...]. La evangelización
comprende además la predicación de la esperanza en las promesas hechas
por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo»[106].
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El Obispo, oyente y custodio de la Palabra
28. El Concilio Vaticano II, siguiendo la línea indicada por la
tradición de la Iglesia, afirma que la misión de enseñar propia de los
Obispos consiste en conservar santamente y anunciar con audacia la fe[107].
Desde este punto de vista se manifiesta toda la riqueza del gesto
previsto en el Rito Romano de Ordenación episcopal, cuando se pone el
Evangeliario abierto sobre la cabeza del electo. Con ello se quiere
expresar, de una parte, que la Palabra arropa y protege el ministerio
del Obispo y, de otra, que ha de vivir completamente sumiso a la Palabra
de Dios mediante la dedicación cotidiana a la predicación del Evangelio
con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 4, 2). Los Padres
sinodales recordaron también varias veces que el Obispo es quien
conserva con amor la Palabra de Dios y la defiende con valor,
testimoniando su mensaje de salvación. Efectivamente, el sentido del munus docendi episcopal surge de la naturaleza misma de lo que se debe custodiar, esto es, el depósito de la fe.
En la Sagrada Escritura de ambos Testamentos y en la Tradición,
nuestro Señor Jesucristo confió a su Iglesia el único depósito de la
Revelación divina, que es como «el espejo en que la Iglesia peregrina
contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue a
verlo cara a cara, como Él es»[108].
Esto es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos hasta hoy: las
diversas comunidades, acogiendo la Palabra siempre nueva y eficaz a
través de los tiempos, han escuchado dócilmente la voz del Espíritu
Santo, comprometiéndose a hacerla viva y activa en cada uno de los
períodos de la historia. Así, la Palabra transmitida, la Tradición, se
ha hecho cada vez más conscientemente Palabra de vida y, entre tanto, la
tarea de anunciarla y custodiarla se ha realizado progresivamente, bajo
la guía y la asistencia del Espíritu de Verdad, como una transmisión
incesante de todo lo que la Iglesia es y de todo lo que ella cree[109].
Esta Tradición, que tiene su origen en los Apóstoles, progresa en la
vida de la Iglesia, como ha enseñado el Concilio Vaticano II. De modo
similar crece y se desarrolla la comprensión de las cosas y las palabras
transmitidas, de manera que al creer, practicar y profesar la fe
transmitida, se establece una maravillosa concordia entre Obispos y
fieles[110].
Así pues, en la búsqueda de la fidelidad al Espíritu, que habla en la
Iglesia, fieles y pastores se encuentran y establecen los vínculos
profundos de fe que son el primer momento del sensus fidei. A
este respecto, es útil oír de nuevo las palabras del Concilio: «La
totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn
2, 20 y 27) no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad
suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el
pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último de los laicos
cristianos' muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y
de moral»[111].
Por eso, para el Obispo, la vida de la Iglesia y la vida en la
Iglesia es una condición para el ejercicio de su misión de enseñar. El
Obispo tiene su identidad y su puesto dentro de la comunidad de los
discípulos del Señor, donde ha recibido el don de la vida divina y la
primera enseñanza de la fe. Todo Obispo, especialmente cuando desde su
Cátedra episcopal ejerce ante la asamblea de los fieles su función de
maestro en la Iglesia, debe poder decir como san Agustín: «considerando
el puesto que ocupamos, somos vuestros maestros, pero respecto al único
maestro, somos con vosotros condiscípulos en la misma escuela»[112].
En la Iglesia, escuela del Dios vivo, Obispos y fieles son todos
condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el Espíritu.
El Espíritu imparte su enseñanza interior de muchas maneras. En el
corazón de cada uno, ante todo, en la vida de las Iglesias particulares,
donde surgen y se hacen oír las diversas necesidades de las personas y
de las varias comunidades eclesiales, mediante lenguajes conocidos, pero
también diversos y nuevos.
También se escucha al Espíritu cuando suscita en la Iglesia
diferentes formas de carismas y servicios. Por este motivo, en el Aula
sinodal se pronunciaron reiteradamente palabras que exhortaban al Obispo
al encuentro directo y al contacto personal con los fieles de las
comunidades confiadas a su cuidado pastoral, siguiendo el modelo del
Buen Pastor que conoce a sus ovejas y las llama a cada una por su
nombre. En efecto, el encuentro frecuente del Obispo con sus
presbíteros, en primer lugar, con los diáconos, los consagrados y sus
comunidades, con los fieles laicos, tanto personalmente como en las
diversas asociaciones, tiene gran importancia para el ejercicio de un
ministerio eficaz entre el Pueblo de Dios.
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El servicio auténtico y autorizado de la Palabra
29. Con la Ordenación episcopal cada Obispo ha recibido la misión
fundamental de anunciar autorizadamente la Palabra. El Obispo, en virtud
de la sagrada Ordenación, es maestro auténtico que predica al pueblo a
él confiado la fe que se ha de creer y aplicar a la vida moral. Eso
quiere decir que los Obispos están revestidos de la autoridad misma de
Cristo y que, por esta razón fundamental, « cuando enseñan en comunión
con el Romano Pontífice, merecen el respeto de todos, pues son los
testigos de la verdad divina y católica. Los fieles, por su parte, deben
adherirse a la decisión que sobre materia de fe y costumbres ha tomado
su Obispo en nombre de Cristo y aceptarla con espíritu de obediencia
religiosa»[113]. En este servicio a la Verdad, el Obispo se sitúa ante la comunidad y es para ella, a la cual orienta su solicitud pastoral y por la cual eleva insistentemente sus plegarias a Dios.
Así pues, el Obispo transmite a sus hermanos, a los que cuida como el
Buen Pastor, lo que escucha y recibe del corazón de la Iglesia. En él
se completa el sensus fidei. En efecto, el Concilio Vaticano II
enseña: «El Espíritu de la verdad suscita y sostiene ese sentido de la
fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio al que
obedece con fidelidad, recibe, no ya una simple palabra humana, sino la
palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). Así se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre (Judas 3), la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente a la vida»[114].
Es, pues, una palabra que, en el seno de la comunidad y ante ella, ya
no es simplemente palabra del Obispo como persona privada, sino del
Pastor que confirma en la fe, reúne en torno al misterio de Dios y
engendra vida.
Los fieles necesitan la palabra de su Obispo; necesitan confirmar y
purificar su fe. La Asamblea sinodal subrayó esto, indicando algunos
ámbitos específicos en los que más se advierte esta necesidad. Uno de
ellos es el primer anuncio o kerygma, siempre necesario para
suscitar la obediencia de la fe, pero que es más urgente aún en la
situación actual, caracterizada por la indiferencia y la ignorancia
religiosa de muchos cristianos[115].
También es evidente que, en el ámbito de la catequesis, el Obispo es el
catequista por excelencia. La gran influencia que han tenido grandes y
santos Obispos, cuyos textos catequéticos se consultan aún hoy con
admiración, es un motivo más para subrayar que la tarea del Obispo de
asumir la alta dirección de la catequesis es siempre actual. En este
cometido, debe referirse al Catecismo de la Iglesia Católica.
Por esto sigue siendo válido lo que escribí en la Exhortación apostólica Catechesi tradendae:
«En el campo de la catequesis tenéis vosotros, queridísimos Hermanos
[Obispos], una misión particular en vuestras Iglesias: en ellas sois los
primeros responsables de la catequesis»[116].
Por eso el Obispo debe ocuparse de que la propia Iglesia particular dé
prioridad efectiva a una catequesis activa y eficaz. Más aún, él mismo
ha de ejercer su solicitud mediante intervenciones directas que susciten
y conserven también una auténtica pasión por la catequesis[117].
Consciente de su responsabilidad en la transmisión y educación de la
fe, el Obispo se ha de esforzar para que tengan una disposición similar
cuantos, por su vocación y misión, están llamados a transmitir la fe. Se
trata de los sacerdotes y diáconos, personas consagradas, padres y
madres de familia, agentes pastorales y, especialmente los catequistas,
así como los profesores de teología y de ciencias eclesiásticas, o los
que imparten clases de religión católica[118]. Por eso, el Obispo cuidará la formación inicial y permanente de todos ellos.
Para este cometido resulta especialmente útil el diálogo abierto y la
colaboración con los teólogos, a los que corresponde profundizar con
métodos apropiados la insondable riqueza del misterio de Cristo. El
Obispo ha de ofrecerles aliento y apoyo, tanto a ellos como a las
instituciones escolares y académicas en que trabajan, para que
desempeñen su tarea al servicio del Pueblo de Dios con fidelidad a la
Tradición y teniendo en cuenta las cuestiones actuales[119].
Cuando se vea oportuno, los Obispos deben defender con firmeza la
unidad y la integridad de la fe, juzgando con autoridad lo que está o no
conforme con la Palabra de Dios[120].
Los Padres sinodales llamaron también la atención de los Obispos
sobre su responsabilidad magisterial en materia de moral. Las normas que
propone la Iglesia reflejan los mandamientos divinos, que se sintetizan
y culminan en el mandamiento evangélico de la caridad. Toda norma
divina tiende al mayor bien del ser humano, y hoy vale también la
recomendación del Deuteronomio: «Seguid en todo el camino que el Señor
vuestro Dios os ha trazado: así viviréis, seréis felices» (5, 33). Por
otro lado, no se ha de olvidar que los mandamientos del Decálogo tienen
un firme arraigo en la naturaleza humana misma y que, por tanto, los
valores que defienden tienen validez universal. Esto vale especialmente
por lo que se refiere a la vida humana, que se ha de proteger desde la
concepción hasta a su término con la muerte natural, la libertad de las
personas y de las naciones, la justicia social y las estructuras para
ponerla en práctica[121].
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Ministerio episcopal e inculturación del Evangelio
30. La evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio
forman parte de la nueva evangelización y, por tanto, son un cometido
propio de la función episcopal. A este respecto, tomando algunas de mis
expresiones anteriores, el Sínodo repitió: «Una fe que no se convierte
en cultura, es una fe no acogida, no totalmente pensada, no fielmente
vivida»[122].
En realidad, éste es un cometido antiguo y siempre nuevo, que tiene
su origen en el misterio mismo de la Encarnación y su razón de ser en la
capacidad intrínseca del Evangelio para arraigar, impregnar y promover
toda cultura, purificándola y abriéndola a la plenitud de la verdad y la
vida que se ha realizado en Cristo Jesús. A este tema se ha prestado
mucha atención durante los Sínodos continentales, que han dado valiosas
indicaciones. Yo mismo me he referido a él en varias ocasiones.
Por tanto, considerando los valores culturales del territorio en que
vive su Iglesia particular, el Obispo ha de esforzarse para que se
anuncie el Evangelio en su integridad, de modo que llegue a modelar el
corazón de los hombres y las costumbres de los pueblos. En esta empresa
evangelizadora puede ser preciosa la contribución de los teólogos, así
como la de los expertos en el patrimonio cultural, artístico e histórico
de la diócesis, que tanto en la antigua como en la nueva
evangelización, es un instrumento pastoral eficaz[123].
Los medios de comunicación social tienen también gran importancia
para transmitir la fe y anunciar el Evangelio en los «nuevos areópagos»;
los Padres sinodales pusieron su atención en ello y alentaron a los
Obispos para que haya una mayor colaboración entre las Conferencias
episcopales, tanto en el ámbito nacional como internacional, con el fin
de que se llegue a una actividad de mayor cualidad en este delicado y
precioso ámbito de la vida social[124].
En realidad, cuando se trata del anuncio del Evangelio, es importante
preocuparse de que la propuesta, además de ortodoxa, sea incisiva y
promueva su escucha y acogida. Evidentemente, esto comporta el
compromiso de dedicar, especialmente en los Seminarios, un espacio
adecuado para la formación de los candidatos al sacerdocio sobre el
empleo de los medios de comunicación social, de manera que los
evangelizadores sean buenos predicadores y buenos comunicadores.
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Predicar con la palabra y el ejemplo
31. El ministerio del Obispo, como pregonero del Evangelio y custodio
de la fe en el Pueblo de Dios, no quedaría completamente descrito si
faltara una referencia al deber de la coherencia personal: su enseñanza
ha de proseguir con el testimonio y con el ejemplo de una auténtica vida
de fe. Si el Obispo, que enseña a la comunidad la Palabra escuchada con
una autoridad ejercida en el nombre de Jesucristo[125], no vive lo que enseña, transmite a la comunidad misma un mensaje contradictorio.
Así resulta claro que todas las actividades del Obispo deben
orientarse a proclamar el Evangelio, «que es una fuerza de Dios para la
salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). Su cometido esencial es ayudar al Pueblo de Dios a que corresponda a la Revelación con la obediencia de la fe (cf. Rm
1, 5) y abrace íntegramente la enseñanza de Cristo. Podría decirse que,
en el Obispo, misión y vida se unen de tal de manera que no se puede
pensar en ellas como si fueran dos cosas distintas: Nosotros, Obispos, somos nuestra propia misión.
Si no la realizáramos, no seríamos nosotros mismos. Con el testimonio
de la propia fe nuestra vida se convierte en signo visible de la
presencia de Cristo en nuestras comunidades.
El testimonio de vida es para el Obispo como un nuevo título de
autoridad, que se añade al título objetivo recibido en la consagración. A
la autoridad se une el prestigio. Ambos son necesarios. En efecto, de
una se deriva la exigencia objetiva de la adhesión de los fieles a la
enseñanza auténtica del Obispo; por el otro se facilita la confianza en
su mensaje. A este respecto, parece oportuno recordar las palabras
escritas por un gran Obispo de la Iglesia antigua, san Hilario de
Poitiers: «El bienaventurado apóstol Pablo, queriendo definir el tipo
ideal de Obispo y formar con su enseñanza un hombre de Iglesia
completamente nuevo, explicó lo que, por decirlo así, debía ser su
máxima perfección. Dijo que debía profesar una doctrina segura, acorde
con la enseñanza, de tal modo que pudiera exhortar a la sana doctrina y
refutar a quienes la contradijeran [...]. Por un lado, un ministro de
vida irreprochable, si no es culto, conseguirá sólo ayudarse a sí mismo;
por otro, un ministro culto pierde la autoridad que proviene de su
cultura si su vida no es irreprensible»[126].
El apóstol Pablo nos indica una vez más la conducta a seguir con
estas palabras: «Muéstrate dechado de buenas obras: pureza de doctrina,
dignidad, palabra sana, intachable, para que el adversario se
avergüence, no teniendo nada malo que decir de nosotros» (Tt 2, 7-8).
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CAPÍTULO IV MINISTRO DE LA GRACIA DEL SUPREMO SACERDOCIO
«Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos»(1 Co 1, 2)
32. Al tratar sobre una de las funciones primeras y fundamentales del
Obispo, el ministerio de la santificación, pienso en las palabras que
el apóstol Pablo dirigió a los fieles de Corinto, como poniendo ante sus
ojos el misterio de su vocación: «Santificados en Cristo Jesús,
llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre
de Jesucristo, Señor nuestro» (1 Co 1, 2). La santificación del
cristiano se realiza en el baño bautismal, se corrobora en el sacramento
de la Confirmación y de la Reconciliación, y se alimenta con la
Eucaristía, el bien más precioso de la Iglesia, el sacramento que la
edifica constantemente como Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo
del Espíritu Santo[127].
El Obispo es ministro de esta santificación, que se difunde en la
vida de la Iglesia, sobre todo a través de la santa liturgia. De ésta, y
especialmente de la celebración eucarística, se dice que es «cumbre y
fuente de la vida de la Iglesia»[128].
Es una afirmación que se corresponde en cierto modo con el ministerio
litúrgico del Obispo, que es el centro de su actividad dirigida a la
santificación del Pueblo de Dios.
De esto se desprende claramente la importancia de la vida litúrgica
en la Iglesia particular, en la que el Obispo ejerce su ministerio de
santificación proclamando y predicando la Palabra de Dios, dirigiendo la
oración por su pueblo y con su pueblo, presidiendo la celebración de los Sacramentos. Por esta razón, la Constitución dogmática Lumen gentium aplica al Obispo un bello título, tomado de la oración de consagración episcopal en el ritual bizantino, es decir, el de «administrador de la gracia del sumo sacerdocio, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra o manda celebrar y por la que la Iglesia crece y se desarrolla sin cesar»[129].
Hay una íntima correspondencia entre el ministerio de la
santificación y los otros dos, el de la palabra y de gobierno. En
efecto, la predicación se ordena a la participación de la vida divina en
la mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Esta vida se desarrolla y
manifiesta en la existencia cotidiana de los fieles, puesto que todos
están llamados a plasmar en el comportamiento lo que han recibido en la
fe[130].
A su vez, el ministerio de gobierno se expresa en funciones y actos
que, como las de Jesús, Buen Pastor, tienden a suscitar en la comunidad
de los fieles la plenitud de vida en la caridad, para gloria de la Santa
Trinidad y testimonio de su amorosa presencia en el mundo.
Todo Obispo, pues, cuando ejerce el ministerio de la santificación (munus sanctificandi), pone en práctica lo que se propone el ministerio de enseñar (munus docendi) y, al mismo tiempo, obtiene la gracia para el ministerio de gobernar (munus regendi),
modelando sus actitudes a imagen de Cristo Sumo Sacerdote, de manera
que todo se ordene a la edificación de la Iglesia y a la gloria de la
Trinidad Santa.
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Fuente y cumbre de la Iglesia particular
33. El Obispo ejerce el ministerio de la santificación a través de la
celebración de la Eucaristía y de los demás Sacramentos, la alabanza
divina de la Liturgia de las Horas, la presidencia de los otros ritos
sagrados y también mediante la promoción de la vida litúrgica y de la
auténtica piedad popular. Entre las celebraciones presididas por el
Obispo destacan especialmente aquellas en las que se manifiesta la
peculiaridad del ministerio episcopal como plenitud del sacerdocio. Así
sucede en la administración del sacramento de la Confirmación, de las
Órdenes sagradas, en la celebración solemne de la Eucaristía en que el
Obispo está rodeado de su presbiterio y de los otros ministros –como en
la liturgia de la Misa crismal–, en la dedicación de las iglesias y de
los altares, en la consagración de las vírgenes, así como en otros ritos
importantes para la vida de la Iglesia particular. Se presenta
visiblemente en estas celebraciones como el padre y pastor de los
fieles, el « Sumo Sacerdote» de su pueblo (cf. Hb 10, 21), que
ora y enseña a orar, intercede por sus hermanos y, junto con el pueblo,
implora y da gracias a Dios, resaltando la primacía de Dios y de su
gloria.
En estas ocasiones brota, como de una fuente, la gracia divina que
inunda toda la vida de los hijos de Dios durante su peregrinación
terrena, encaminándola hacia su culminación y plenitud en la patria
celestial. Por eso, el ministerio de la santificación es fundamental
para la promoción de la esperanza cristiana. El Obispo no sólo anuncia
con la predicación de la palabra las promesas de Dios y abre caminos
hacia al futuro, sino que anima al Pueblo de Dios en su camino terreno
y, mediante la celebración de los sacramentos, prenda de la gloria
futura, le hace pregustar su destino final, en comunión con la Virgen
María y los Santos, en la certeza inquebrantable de la victoria
definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, así como de su
venida gloriosa.
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Importancia de la iglesia catedral
34. Aunque el Obispo ejerce su ministerio de santificación en toda la
diócesis, éste tiene su centro en la iglesia catedral, que es como la
iglesia madre y el punto de convergencia de la Iglesia particular.
En efecto, la catedral es el lugar donde el Obispo tiene su Cátedra,
desde la cual educa y hace crecer a su pueblo por la predicación, y
donde preside las principales celebraciones del año litúrgico y de los
sacramentos. Precisamente cuando está sentado en su Cátedra, el Obispo
se muestra ante la asamblea de los fieles como quien preside in loco Dei Patris;
por eso, como ya he recordado, según una antiquísima tradición, tanto
de oriente como de occidente, solamente el Obispo puede sentarse en la
Cátedra episcopal. Precisamente la presencia de ésta hace de la iglesia
catedral el centro material y espiritual de unidad y comunión para el
presbiterio diocesano y para todo el Pueblo santo de Dios.
No se ha de olvidar a este propósito la enseñanza del Concilio
Vaticano II sobre la gran importancia que todos deben dar «a la vida
litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia
catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia
tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo
de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la
misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el
obispo preside rodeado por su presbiterio y sus ministros»[131].
En la catedral, pues, donde se realiza lo más alto de la vida de la
Iglesia, se ejerce también el acto más excelso y sagrado del munus sanctificandi
del Obispo, que comporta a la vez, como la liturgia misma que él
preside, la santificación de las personas y el culto y la gloria de
Dios.
Algunas celebraciones particulares manifiestan de manera especial
este misterio de la Iglesia. Entre ellas, recuerdo la liturgia anual de
la Misa crismal, que «ha de ser tenida como una de las principales
manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y un signo de la
unión estrecha de los presbíteros con él»[132].
Durante esta celebración, junto con el Óleo de los enfermos y el de los
catecúmenos, se bendice el santo Crisma, signo sacramental de salvación
y vida perfecta para todos los renacidos por el agua y el Espíritu
Santo. También se han de citar entre las liturgias más solemnes aquéllas
en que se confieren las sagradas Órdenes, cuyos ritos tienen en la
iglesia catedral su lugar propio y normal[133].
A estos casos se han de añadir algunas otras circunstancias, como la
celebración del aniversario de su dedicación y las fiestas de los santos
Patronos de la diócesis.
Éstas y otras ocasiones, según el calendario litúrgico de cada
diócesis, son circunstancias preciosas para consolidar los vínculos de
comunión con los presbíteros, las personas consagradas y los fieles
laicos, así como para dar nuevo impulso a la misión de todos los
miembros de la Iglesia particular. Por eso el Caeremoniale Episcoporum
destaca la importancia de la iglesia catedral y de las celebraciones
que se desarrollan en ella para el bien y el ejemplo de toda la Iglesia
particular[134].
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