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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 29/05/2023 02:07 |
La tradición espiritual y teológica entiende que son siete los dones del Espíritu Santo y se encuentra en la Sagrada Escritura: Temor de Dios, Fortaleza, Piedad, Consejo, Ciencia, Sabiduría y Entendimiento. |
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Teología
El don de ciencia es un hábito sobrenatural, infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre, para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin sobrenatural. Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino (STh II-II,9).
Según esto, el hábito intelectual del don de ciencia es muy distinto de la ciencia natural, que a la luz de la razón conoce las cosas por sus causas naturales, próximas o remotas. Es también diverso de la ciencia teológica, en la que la razón discurre, iluminada por la fe, acerca de Dios y del mundo.
El don de ciencia conoce profundamente las cosas creadas sin trabajo discursivo de la razón y de la fe, sino más bien por una cierta connaturalidad con Dios, es decir, por obra del Espíritu Santo, con rapidez y seguridad, al modo divino. Ve y entiende con facilidad la vida presente en referencia continua a su fin definitivo, la vida eterna.
El don de ciencia, pues, trae consigo a un tiempo dos efectos que no son opuestos, sino complementarios. De un lado, produce una dignificación suprema de la vida presente, pues las criaturas se hacen ventanas abiertas a la contemplación de Dios, y todos los acontecimientos y acciones de este mundo, con frecuencia tan contingentes, tan precarios y triviales, se revelan, por así decirlo, como causas productoras de efectos eternos. Y de otro lado, al mismo tiempo, el don de ciencia muestra la vanidad del ser de todas las criaturas y de todas sus vicisitudes temporales, comparadas con la plenitud del ser de Dios y de la vida eterna.
No es fácil encarecer suficientemente hasta qué punto es necesario para la perfección el don de ciencia. Y hoy más que nunca. Todos los cristianos, los niños y los jóvenes, los novios y los matrimonios, los profesores, los políticos, los hombres de negocios, los párrocos y los religiosos, los obispos y los teólogos, necesitan absolutamente del don de ciencia para que sus mentes, dóciles a Dios, queden absolutamente libres de los condicionamientos envolventes del mundo en que viven.
Si pensamos que un cirujano que padece ofuscaciones frecuentes en la vista o que un conductor de autobús que sufre de vez en cuando mareos y desvanecimientos, no están en condiciones de ejercer su oficio, de modo semejante habremos de estimar que aquéllos que reciben importantes responsabilidades de gobierno, si no poseen suficientemente el don de ciencia, causarán sin duda grandes males en la sociedad y en la Iglesia.
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Al don de ciencia se le suele decir la ciencia de los santos. Así la llamó Juan de Santo Tomás, en alusión a aquel texto de la Escritura: el Señor «les dió la ciencia de los santos» (Sab 10,10; In I-II, d.18, 43,10).
En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos como en los incultos, ha brillado siempre el don de ciencia, por el cual el mundo visible viene a ser revelación de Dios. Ya no es el mundo para ellos un lastre, una distracción o una tentación, sino que se torna para ellos en escala maravillosa hacia la perfecta unión con Dios.
San Francisco de Asís, por ejemplo, «abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas, velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquel que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).
Por el precioso don de ciencia todos los santos, como el Poverello, han encontrado a Dios en las criaturas, y se han conmovido profundamente ante la belleza del mundo visible.
San Juan de la Cruz, por ejemplo, a un tiempo místico y poeta, halla palabras para expresar estas maravillas que da a conocer el don de ciencia:
El alma «comienza a caminar [espiritualmente] por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Creador de ellas; porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la primera en este camino espiritual» (Cántico 5,1).
Y es que, «aunque muchas cosas hace Dios por mano ajena, como de los ángeles o de los hombres, ésta que es crear nunca la hizo ni hace por otra que por la suya propia. Y así el alma mucho se mueve al amor de su Amado Dios por la consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por su propia mano fueron hechas» (Cántico 5,3). Ve el alma que es Él quien las mantiene en su perenne belleza: «siempre están con verdura inmarcesible, que ni fenece ni se marchitan con el tiempo» (5,4).
Por eso, en la contemplación del mundo, el alma creyente, iluminada por el don de ciencia, «halla verdadero sosiego y luz divina y gusta altamente de la sabiduría de Dios, que en la armonía de las criaturas y hechos de Dios reluce; y siéntese llena de bienes y ajena y vacía de males, y, sobre todo, entiende y goza de inestimable refección de amor, que la confirma en amor» (14,4).
El don de ciencia da a conocer muy especialmente la belleza fascinante del alma humana que está en la gracia divina:
Sobre esto, santa Catalina de Siena le decía al Beato Raimundo, su director: «Padre mío, si viera usted el encanto de un alma racional, no dudo en absoluto que daría cien veces la vida por la salud de esa alma, pues en este mundo no hay nada que pueda igualar tanta belleza» (Leyenda 151). Y lo mismo decía Santa Teresa: «el alma del justo es un paraíso donde dice Él que tiene sus deleites... No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma» (I Moradas 1,1). Y San Juan de la Cruz: «¡oh alma, hermosísima entre todas las criaturas!» (Cántico 1,7).
Pero, al mismo tiempo que esta grandeza y belleza de las criaturas, el don de ciencia muestra la vanidad profunda del mundo presente. Los santos, por eso, siempre han entendido con evidencia que «todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son, como dice Jeremías [4,3]» (1 Subida 4,3).
En efecto, «todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito ser de Dios, nada es; y, por tanto, el alma que en ellas pone su afición [desordenada], delante de Dios también es nada y menos que nada» (ib.4,4).
El don de ciencia, de este modo, perfeccionando la fe, desengaña al hombre espiritual de todas las fascinaciones y mentiras con que el mundo engaña a los hombres mundanos. Son indecibles las fascinaciones que el mundo ejerce sobre los hombres, también sobre tantos cristianos: «toda la tierra seguía maravillada a la Bestia» (Ap 13,3). El resultado es un espanto: «mi pueblo está loco, me ha desconocido; son necios, no ven: sabios para el mal, ignorantes para el bien» (Jer 4,22).
Santa Teresa de Jesús, por el don de ciencia, captó con especial lucidez este engaño general en que viven los hombres.
Ella lo ve todo «al revés» de como lo ven los mundanos o de cómo lo veía ella antes. Y por eso se duele al pensar en su vida antigua, «ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella» (Vida 20,26); «riese de sí, del tiempo en que tenía en algo los dineros y la codicia de ellos» (20,27), y «no hay ya quien viva, viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguedad que traemos» (21,4). «¡Oh, qué es un alma que se ve aquí haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada!» (21,6).
Asistido por el don de ciencia, el cristiano perfecto -santa Teresa, concretamente- ve la mentira de las cosas más estimadas por el mundo, y también muchas veces por los mismos cristianos piadosos.
En cierta ocasión, doña Luisa de la Cerca enseña en su casa una colección de joyas a su amiga Teresa de Jesús: «Ella pensó que me alegraran. Yo estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán imposible me sería, aunque yo conmigo misma lo quisiese procurar, tener en algo aquellas cosas, si el Señor no me quitaba la memoria de otras.
«Esto es un gran señorío para el alma, tan grande que no sé si lo entenderá sino quien lo posee; porque es el propio y natural desasimiento, porque es sin trabajo nuestro: todo lo hace Dios [es, pues, don de ciencia], que muestra Su Majestad estas verdades de manera que quedan tan imprimidas, que se ve claro que no lo pudiéramos por nosotros de aquella manera en tan breve tiempo adquirir» (Vida 38,4).
El don de ciencia muestra también el pecado, por muy escondido que esté en la práctica común y general. El santo distingue con toda seguridad y facilidad lo que ofende a Dios y le desagrada, lo que es contrario al Evangelio, por muy aceptado que esté en el mundo y entre los mismos cristianos: costumbres, modas, criterios, espectáculos, etc. Y alcanza a ver, ve con una ciencia espiritual luminosa, la absoluta vanidad de todo aquello que en el mundo no está ordenado a Dios. Ve cómo las criaturas no finalizadas en su Creador, por mucho que se hinchen y aparenten -en la televisión y en la prensa, sea en la sociedad, sea en el mismo mundo de la Iglesia-, son nada, menos que nada, por grande que sea su brillo y esplendor. Lo ve, lo ve con toda claridad, porque el Señor mismo se lo muestra, como se lo hizo ver a Teresa:
« ¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todos es mentira lo que no es agradable a mí. Con claridad verás esto que ahora no entiendes en lo que aprovecha a tu alma.
«Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que después acá tanta vanidad y mentira me parece lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios, que no lo sabría yo decir como lo entiendo, y lástima me hacen los que veo con la oscuridad que están en esta verdad» (Vida 40,1-2).
El santo, por el don de ciencia viene a ser desengañado del engaño colectivo; es decir, despierta del sueño que le mantenía espiritualmente dormido, como a tantos otros.
El Señor, sigue Teresa de Jesús, «me ha dado una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo: ni contento ni pena que sea mucha no la veo en mí... Y esto es entera verdad, que aunque después yo quiera holgarme de aquel contento o pesarme de aquella pena, no es en mi mano, sino como lo sería a una persona discreta tener pena o gloria de un sueño que soñó. Porque ya mi alma la despertó el Señor de aquello que, por no estar yo mortificada ni muerta a las cosas del mundo, me había hecho sentimiento, y no quiere Su Majestad que se torne a cegar» (Vida 40,22).
Experiencias espirituales semejantes del don de ciencia, igualmente impresionantes, las hallamos en Santa Catalina de Siena. Cuenta el Beato Raimundo de Capua, dominico, director suyo:
Una vez el Señor Jesucristo se aparece a Santa Catalina y le dice: «¿Sabes, hija, quién eres tú y quién soy yo? Si llegas a saber estas dos cosas, serás bienaventurada. Tú eres la que no es; yo, en cambio, soy el que soy» (Leyenda 92). De esta premisa parte toda la doctrina espiritual de esta Doctora. «Si el alma -decía- conoce que por sí misma no es nada y que todo se lo debe al Señor, resulta que no confía ya en sus operaciones, sino sólo en las de Dios. Por esto el alma dirige toda su solicitud a Él. Sin embargo, el alma no deja para más tarde hacer lo que puede, pues al derivarse tal confianza del amor y al causar necesariamente el amor al amante el deseo de la cosa amada -deseo que no puede existir si el alma no hace las obras que le son posibles- resulta que ella actúa por razón del amor. Pero no por ello confía en su operación como cosa suya, sino como operación del Creador. Todo esto se lo enseña perfectamente [por el don de ciencia] el conocimiento de la nada que es y la perfección del mismo Creador» (99).
Hasta tal punto llega la lucidez espiritual sobrehumana de Catalina, y la referencia continua que ella hacía de la criatura a su Creador, que veía ella en los hombres con más claridad sus almas que sus cuerpos. Así se lo había pedido ella al Señor, y el Señor se lo concedió. «Y la gracia de este don, atestigua el Beato Raimundo, fue tan eficaz y perseverante que, a partir de entonces, Catalina conoció mejor que los cuerpos, las operaciones y la índole de todas las almas a las que se acercaba».
Una vez, «cuando le dije a solas que algunos murmuraban porque habían visto a hombres y a mujeres arrodillados ante ella, sin que ella lo impidiera, me respondió: "Sabe el Señor que yo poco o nada veo de los movimientos de quien tengo cerca. Estoy tan ocupada leyendo sus almas, que no me fijo para nada en sus cuerpos". Entonces le pregunté: "¿Ves, acaso, sus almas?". Y ella me respondió: "Padre, le revelo ahora en confesión que desde que mi Salvador me concedió la gracia de liberar a una cierta alma... no aparece casi nunca ante mí nadie de quien no intuya el estado de su alma"» (151).
«Daré una confirmación de esto que he dicho. Recuerdo que hice de intérprete entre el Sumo Pontífice Gregorio XI, de feliz memoria, y nuestra santa virgen, porque ella no conocía el latín y el Pontífice no sabía italiano. Mientras hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la Curia Romana, donde debería haber un paraíso de celestiales virtudes, se olía el hedor de los vicios del infierno. El Pontífice, al oírlo, me preguntó cuánto tiempo hacía que había llegado ella a la Curia. Cuando supo que lo había hecho pocos días antes, respondió: "¿Cómo en tan poco tiempo has podido conocer las costumbres de la Curia Romana?". Entonces ella, cambiando súbitamente su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi con mis propios ojos, erguida, prorrumpió en estas palabras: "Por el honor de Dios Omnipotente, me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los pecados que se cometen en la Curia Romana sin moverme de Siena, mi ciudad natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los días". El Papa permaneció callado, y yo, consternado, razonaba en mi interior y me preguntaba con qué autoridad habían sido dichas unas palabras como aquéllas a la cara de un Pontífice» (152).
Ésta es la lucidez espiritual propia del don de ciencia. Esta santa sin estudios, más aún, analfabeta, viviendo siempre en Siena, sirviendo en la casa de su padre, el tintorero Benincasa, penúltima de veinticinco hermanos, siendo joven -muere a los treinta y tres años-, por el don espiritual de ciencia, por obra del Espíritu Santo, conoce mil veces mejor el mundo -el mundo de su época, el corazón de los hombres, el mundillo romano eclesiástico-, que tantos otros que, a pesar de sus muchos estudios y experiencias, no entienden nada, y ni sospechan siquiera cuáles son los problemas reales del siglo y de la Iglesia en que viven.
El don de ciencia da al pensamiento y a la acción del santo una suprema libertad respecto del mundo de su tiempo. Esa independencia total del mundo, se dice fácilmente, pero si no es por obra del Espíritu Santo, concretamente por el don de ciencia y por otros dones suyos, es imposible de vivir, al menos en forma plena. Conviene saberlo.
«Esta tan perfecta osadía y determinación en las obras -advierte San Juan de la Cruz- pocos espirituales la alcanzan, porque, aunque algunos tratan y usan este trato, nunca se acaban de perder en algunos puntos o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá... No están perdidos [del todo] a sí mismos en el obrar; todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo por la obra delante de los hombres, teniendo respeto a cosas. No viven en Cristo de veras» (Cántico 30,8).
Alude aquí a su verso «diréis que me he perdido», y aún más a la enseñanza de Jesús: «el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 16,25).
Aún hay, sin embargo, quien estima que los santos, especialmente los de vida mística más alta, apenas entienden nada de la vida presente, alienados como están de ella por su misma vida contemplativa. Pero no, ellos son los únicos que de verdad entienden lo que sucede en el mundo y en la Iglesia de su tiempo. Eso está claro.
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Disposición receptiva
Con la gracia de Dios, dispongámonos a recibir el precioso don de ciencia con estas prácticas y virtudes:
1. La oración, la meditación, la súplica. Siempre la oración es premisa primera para la recepción de todos los dones del Espíritu Santo, pero en éstos, como el don de ciencia, que son intelectuales, parece que es aún más imprescindible.
2. Procurar siempre ver a Dios en la criatura. Ignorar u olvidar que el Creador «no sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo 300), es dejar el alma engañada, necesariamente envuelta en tinieblas y mentiras, en medio de la realidad presente.
3. Pensar, hablar y obrar con perfecta libertad respecto del mundo. Es decir, no tener ningún miedo a estimar que la mayoría -también la mayoría del pueblo cristiano-, en sus criterios y costumbres, está en la oscuridad y en la tristeza del error, al menos en buena parte. Aquí se nos muestra otra vez la mutua conexión necesaria de los dones del Espíritu Santo: el don de ciencia, concretamente, no puede darse sin el don de fortaleza.
4. Ver en todo la mano de Dios providente. Aprender a leer en el libro de la vida -en los periódicos, en lo que sucede, en lo que le ocurre a uno mismo-, pero aprender a leer ese libro con los ojos de Cristo. Él es nuestro único Maestro, el único que conoce el mundo celestial, y el único que entiende el mundo temporal, el único que comprende lo que sucede, lo que pasa, es decir, lo que es pasando.
5. Guardarse en fidelidad y humildad. El don de ciencia, efectivamente, es don de Dios, pero es un don que Dios concede a los humildes, a los que, recibiendo la gracia de la humildad, le buscan, le aman y guardan fielmente sus mandatos:
«Tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre me acompaña. Soy más docto que todos mis maestros, porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque cumplo tus leyes» (Sal 118,98-100).
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El don de Entendimiento
El don de entendimiento es un espíritu, un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante.
Si el don de entendimiento tiene como principal objeto las verdades reveladas, es indudable que Jesús, ya desde niño, lo poseía perfectísimamente. A los doce años, en el Templo, producía la mayor admiración entre los doctores de la ley: «cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas» (Lc 2,47).
Y como Jesús «crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (2,52), aún se acrecentó en él con los años este don de entendimiento. Cuando en la sinagoga de Nazaret, por ejemplo, explica las Escrituras en referencia a él, «todos le aprobaban y se maravillaban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (4,22; +24,32).
El don de entendimiento obra también en altísimo grado sobre los hagiógrafos del Nuevo Testamento, iluminando la mente de los evangelistas, de Pablo, de Juan, y en uno u otro grado, alumbra a todos los discípulos de Cristo, a todos los creyentes.
En Cristo Jesús, dice San Pablo, «habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento» (1Cor 1,5). Y así los fieles han de estar «henchidos de todo conocimiento y capacitados para aconsejarse mutuamente» (Rm 15,14). En efecto, «el mismo Dios que dijo "hágase la luz de las tinieblas", Él ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar la ciencia de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo» (2Cor 4,6).
El entendimiento de las verdades divinas reveladas requiere, sin duda, meditación y estudio, y hacer como María, que «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; +51); pero se consigue sobre todo en la oración de súplica. Son innumerables las oraciones bíblicas en las que se pide al Señor luz para entender sus pensamientos, sus mandatos y caminos, tan extraños al hombre adámico. Baste recordar el Salmo 118.
San Pablo pide con frecuencia este don del Espíritu Santo para los fieles que él, también con el auxilio del mismo Espíritu, ha evangelizado y convertido: «no dejamos nosotros de rogar por vosotros y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de Su voluntad, con toda sabiduría y entendimiento espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo» (Col 1,9-10).
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Teología
El don de entendimiento es un espíritu, un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante, mediante el cual el entendimiento del creyente, por obra del Espíritu Santo, penetra las verdades reveladas con una lucidez sobrehumana, de modo divino, más allá del modo humano y discursivo.
El don de entendimiento reside, pues, en la mente del creyente, en el entendimiento especulativo, concretamente, y perfecciona el ejercicio de la fe, que ya no se ve sujeta al modo humano del discurso racional, sino que lo transciende, viniendo a conocer las verdades reveladas al modo divino, en una intuición sencilla, rápida y luminosa. Como dice Santo Tomás, «a la fe pertenece asentir [a las verdades reveladas]; y al don de entendimiento, penetrarlas profundamente» (STh II-II,8, 6 ad2m).
El don de entendimiento difiere, pues, de la virtud de la fe, y perfecciona su ejercicio; pero también es distinto de los otros dones intelectuales del Espíritu Santo, como señala el padre Royo Marín:
El don de entendimiento «tiene por objeto captar y penetrar las verdades reveladas por una profunda intuición sobrenatural, pero sin emitir juicio sobre ellas -"simplex intuitus veritatis"-. El de ciencia, en cambio, bajo la moción especial del Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas creadas, en orden al fin último sobrenatural. Y en esto se distingue también del don de sabiduría, cuya función es juzgar de las cosas divinas, no de las creadas» (El gran desconocido 164-165; +179).
Fácilmente se deduce, pues, la necesidad del don de entendimiento para que el conocimiento sobrenatural de las verdades reveladas venga a ser en el creyente alto, profundo e intuitivo, al modo divino, y para que supere así el modo humano de la fe, que al estar radicada en la razón, es virtud obligada a ejercitarse de manera discursiva, por análisis y síntesis, por composición y división.
El don de entendimiento es el que hace llegar a lo que un san Juan de la Cruz llama fe pura: es la fe contemplativa de los místicos, la que, como veremos en los santos, penetra profundamente en la Revelación divina.
A pocos les ha sido dado hablar de la fe tan altamente como a San Juan de la Cruz, que aproxima le fe a la visión beatífica. «Ésta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina [la fe] y calor divino [la caridad] que se lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima» (Llama 4,80). Esta fe lucidísima es aquella que está asistida por los dones intelectuales del Espíritu Santo, y en concreto, por el don de entendimiento cuando ha de penetrar las verdades reveladas.
Por el contrario, los vicios opuestos al don del entendimiento son la ceguera espiritual y el embotamiento del sentido espiritual. La primera priva completamente de la visión espiritual, y la segunda la debilita y entorpece notablemente. Santo Tomás muestra la vinculación de estos vicios a los pecados carnales, como la lujuria y la gula (STh II,15, 3). Pero también proceden, sin duda, de otros vicios espirituales, sobre todo de la soberbia y de la vanidad, pecados que hacen a los hombres especialmente insensatos: «alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,12).
Es evidente, por lo demás, que el cristiano absorto en las vanidades siempre cambiantes del mundo, que no se interesa más que por lo que pasa, que ni tiene oración ni recogimiento de la mente y de los sentidos exteriores, que es crédulo a cualquier moda intelectual del mundo, pero reticente ante el Magisterio apostólico, este cristiano, aunque mal o vien guarde la fe, por mucho que lea y estudie, hace imposible que el Espíritu Santo le ilumine habitualmente con la lucidez sobrehumana del don de entendimiento.
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Santos
El don de entendimiento, unido a los otros dones intelectuales, se manifiesta de forma maravillosa, como ya he señalado, en los escritores de la sagrada Biblia. Los dones del Espíritu Santo, especialmente el de entendimiento, brillan en ellos con un admirable fulgor continuo, tan maravilloso, que no puede atribuirse meramente a cualidades humanas. ¿Cómo explicar de otro modo la inspiración prodigiosa que, en una y otra página, y en unos mismos años, ilumina e impulsa internamente a San Pablo, a San Lucas, a San Pedro o a San Juan? Si no es por obra del Espíritu Santo, por el don de entendimiento, ¿cómo explicar la lucidez sobrehumana de todos sus pensamientos y palabras sobre las verdades reveladas?
Y de modo semejante, cuando el asombro se apodera de nosotros ante ciertas páginas de San Agustín o de Santo Tomás, de Santa Catalina de Siena o de Santa Teresa, ¿habremos de atribuir tanta verdad y tanta belleza, simplemente, a la virtud de la fe, es decir, a la ratio fide illustrata, que se ejercita en ellos cuando escriben? No; para esa verdad divina y esa belleza celeste que sale de sus plumas, sólamente el don de ciencia, de entendimiento, de sabiduría, los dones del Espíritu Santo, son razón suficiente. Al escribir, pues, con tan alta y continua inspiración, esos santos no se movían por la gracia según la regla de la razón iluminada por la fe, sino que eran movidos directamente por el Espíritu Santo, el «Espíritu de la verdad», de un modo sobrehumano y divino.
Pensemos, por ejemplo, en el Diálogo de Santa Catalina de Siena, una de las obras más altas de la espiritualidad cristiana. Con toda su perfecta arquitectura interna, que hace pensar en una catedral gótica, fue dictado por esta santa virgen, joven e inculta, sin planes previos, orando en éxtasis, ante sus discípulos amanuenses, que iban escribiendo asombrados. Así lo testifica el beato Raimundo de Capua:
«Si alguien examina el libro que ella compuso en su propia lengua, ciertamente bajo el dictado del Espíritu Santo, ¿cómo podrá imaginar o creer que ese libro fuera escrito por una mujer? El modo de expresarse es sin duda sublime, hasta el punto de que apenas se puede hallar un modo de hablar en latín que corresponde a la altura de su estilo. Yo, que me esfuerzo en traducirlo, lo experimento cada día. Los conceptos que contiene son tan altos y profundos que si los oyéramos en latín los creeríamos más de Agustín que de cualquier otro. Y en qué medida es útil a las almas que buscan la salvación es algo que no se explica en pocas palabras [...] Las cosas que en él se contienen, como me han contado sus escribanos, nunca las dictó cuando estaba en sí, sino siempre cuando, hallándose en éxtasis, hablaba con su Esposo. Por ello ese libro está compuesto a modo de un diálogo entre el Creador y el alma racional y peregrina creada por Él» (Leyenda 8).
El don de entendimiento, igualmente, se da con maravillosa intensidad en Santa Teresa del Niño Jesús, que desde niña fue alimentada por su Maestro interior con «pura harina». Ella misma lo confiesa:
«Porque yo era débil y pequeña, Él se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos, porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu» (A49r).
Ya en el Carmelo, sus hermanas religiosas quedaban con frecuencia maravilladas de la facilidad de Teresita para penetrar la sagrada Escritura. Una de ellas testifica en el Proceso ordinario:
«Interpretaba con una facilidad inaudita los libros de la Sagrada Escritura. Se diría que estos libros no tenían ya para ella ningún sentido oculto, de tal suerte sabía descubrir todas sus bellezas» (María de la Trinidad).
Santa Teresita, como Santa Catalina -ambas Doctoras de la Iglesia- no tiene grandes estudios de la doctrina cristiana; en absoluto. Teresita, de adolescente lee la Imitación de Kempis y pocos libros más. Uno de ellos, El fin del mundo presente y los misterios de la vida futura, de Arminjon, le ayuda mucho: «aquella lectura fue una de las mayores gracias que he recibido en mi vida» (A47r). Y ya en el Carmelo, sus lecturas son cada vez menos extensas y más profundas -non multa, sed multum-, llegando a reducirse finalmente a la Imitación, vuelta al principio, y a los Evangelios, más tarde descubiertos por ella. Para toda otra lectura está inapetente. No necesita más.
«Hallo en él [en el Evangelio] lo que necesita mi pobrecita alma. Siempre descubro en él [por el don de entendimiento] nuevas luces de sentidos ocultos y misteriosos. Comprendo, y sé por experiencia, que "el reino de Dios está dentro de nosotros" [Lc 17,21]. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él es el Doctor de los doctores. Enseña sin ruido de palabras. Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí» (A83v).
La conciencia tan cierta que Teresita tiene de que su altísimo entendimiento de las verdades reveladas es por obra del Espíritu Santo, hace que le sea imposible cualquier actitud de soberbia o de apego desordenado a su sabiduría espiritual:
«No siendo míos los bienes de aquí abajo [renunciados en el voto de pobreza], no tiene por qué resultarme difícil abstenerme de reclamarlos cuando alguien se los apropia. Pues bien, tampoco los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por Dios, que puede retirármelos sin que yo tenga derecho alguno a quejarme. Sin embargo, esos bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones de la inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso constituye una riqueza, a la que solemos apegarnos como a un bien propio, que nadie tiene derecho a tocar». Inmenso error y pecado.
Pues bien, «Jesús me ha concedido la gracia de no estar más apegada a los bienes del entendimiento y del corazón que a los de la tierra... [Si me viene una alta idea], tal pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí [...] Él es muy libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen pensamiento. Pero si yo creyera que ese pensamiento me pertenece, me parecería a "el asno que llevaba las reliquias" [fábula de La Fontaine], que creía que los homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él» (C18v-19v).
Santa Teresita que, como vemos, no considera propios los altos pensamientos que por el don de entendimiento recibe del Espíritu Santo, tampoco estima que en esa sabiduría espiritual consista la perfección cristiana:
«No menosprecio los pensamientos profundos, que alimentan el alma y la unen a Dios. Pero hace mucho tiempo he comprendido que el alma no debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas iluminaciones. Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras» (C19v).
En los ejemplos precedentes -Catalina y Teresita- hemos comprobado que el Padre celestial se complace en revelar sus misterios especialmente a «los pequeños» (Lc 10,21). Pero, por supuesto, en muchos otros casos el maravilloso don de entendimiento ha sido concedido por Dios en grados altísimos a personas de mucho estudio, como a un Santo Tomás de Aquino, Doctor común de la Iglesia. Basta adentrarse en la Summa Theologiæ para comprender al punto que tal catedral formidable del pensamiento cristiano, tan plena de claridad y armonía, tan exenta de oscuridades o contradicciones, no ha sido escrita meramente por mente humana, sino por obra del Espíritu Santo, es decir, bajo la acción potentísima de sus dones intelectuales, sobre todo los de ciencia, entendimiento y sabiduría.
Pero la misma luminosidad admirable de la Suma ha de ser superada en la mente de Tomás por la pura acción deslumbrante de los dones del Espíritu Santo:
Unos pocos meses antes de su muerte, cuando va camino del Concilio de Lyon, la iluminación interna de los dones del Espíritu Santo es tal que ya no puede seguir dictando la III parte de la Suma. «La mesa de trabajo de fray Tomás está completamente transformada. No hay en ella códices, ni papel, ni plumas, ni tintero. Todo lo ha archivado en un armario. Él no pasea, ni lee sentado. Está de rodillas, y sus ojos son dos fuentes de lágrimas».
«"¿Qué le pasa?", le pregunta fray Reginaldo [su secretario]. "¿No quiere que sigamos trabajando en la Suma?"... "Hijo, no puedo", le contesta. Y al día siguiente continúa lo mismo, como fuera de sí». Parece no ser ya capaz sino de abismarse en la mística oración contemplativa, en la que pasa horas interminables. Hasta que un día fray Reginaldo, ya alarmado por el estado de fray Tomás y preocupado por la suerte de la Suma, le pregunta con lágrimas en los ojos: «"dígame por amor de Dios por qué no puede". Al verse conjurado en nombre de Dios, él le contesta: "después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir ya más"» (S. Ramírez, Síntesis biográfica, Suma I, BAC, Madrid 1957, 43-45*).
Así es. El Espíritu Santo, por los dones de entendimiento y de sabiduría, en uno u otro grado, anticipa de algún modo en los creyentes la visión beatífica propia del cielo. Y para expresar esa visión inefable ya no sirven las palabras humanas, que desfallecen todas: «ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1Cor 2,9).
Disposición receptiva
Para recibir el don de entendimiento lo más importantes es, por supuesto, la oración de petición. Pero a recibirlo debemos también disponernos activamente por los siguientes medios principales:
1. Estudio de la Doctrina divina. Trabajar por adquirir una buena formación doctrinal y espiritual, conforme a nuestra vocación y según nuestras posibilidades. ¿Cómo el Espíritu Santo concederá entendimientos luminosos a los que sólo se interesan por lo que pasa y no tienen, en cambio, interés alguno por lo que no pasa, es decir, por lo que las Palabras divinas, los santos y los maestros cristianos enseñan?
Dice Jesús: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Por eso dice san Pablo: «nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
2. Perfecta ortodoxia. Alimentarse, como Teresita, de «pura harina», Escritura, Liturgia, Magisterio apostólico, y escritos siempre conformes a la Biblia y la Tradición. ¿Cómo el Espíritu de Verdad concederá la iluminación sobrehumana de sus dones a quienes le desprecian normalmente en las fuentes ordinarias por las que irradia esa luz divina? «Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios» (Ef 4,30), prefiriendo los pensamientos humanos -propios o ajenos- a los de Dios.
«Pasmaos, cielos, y horrorizaos sobremanera, palabra de Yavé. Es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: dejarme a Mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Jer 2,12-13).
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3. Recogimiento interior y meditación. María, trono de la Sabiduría, en la presencia de Dios, todo lo medita en su corazón. Si un cristiano dispersa excesivamente la atención de sus sentidos y de su mente, cebándolos siempre con las criaturas, en una curiosidad vana e insaciable, tendrá que seguir siempre su navegación espiritual a remo de virtudes; pero nunca avanzará en el conocimiento de las verdades divinas a velas desplegadas, bajo el viento impetuoso de los dones del Espíritu.
Ya oímos más arriba la queja de San Juan de la Cruz: «oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis?... ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!» (Cántico 39,7).
4. Fidelidad a la voluntad de Dios. «Las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,11), y el que cumple la voluntad de Dios, ése «se hace un solo espíritu con Él» (1Cor 6,17). De ahí es, solamente de ahí, del Espíritu Santo, de donde viene la inteligencia profunda de las verdades reveladas.
Por eso, el cristiano que ignora esta conditio sine qua non, y procura la verdad divina sobre todo mediante el esfuerzo de sus estudios y reflexiones, se pierde, no llega a nada. Y si es teólogo, no es más que «un ciego guiando a otros ciegos» (Mt 15,14): se pierde él y extravía a otros. El mismo Cristo Maestro ve en la obediencia a la voluntad del Padre la clave que garantiza la veracidad de su doctrina: «mi sentencia es justa, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30).
5. Pureza de alma y cuerpo. Ya vimos que Santo Tomás, como toda la tradición cristiana, vincula especialmente la ceguera o el embotamiento espiritual a la lujuria, la gula y a los demás pecados animalizantes.
Siempre ha sabido la Iglesia, concretamente, que la castidad perfecta, vivida en cualquiera de sus modalidades vocacionales, pero especialmente en el celibato, «acrecienta la idoneidad para oír la palabra de Dios y para la oración» (Pablo VI, Sacerdotalis cælibatus 27).
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El don de Sabiduría.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe.
El don de sabiduría, el más excelso de todos los dones, da un conocimiento altísimo del mismo Dios. Por eso la eterna Sabiduría del Padre, cuando se encarna, llena el alma de Jesús con un grado inefable del don de sabiduría.
Él asegura conocer al Padre: «Yo le conozco porque procedo de Él, y Él me ha enviado» (Jn 7,29). «Vosotros no le conocéis, pero yo le conozco; y si dijera que no le conozco sería semejante a vosotros, un mentiroso; pero yo le conozco y guardo su palabra» (8,55; +6,46).
Más aún, Jesús conoce al Padre en una forma única, y tiene poder de comunicar a los hombres esa sabiduría suprema: «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11,27).
También los discípulos, por la virtud de la fe, conocen a Dios con segura certeza, pero «como en un espejo y en enigma» (1Cor 13,12). En cambio, por el don de sabiduría, son iluminados por el Espíritu Santo con una sabiduría de Dios sobrehumana y que tiene modo divino. Es la altísima sabiduría de Juan, contemplando al Verbo encarnado en el prólogo de su evangelio. Es la visión que San Pablo tiene del misterio de Cristo y de su Iglesia. Es la sabiduría de las elevaciones místicas de Francisco, Tomás, Catalina, Teresa...
La Escritura sagrada muestra con frecuencia la sabiduría espiritual como un don de Dios, como un don gratuito que ha de pedírsele a Él con toda insistencia y esperanza: «Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza» (Sab 7,7-8).
Así pues, «si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin vacilar en nada» (Sant 1,5-6).
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Teología
El don de sabiduría es un espíritu, una participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural, infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico de todos los dones del Espíritu Santo.
Se dice que es sabio aquel que conoce las cosas por sus causas. Un ignorante, por ejemplo, conoce la lluvia, pero ignora sus causas. Un científico conoce la lluvia y sus causas próximas. Un filósofo va en sus conocimientos más allá de la física -metafísica-, y puede referir el fenómeno de la lluvia a sus últimos principios en el orden natural, llegando incluso a una Causa universal. El teólogo, por su parte, posee la máxima sabiduría, pues su razón, iluminada por la fe, puede elevarse al conocimiento del orden sobrenatural, y por él explicar el orden natural.
Pues bien, el don de sabiduría, sin esfuerzo discursivo alguno, ilumina de un modo divino, sapiencial y experiencial, el conocimiento que el creyente tiene de Dios y de todas las cosas creadas, haciéndole conocer a éstas en Dios, que es su última causa. Es, pues, la más alta sabiduría que el hombre puede alcanzar en este mundo.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. Y por ese mismo don recibe, al conocer y tener experiencia inmediata de Dios, causa última de todos los seres, un conocimiento sobrehumano de todas las cosas creadas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.
El don de sabiduría es, pues, especialmente, el que en la oración hace posible la contemplación mística de la Trinidad santísima.
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Santos
Podemos contemplar, por ejemplo, la acción maravillosa del don de sabiduría en Santa Ángela de Foligno, madre de familia, terciaria de las primeras generaciones franciscanas. Un pariente suyo, el franciscano fray Arnaldo, nos puso por escrito sus confesiones:
«En esta manifestación de Dios, aunque suene a blasfemia el decirlo, entiendo y tengo toda la verdad que hay en el cielo y en el infierno, en el mundo entero, en todo lugar, en toda cosa; y también toda la felicidad que se halla en el cielo y en toda criatura; y lo poseo con tal certeza y tal verdad, que de ninguna manera y a nadie podría creer diversamente. Si todo el mundo me dijese lo contrario, me burlaría de él.
«Veo a Aquél que es el ser, y cómo es el ser de toda criatura. Veo cómo Él me hizo capaz de entender ahora las cosas dichas... Me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste. Cuando estoy en Él no pienso en nada más.
«Alguna vez, estando yo en lo dicho, me dijo Dios: "hija de la sabiduría divina, templo del Amado y amada del Amado, hija de paz, en ti está toda la Trinidad, toda verdad. Como tú estás en mí yo estoy en ti". Y una de las operaciones del alma es que yo entienda con gran capacidad y con gran gusto cómo Dios viene al Sacramento del altar...
«Dios me ha guiado y elevado hasta el estado que dije, sin tener yo parte en ello, pues ni supe quererlo. Estoy ahora continuamente en tal estado. Con mucha frecuencia, Dios arroba al alma sin que haya de dar yo mi consentimiento, pues no espero ni pienso en cosa alguna. De repente Dios levanta al alma y quedo dominada; comprendo el mundo entero y no me parece estar más en la tierra, sino en el cielo, en Dios» (Libro de la Vida, memorial IX,5).
A la luz de estas descripciones, coincidentes sin duda con la experiencia mística de otros muchos santos, parece como si el don de sabiduría diera ya a vivir el cielo en esta tierra, cuanto ello es posible. Hasta la misma cruz de Cristo, a la luz del don de sabiduría, puede ser contemplada con gozo inefable. Así lo confiesa Ángela: «no me es posible ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este Dios-hombre doliente» (ib. VI,6).
Ángela «ve y desea ver aquel cuerpo muerto por nosotros, y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor sin dolor de la Pasión... Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado, atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas, injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa alguna... Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso que encontraba en él» (Memorial VII,2-3).
El don de sabiduría ilumina todo conocimiento sobrenatural de Dios, pero de un modo especial ayuda a penetrar la sagrada Eucaristía, el Mysterium fidei. Santa Catalina de Siena, por ejemplo, solía quedar en éxtasis durante horas después de haber recibido la comunión eucarística.
Esto daba ocasión a la envidia de algunas hermanas terciarias dominicas o a la burla odiosa de otras personas. Algunos, «mientras ella se encontraba en éxtasis, encolerizados, le daban puntapiés». Y en ocasiones, «los que habían sido soliviantados por las hermanas, se arrojaban alguna vez contra ella con tanta furia, que la cogían de cualquier modo y la levantaban a peso, insensible y entorpecida como estaba, y la arrojaban fuera de la iglesia como una inmundicia». Pero nada de esto era suficiente para alterar su paz y su alegría: «ella creía que todo había sido hecho con recta intención y por su bien» (Leyenda 405-406).
El don de sabiduría comunica al hombre «fuerza y sabiduría de Dios» allí donde los mundanos sólo hallan locura y escándalo (1Cor 1,23-24). Su objeto pleno es, sin duda, el misterio mismo de la Santísima Trinidad. Así, por obra del Espíritu Santo, llega a contemplarla, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús:
«Por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra [al alma] la Santísima Trinidad, todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios... Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas palabras y creerlas [por la virtud de la fe], a entender por esta manera [según el don de sabiduría] qué verdaderas son!» (VII Moradas 1,7-8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la oración continua puede ser vivida plenamente. Y así «cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece [que estas Personas divinas] se fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la deificación de la persona se hace perfecta, y llega a una total configuración a Jesucristo, cumpliendo la verdad del salmo: «contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El alma, en efecto, con una paz indecible (VII Moradas 2,13), «de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido», aunque al mismo tiempo, por supuesto, puede con fidelidad absoluta «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando se entiende con una nueva lucidez el mundo de las criaturas, y cuando por fin se sale de todo engaño, mentira o alucinación acerca de él. El mismo don que da un conocimiento sabroso de Dios, da también a conocer las criaturas en el mismo Dios, que es su causa. Concede, pues, este don un conocimiento sapiencial -con sabor y por sus causas-, de todo el mundo creado. En la oración, por ejemplo, dice Santa Teresa, se le representa al alma «cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto yo no lo sé» (Vida 40,9). San Juan de la Cruz, con más medios de conocimiento teológico y de lenguaje lírico, apenas logra decirlo en un texto maravilloso:
«Este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma de tanta grandeza, señorío y gloria, y de tan íntima suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y flores del mundo se trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad, y que todos los reinos y señoríos del mundo y que todas las potestades y virtudes del cielo se mueven; y no sólo eso, sino que también todas las virtudes y sustancias y perfecciones de todas las cosas creadas relucen y hacen el mismo movimiento, todo a una y en uno...
Entonces, «... todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida; porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y duración y fuerza en Él, y ve claro lo que Él dice en el libro de los Proverbios diciendo: "por mí reinan los reyes y por mí gobiernan los príncipes, y los poderosos ejercitan justicia y la entienden" (8,15-16).
«Y aunque es verdad que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y es otro esencial» (Llama 4,4-5). Y añade: «es cosa maravillosa» (4,6). El don de sabiduría, realmente, es maravilloso.
Ahora, por el don de sabiduría, todo lo mundano se ve como locura, los sabios parecen tontos, los ricos se ven como mendigos, y los fuertes como pobres inválidos (+Santa Teresa, Vida 20,26-27; 21,4-6). Todos están locos: es una mayoría cuantiosa la que corre alegre o desfallecida por el camino de la mentira que lleva a la perdición (+Mt 7,13).
Es ahora cuando, en justa reprocidad, el mundo considera que el sabio está loco. En efecto, el sabio piensa, dice y hace cosas muy raras, que son conformes a la divina lógica del Logos encarnado, pero completamente extrañas a la lógica del hombre carnal. El amor a la Cruz, en especial, da lugar ahora a unas actitudes sorprendentes. Un par de ejemplos de ello.
El jesuita San Pedro Claver era uno de los sacerdotes que en Cartagena de Indias solía ser llamado para atender en la cárcel a los condenados a muerte. Él les llevaba su mayor caridad, palabras de exhortación, el crucifijo, un librito para prepararse a bien morir ¡y algún cilicio o instrumento de penitencia!: «sufre, hermano, ahora que puedes merecer» (Valtierra-M. de Hornedo, S. Pedro Claver, BAC pop.69, Madrid 1985, 122). Y eran muchos, por supuesto, los condenados que reclamaban su asistencia.
San Pablo de la Cruz, en sus cartas, felicita cordialmente a quienes se ven abrumados por diversas cruces. Calumnias: «me alegro de que Su Divina Majestad le dé ocasión de enriquecerse de tan altos tesoros, soportando las calumnias» (19-VIII-1742). Abandono, aridez: «doy gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino, abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz» (9-VII-1769). Enfermedades y penas: «las cruces que padece, tanto de enfermedad como de otras adversidades, son óptimas señales para usted; porque Dios le ama mucho, por eso le visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre» (28-XII-1769).
Por el don de sabiduría, sencillamente, los cristianos llegan a la perfecta madurez espiritual, y haciéndose imitadores del Apóstol «y del Señor, reciben la palabra con la alegría del Espíritu Santo, aun en medio de grandes tribulaciones» (1Tes 1,5-6).
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Disposición receptiva
Para disponerse al don de sabiduría, además de la oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:
1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por Dios -según él mismo confiesa- justamente «a causa de la sublimidad de mis revelaciones», es decir, «para que yo no me engría» (2Cor 12,7). Y es que cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.
En no pocos casos, como en Santa Margarita María de Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.
2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, «con artificiosas palabras», siempre han tratado de «desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan» (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que «la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida... Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz» (Exposición del Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: «éste es, a mi modo de ver el misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz» (El amor de la Sabiduría eterna 167).
3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.
Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es necesario «no adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no os configuréis a este mundo" [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz, la muerte a la vida» (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una u otra (ib. 74-103).
4. Devoción a la Virgen María. En cuanto a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:
«El mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen» (203). «Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría» (212).
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El don de Sabiduría.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe.
El don de sabiduría, el más excelso de todos los dones, da un conocimiento altísimo del mismo Dios. Por eso la eterna Sabiduría del Padre, cuando se encarna, llena el alma de Jesús con un grado inefable del don de sabiduría.
Él asegura conocer al Padre: «Yo le conozco porque procedo de Él, y Él me ha enviado» (Jn 7,29). «Vosotros no le conocéis, pero yo le conozco; y si dijera que no le conozco sería semejante a vosotros, un mentiroso; pero yo le conozco y guardo su palabra» (8,55; +6,46).
Más aún, Jesús conoce al Padre en una forma única, y tiene poder de comunicar a los hombres esa sabiduría suprema: «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11,27).
También los discípulos, por la virtud de la fe, conocen a Dios con segura certeza, pero «como en un espejo y en enigma» (1Cor 13,12). En cambio, por el don de sabiduría, son iluminados por el Espíritu Santo con una sabiduría de Dios sobrehumana y que tiene modo divino. Es la altísima sabiduría de Juan, contemplando al Verbo encarnado en el prólogo de su evangelio. Es la visión que San Pablo tiene del misterio de Cristo y de su Iglesia. Es la sabiduría de las elevaciones místicas de Francisco, Tomás, Catalina, Teresa...
La Escritura sagrada muestra con frecuencia la sabiduría espiritual como un don de Dios, como un don gratuito que ha de pedírsele a Él con toda insistencia y esperanza: «Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza» (Sab 7,7-8).
Así pues, «si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin vacilar en nada» (Sant 1,5-6).
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Teología
El don de sabiduría es un espíritu, una participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural, infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico de todos los dones del Espíritu Santo.
Se dice que es sabio aquel que conoce las cosas por sus causas. Un ignorante, por ejemplo, conoce la lluvia, pero ignora sus causas. Un científico conoce la lluvia y sus causas próximas. Un filósofo va en sus conocimientos más allá de la física -metafísica-, y puede referir el fenómeno de la lluvia a sus últimos principios en el orden natural, llegando incluso a una Causa universal. El teólogo, por su parte, posee la máxima sabiduría, pues su razón, iluminada por la fe, puede elevarse al conocimiento del orden sobrenatural, y por él explicar el orden natural.
Pues bien, el don de sabiduría, sin esfuerzo discursivo alguno, ilumina de un modo divino, sapiencial y experiencial, el conocimiento que el creyente tiene de Dios y de todas las cosas creadas, haciéndole conocer a éstas en Dios, que es su última causa. Es, pues, la más alta sabiduría que el hombre puede alcanzar en este mundo.
Por el don de sabiduría el creyente saborea y experimenta al mismo Dios, en quien cree por la virtud teologal de la fe. Y por ese mismo don recibe, al conocer y tener experiencia inmediata de Dios, causa última de todos los seres, un conocimiento sobrehumano de todas las cosas creadas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.
El don de sabiduría es, pues, especialmente, el que en la oración hace posible la contemplación mística de la Trinidad santísima.
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Santos
Podemos contemplar, por ejemplo, la acción maravillosa del don de sabiduría en Santa Ángela de Foligno, madre de familia, terciaria de las primeras generaciones franciscanas. Un pariente suyo, el franciscano fray Arnaldo, nos puso por escrito sus confesiones:
«En esta manifestación de Dios, aunque suene a blasfemia el decirlo, entiendo y tengo toda la verdad que hay en el cielo y en el infierno, en el mundo entero, en todo lugar, en toda cosa; y también toda la felicidad que se halla en el cielo y en toda criatura; y lo poseo con tal certeza y tal verdad, que de ninguna manera y a nadie podría creer diversamente. Si todo el mundo me dijese lo contrario, me burlaría de él.
«Veo a Aquél que es el ser, y cómo es el ser de toda criatura. Veo cómo Él me hizo capaz de entender ahora las cosas dichas... Me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste. Cuando estoy en Él no pienso en nada más.
«Alguna vez, estando yo en lo dicho, me dijo Dios: "hija de la sabiduría divina, templo del Amado y amada del Amado, hija de paz, en ti está toda la Trinidad, toda verdad. Como tú estás en mí yo estoy en ti". Y una de las operaciones del alma es que yo entienda con gran capacidad y con gran gusto cómo Dios viene al Sacramento del altar...
«Dios me ha guiado y elevado hasta el estado que dije, sin tener yo parte en ello, pues ni supe quererlo. Estoy ahora continuamente en tal estado. Con mucha frecuencia, Dios arroba al alma sin que haya de dar yo mi consentimiento, pues no espero ni pienso en cosa alguna. De repente Dios levanta al alma y quedo dominada; comprendo el mundo entero y no me parece estar más en la tierra, sino en el cielo, en Dios» (Libro de la Vida, memorial IX,5).
A la luz de estas descripciones, coincidentes sin duda con la experiencia mística de otros muchos santos, parece como si el don de sabiduría diera ya a vivir el cielo en esta tierra, cuanto ello es posible. Hasta la misma cruz de Cristo, a la luz del don de sabiduría, puede ser contemplada con gozo inefable. Así lo confiesa Ángela: «no me es posible ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este Dios-hombre doliente» (ib. VI,6).
Ángela «ve y desea ver aquel cuerpo muerto por nosotros, y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor sin dolor de la Pasión... Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado, atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas, injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa alguna... Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso que encontraba en él» (Memorial VII,2-3).
El don de sabiduría ilumina todo conocimiento sobrenatural de Dios, pero de un modo especial ayuda a penetrar la sagrada Eucaristía, el Mysterium fidei. Santa Catalina de Siena, por ejemplo, solía quedar en éxtasis durante horas después de haber recibido la comunión eucarística.
Esto daba ocasión a la envidia de algunas hermanas terciarias dominicas o a la burla odiosa de otras personas. Algunos, «mientras ella se encontraba en éxtasis, encolerizados, le daban puntapiés». Y en ocasiones, «los que habían sido soliviantados por las hermanas, se arrojaban alguna vez contra ella con tanta furia, que la cogían de cualquier modo y la levantaban a peso, insensible y entorpecida como estaba, y la arrojaban fuera de la iglesia como una inmundicia». Pero nada de esto era suficiente para alterar su paz y su alegría: «ella creía que todo había sido hecho con recta intención y por su bien» (Leyenda 405-406).
El don de sabiduría comunica al hombre «fuerza y sabiduría de Dios» allí donde los mundanos sólo hallan locura y escándalo (1Cor 1,23-24). Su objeto pleno es, sin duda, el misterio mismo de la Santísima Trinidad. Así, por obra del Espíritu Santo, llega a contemplarla, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús:
«Por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra [al alma] la Santísima Trinidad, todas tres Personas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios... Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios, qué diferente cosa es oír estas palabras y creerlas [por la virtud de la fe], a entender por esta manera [según el don de sabiduría] qué verdaderas son!» (VII Moradas 1,7-8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la oración continua puede ser vivida plenamente. Y así «cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece [que estas Personas divinas] se fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina compañía» (1,8).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando la deificación de la persona se hace perfecta, y llega a una total configuración a Jesucristo, cumpliendo la verdad del salmo: «contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El alma, en efecto, con una paz indecible (VII Moradas 2,13), «de todo lo que pueda suceder no tiene cuidado, sino un extraño olvido», aunque al mismo tiempo, por supuesto, puede con fidelidad absoluta «hacer todo lo que está obligado conforme a su estado» (3,1).
Es ahora, por el don de sabiduría, cuando se entiende con una nueva lucidez el mundo de las criaturas, y cuando por fin se sale de todo engaño, mentira o alucinación acerca de él. El mismo don que da un conocimiento sabroso de Dios, da también a conocer las criaturas en el mismo Dios, que es su causa. Concede, pues, este don un conocimiento sapiencial -con sabor y por sus causas-, de todo el mundo creado. En la oración, por ejemplo, dice Santa Teresa, se le representa al alma «cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto yo no lo sé» (Vida 40,9). San Juan de la Cruz, con más medios de conocimiento teológico y de lenguaje lírico, apenas logra decirlo en un texto maravilloso:
«Este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma de tanta grandeza, señorío y gloria, y de tan íntima suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y flores del mundo se trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad, y que todos los reinos y señoríos del mundo y que todas las potestades y virtudes del cielo se mueven; y no sólo eso, sino que también todas las virtudes y sustancias y perfecciones de todas las cosas creadas relucen y hacen el mismo movimiento, todo a una y en uno...
Entonces, «... todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida; porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y duración y fuerza en Él, y ve claro lo que Él dice en el libro de los Proverbios diciendo: "por mí reinan los reyes y por mí gobiernan los príncipes, y los poderosos ejercitan justicia y la entienden" (8,15-16).
«Y aunque es verdad que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y es otro esencial» (Llama 4,4-5). Y añade: «es cosa maravillosa» (4,6). El don de sabiduría, realmente, es maravilloso.
Ahora, por el don de sabiduría, todo lo mundano se ve como locura, los sabios parecen tontos, los ricos se ven como mendigos, y los fuertes como pobres inválidos (+Santa Teresa, Vida 20,26-27; 21,4-6). Todos están locos: es una mayoría cuantiosa la que corre alegre o desfallecida por el camino de la mentira que lleva a la perdición (+Mt 7,13).
Es ahora cuando, en justa reprocidad, el mundo considera que el sabio está loco. En efecto, el sabio piensa, dice y hace cosas muy raras, que son conformes a la divina lógica del Logos encarnado, pero completamente extrañas a la lógica del hombre carnal. El amor a la Cruz, en especial, da lugar ahora a unas actitudes sorprendentes. Un par de ejemplos de ello.
El jesuita San Pedro Claver era uno de los sacerdotes que en Cartagena de Indias solía ser llamado para atender en la cárcel a los condenados a muerte. Él les llevaba su mayor caridad, palabras de exhortación, el crucifijo, un librito para prepararse a bien morir ¡y algún cilicio o instrumento de penitencia!: «sufre, hermano, ahora que puedes merecer» (Valtierra-M. de Hornedo, S. Pedro Claver, BAC pop.69, Madrid 1985, 122). Y eran muchos, por supuesto, los condenados que reclamaban su asistencia.
San Pablo de la Cruz, en sus cartas, felicita cordialmente a quienes se ven abrumados por diversas cruces. Calumnias: «me alegro de que Su Divina Majestad le dé ocasión de enriquecerse de tan altos tesoros, soportando las calumnias» (19-VIII-1742). Abandono, aridez: «doy gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino, abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz» (9-VII-1769). Enfermedades y penas: «las cruces que padece, tanto de enfermedad como de otras adversidades, son óptimas señales para usted; porque Dios le ama mucho, por eso le visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre» (28-XII-1769).
Por el don de sabiduría, sencillamente, los cristianos llegan a la perfecta madurez espiritual, y haciéndose imitadores del Apóstol «y del Señor, reciben la palabra con la alegría del Espíritu Santo, aun en medio de grandes tribulaciones» (1Tes 1,5-6).
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Disposición receptiva
Para disponerse al don de sabiduría, además de la oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:
1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por Dios -según él mismo confiesa- justamente «a causa de la sublimidad de mis revelaciones», es decir, «para que yo no me engría» (2Cor 12,7). Y es que cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.
En no pocos casos, como en Santa Margarita María de Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.
2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, «con artificiosas palabras», siempre han tratado de «desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan» (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que «la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida... Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz» (Exposición del Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: «éste es, a mi modo de ver el misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz» (El amor de la Sabiduría eterna 167).
3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.
Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es necesario «no adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: "no os configuréis a este mundo" [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz, la muerte a la vida» (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una u otra (ib. 74-103).
4. Devoción a la Virgen María. En cuanto a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:
«El mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen» (203). «Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría» (212).
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