Había una vez una tortuga muy inconforme
con la vida que le había tocado, y que en consecuencia no hacía otra
cosa que lamentarse.
Estaba realmente harta de andar lentamente por todo el mundo, con su caparazón a cuesta.
Su más profundo deseo era poder volar a
gran velocidad y disfrutar de la tierra desde las alturas, tal y como
hacían otras criaturas.
Un día un águila la sobrevoló a muy baja
altura y sin pensárselo dos veces la tortuga le pidió que la elevara
por los aires y la enseñase a volar.
Extrañada el águila accedió al pedido de
lo que le pareció una extraña tortuga y la atrapó con sus poderosas
garras, para elevarla a la altura de las nubes.
La tortuga estaba maravillada con
aquello. Era como si estuviese volando por sí misma y pensó que debía
estar maravillando y siendo la envidia del resto de los animales
terrestres, que siempre la miraban con cierta compasión por la lentitud
de sus desplazamientos.
-Si pudiera hacerlo por mí misma –pensó. –Águila, vi cómo vuelas, ahora déjame hacerlo por mí misma –le pidió al ave.
Más extrañada que al inicio el águila le
explicó que una tortuga no estaba hecha para volar. No obstante, tanta
fue la insistencia de la tortuga, que el águila decidió soltarla, solo
para ver cómo el animal terrestre caía a gran velocidad y se hacía
trizas contra una roca.
Mientras descendía, la tortuga había
comprendido su error, pero ya era tarde. Desear y atreverse a hacer algo
que estaba más allá de sus capacidades le había costado la vida, una
vida que vista desde esa perspectiva ya no le parecía tan mala.
Ese mismo razonamiento fue hecho por el
águila, que contrario a la tortuga se sentía muy satisfecha y conforme
con lo que la naturaleza le había dado.