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~~CATECISMO~~: PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERAL
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 19/11/2020 17:45 |
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy y la del miércoles próximo están dedicadas a los ancianos, que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, los tíos.
Hoy reflexionamos sobre la problemática condición actual de los
ancianos, y la próxima vez, es decir el próximo miércoles, más en
positivo, sobre la vocación contenida en esta edad de la vida.
Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha alargado: pero la sociedad no se ha «abierto» a la vida.
El número de ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no
se han organizado lo suficiente para hacerles espacio, con justo respeto
y concreta consideración a su fragilidad y dignidad. Mientras somos
jóvenes, somos propensos a ignorar la vejez, como si fuese una
enfermedad que hay que mantener alejada; cuando luego llegamos a
ancianos, especialmente si somos pobres, si estamos enfermos y solos,
experimentamos las lagunas de una sociedad programada a partir de la
eficiencia, que, como consecuencia, ignora a los ancianos. Y los
ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.
Benedicto XVI, al visitar una casa para ancianos, usó palabras claras
y proféticas, decía así: «La calidad de una sociedad, quisiera decir de
una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y
por el lugar que se les reserva en la vida en común» (12 de noviembre de 2012).
Es verdad, la atención a los ancianos habla de la calidad de una
civilización. ¿Se presta atención al anciano en una civilización? ¿Hay
sitio para el anciano? Esta civilización seguirá adelante si sabe
respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos. En una civilización
en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean
problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la muerte.
En Occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del envejecimiento:
los hijos disminuyen, los ancianos aumentan. Este desequilibrio nos
interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea.
Sin embargo, una cultura de la ganancia insiste en presentar a los
ancianos como un peso, un «estorbo». No sólo no producen, piensa esta
cultura, sino que son una carga: en definitiva, ¿cuál es el resultado de
pensar así? Se descartan. Es feo ver a los ancianos descartados, es
algo feo, es pecado. No se dice abiertamente, pero se hace. Hay algo de
cobardía en ese habituarse a la cultura del descarte, pero
estamos acostumbrados a descartar gente. Queremos borrar nuestro ya
crecido miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero actuando así
aumentamos en los ancianos la angustia de ser mal soportados y
abandonados.
Ya en mi ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad
con sus problemas: «Los ancianos son abandonados, y no sólo en la
precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de
aceptar sus límites que reflejan nuestros límites, en las numerosas
dificultades que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización
que no les permite participar, dar su parecer, ni ser referentes según
el modelo de consumo donde “sólo los jóvenes pueden ser útiles y pueden
gozar”. Estos ancianos, en cambio, deberían ser, para toda la sociedad,
la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. Los ancianos son la reserva
de sabiduría de nuestro pueblo. ¡Con cuánta facilidad se deja dormir la
conciencia cuando no hay amor!» (Sólo el amor nos puede salvar,
Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto sucede. Cuando visitaba las
residencias de ancianos, recuerdo que hablaba con cada uno y muchas
veces escuché esto: «¿Cómo está usted? ¿Y sus hijos? −Bien, bien.
−¿Cuántos hijos tiene? −Muchos. − ¿Y vienen a visitarla? −Sí, sí,
siempre, sí, vienen. −¿Cuándo vinieron por última vez?». Recuerdo que
una anciana me decía: «Ah, por Navidad». Y estábamos en agosto. Ocho
meses sin recibir la visita de los hijos, ocho meses abandonada. Esto se
llama pecado mortal, ¿entendido? En una ocasión, siendo niño, mi abuela
nos contaba una historia de un abuelo anciano que al comer se manchaba
porque no podía llevar bien la cuchara con la sopa a la boca. Y el hijo,
o sea el padre de la familia, había decidido cambiarlo de la mesa común
e hizo hacer una mesita en la cocina, donde no se veía, para que
comiese solo. Y así no haría un mal papel cuando vinieran los amigos a
comer o a cenar. Pocos días después, al llegar a casa, encontró a su
hijo más pequeño jugando con la madera, el martillo y los clavos,
haciendo algo, y le dijo: «¿Qué haces? −Hago una mesa, papá. −Una mesa,
¿para qué? −Para tenerla cuando tú seas anciano, así tú podrás comer
allí». Los niños tienen más conciencia que nosotros.
En la tradición de la Iglesia existe un bagaje de sabiduría que siempre sostuvo una cultura de cercanía a los ancianos,
una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte
final de la vida. Esa tradición tiene su raíz en la Sagrada Escritura,
como lo atestiguan, por ejemplo, estas expresiones del Libro del
Sirácides: «No desprecies los discursos de los ancianos, que también
ellos aprendieron de sus padres; porque de ellos aprenderás inteligencia
y a responder cuando sea necesario» (Sir 8, 9).
La Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de
intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la
vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad.
Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron
antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra
diaria batalla por una vida digna. Son hombres y mujeres de quienes
recibimos mucho. El anciano no es un enemigo. El anciano somos nosotros:
dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente de todos modos,
incluso si no lo pensamos. Y si no aprendemos a tratar bien a los
ancianos, así nos tratarán a nosotros.
Un poco frágiles somos todos los ancianos. Algunos, sin embargo, son especialmente débiles,
muchos están solos y con el peso de la enfermedad. Algunos dependen de
tratamientos indispensables y de la atención de los demás. ¿Daremos por
esto un paso hacia atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una sociedad
sin proximidad, donde la gratuidad y el afecto sin
contrapartida —incluso entre desconocidos— van desapareciendo, es una
sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede
tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la que
proximidad y gratuidad ya no fuesen consideradas indispensables,
perdería con ellas su alma. Donde no hay consideración hacia los
ancianos, no hay futuro para los jóvenes
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, México,
Venezuela, Argentina y otros países latinoamericanos. Queridos
hermanos, recordemos hoy a los ancianos especialmente a los que están
más necesitados, que viven solos, que están enfermos,
dependientes de los demás. Que puedan sentir la ternura del Padre a
través de la amabilidad y delicadeza de todos. Muchas gracias.
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PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 11 de marzo de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy continuamos la reflexión sobre los abuelos, considerando el valor y la importancia de su papel en la familia. Lo hago identificándome con estas personas, porque también yo pertenezco a esta franja de edad.
Cuando estuve en Filipinas, el pueblo filipino me saludaba diciendo:
«Lolo Kiko» —es decir, abuelo Francisco—, «Lolo Kiko», decían. Una
primera cosa es importante subrayar: es verdad que la sociedad tiende a
descartarnos, pero ciertamente el Señor no. El Señor no nos descarta
nunca. Él nos llama a seguirlo en cada edad de la vida, y también la ancianidad contiene una gracia y una misión, una verdadera vocación
del Señor. La ancianidad es una vocación. No es aún el momento de
«abandonar los remos en la barca». Este período de la vida es distinto
de los anteriores, no cabe duda; debemos también un poco
«inventárnoslo», porque nuestras sociedades no están preparadas,
espiritual y moralmente, a dar al mismo, a este momento de la vida, su
valor pleno. Una vez, en efecto, no era tan normal tener tiempo a
disposición; hoy lo es mucho más. E incluso la espiritualidad cristiana
fue pillada un poco de sorpresa, y se trata de delinear una
espiritualidad de las personas ancianas. Pero gracias a Dios no faltan
los testimonios de santos y santas ancianos.
Me emocionó mucho la «Jornada para los ancianos» que realizamos aquí
en la plaza de San Pedro el año pasado, la plaza estaba llena. Escuché
historias de ancianos que se entregan por los demás, y también historias
de parejas de esposos, que decían: «Cumplimos 50 años de matrimonio,
cumplimos 60 años de matrimonio». Es importante hacerlo ver a los
jóvenes que se cansan enseguida; es importante el testimonio de los
ancianos en la fidelidad. Y en esta plaza había muchos ese día. Es una
reflexión que hay que continuar, en ámbito tanto eclesial como civil. El
Evangelio viene a nuestro encuentro con una imagen muy hermosa,
conmovedora y alentadora. Es la imagen de Simeón y Ana, de quienes se
habla en el Evangelio de la infancia de Jesús escrito por san Lucas.
Eran ciertamente ancianos, el «viejo» Simeón y la «profetisa» Ana que
tenía 84 años. Esta mujer no escondía su edad. El Evangelio dice que
esperaba la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía
largos años. Querían precisamente verlo ese día, captar los signos,
intuir el inicio. Tal vez estaban un poco resignados, a este punto, a
morir antes: esa larga espera continuaba ocupando toda su vida, no
tenían compromisos más importantes que este: esperar al Señor y rezar.
Y, cuando María y José llegaron al templo para cumplir las disposiciones
de la Ley, Simeón y Ana se movieron por impulso, animados por el
Espíritu Santo (cf. Lc 2, 27). El peso de la edad y de la espera desapareció en un momento. Ellos reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva fuerza, para una nueva tarea: dar gracias y dar testimonio por este signo de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo (cf. Lc
2, 29-32) —fue un poeta en ese momento— y Ana se convirtió en la
primera predicadora de Jesús: «hablaba del niño a todos lo que
aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2, 38).
Queridos abuelos, queridos ancianos, pongámonos en la senda de estos
ancianos extraordinarios. Convirtámonos también nosotros un poco en
poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras,
volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios. La oración de los abuelos y los ancianos es un gran don para la Iglesia.
La oración de los ancianos y los abuelos es don para la Iglesia, es una
riqueza. Una gran inyección de sabiduría también para toda la sociedad
humana: sobre todo para la que está demasiado atareada, demasiado
ocupada, demasiado distraída. Alguien debe incluso cantar, también por
ellos, cantar los signos de Dios, proclamar los signos de Dios, rezar
por ellos. Miremos a Benedicto XVI, quien eligió pasar en la oración y
en la escucha de Dios el último período de su vida. ¡Es hermoso esto! Un
gran creyente del siglo pasado, de tradición ortodoxa, Olivier Clément,
decía: «Una civilización donde ya no se reza es una civilización donde
la vejez ya no tiene sentido. Y esto es aterrador, nosotros necesitamos
ante todo ancianos que recen, porque la vejez se nos dio para esto».
Necesitamos ancianos que recen porque la vejez se nos dio precisamente
para esto. La oración de los ancianos es algo hermoso.
Podemos dar gracias al Señor por los beneficios recibidos y llenar el vacío de la ingratitud que lo rodea. Podemos interceder
por las expectativas de las nuevas generaciones y dar dignidad a la
memoria y a los sacrificios de las generaciones pasadas. Podemos
recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es una vida
árida. Podemos decir a los jóvenes miedosos que la angustia del futuro
se puede vencer. Podemos enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de
sí mismos que hay más alegría en dar que en recibir. Los abuelos y las
abuelas forman el «coro» permanente de un gran santuario espiritual,
donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la
comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida.
La oración, por último, purifica incesantemente el corazón. La
alabanza y la súplica a Dios previenen el endurecimiento del corazón en
el resentimiento y en el egoísmo. Cuán feo es el cinismo de un anciano
que perdió el sentido de su testimonio, desprecia a los jóvenes y no
comunica una sabiduría de vida. En cambio, cuán hermoso es el aliento
que el anciano logra transmitir al joven que busca el sentido de la fe y
de la vida. Es verdaderamente la misión de los abuelos, la vocación de
los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo especial para los
jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me entregó por
escrito el día de mi ordenación sacerdotal aún las llevo conmigo,
siempre en el breviario, y las leo a menudo y me hace bien.
¡Cuánto quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con
la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los
ancianos! Y esto es lo que hoy pido al Señor, este abrazo.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, Puerto
Rico, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Queridos
hermanos, cuánto me gustaría que la Iglesia pudiera superar la cultura
del descarte, promoviendo el reencuentro gozoso y la acogida mutua de
las distintas generaciones. Recemos todos por esta intención. Gracias.
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