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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 18/09/2017 22:02 |
(Giovanni di Pietro Bernardone; Asís, actual Italia, 1182 - id., 1226)
Religioso y místico italiano, fundador de la orden franciscana. Casi sin
proponérselo lideró San Francisco un movimiento de renovación cristiana
que, centrado en el amor a Dios, la pobreza y la alegre fraternidad,
tuvo un inmenso eco entre las clases populares e hizo de él una
veneradísima personalidad en la Edad Media. La sencillez y humildad del pobrecito de Asís,
sin embargo, acabó trascendiendo su época para erigirse en un modelo
atemporal, y su figura es valorada, más allá incluso de las propias
creencias, como una de las más altas manifestaciones de la
espiritualidad cristiana.
Hijo de un rico mercader llamado Pietro di Bernardone,
Francisco de Asís era un joven mundano de cierto renombre en su ciudad.
Había ayudado desde jovencito a su padre en el comercio de paños y puso
de manifiesto sus dotes sustanciales de inteligencia y su afición a la
elegancia y a la caballería. En 1202 fue encarcelado a causa de su
participación en un altercado entre las ciudades de Asís y Perugia. Tras
este lance, en la soledad del cautiverio y luego durante la
convalecencia de la enfermedad que sufrió una vez vuelto a su tierra,
sintió hondamente la insatisfacción respecto al tipo de vida que llevaba
y se inició su maduración espiritual.
Del lujo a la pobreza
Poco después, en la primavera de 1206, tuvo San
Francisco su primera visión. En el pequeño templo de San Damián, medio
abandonado y destruido, oyó ante una imagen románica de Cristo una voz
que le hablaba en el silencio de su muda y amorosa contemplación: "Ve,
Francisco, repara mi iglesia. Ya lo ves: está hecha una ruina". El joven
Francisco no vaciló: corrió a su casa paterna, tomó unos cuantos rollos
de paño del almacén y fue a venderlos a Feligno; luego entregó el
dinero así obtenido al sacerdote de San Damián para la restauración del
templo.
Esta acción desató la ira de su padre; si antes había
censurado en su hijo cierta tendencia al lujo y a la pompa, Pietro di
Bernardone vio ahora en aquel donativo una ciega prodigalidad en
perjuicio del patrimonio que tantos sudores le costaba. Por ello llevó a
su hijo ante el obispo de Asís a fin de que renunciara formalmente a
cualquier herencia. La respuesta de Francisco fue despojarse de sus
propias vestiduras y restituirlas a su progenitor, renunciando con ello,
por amor a Dios, a cualquier bien terrenal.
A los veinticinco años, sin más bienes que su pobreza,
abandonó su ciudad natal y se dirigió a Gubbio, donde trabajó
abnegadamente en un hospital de leprosos; luego regresó a Asís y se
dedicó a restaurar con sus propios brazos, pidiendo materiales y ayuda a
los transeúntes, las iglesias de San Damián, San Pietro In Merullo y
Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. Pese a esta actividad,
aquellos años fueron de soledad y oración; sólo aparecía ante el mundo
para mendigar con los pobres y compartir su mesa.
La llamada a la predicación
El 24 de febrero de 1209, en la pequeña iglesia
de la Porciúncula y mientras escuchaba la lectura del Evangelio,
Francisco escuchó una llamada que le indicaba que saliera al mundo a
hacer el bien: el eremita se convirtió en apóstol y, descalzo y sin más
atavío que una túnica ceñida con una cuerda, pronto atrajo a su
alrededor a toda una corona de almas activas y devotas. Las primeras
(abril de 1209) fueron Bernardo de Quintavalle y Pedro Cattani, a los
que se sumó, tocado su corazón por la gracia, el sacerdote Silvestre;
poco después llegó Egidio.
San Francisco de Asís predicaba la pobreza como
un valor y proponía un modo de vida sencillo basado en los ideales de
los Evangelios. Hay que recordar que, en aquella época, otros grupos que
propugnaban una vuelta al cristianismo primitivo habían sido declarados
heréticos, razón por la que Francisco quiso contar con la autorización
pontificia. Hacia 1210, tras recibir a Francisco y a un grupo de once
compañeros suyos, el papa Inocencio III aprobó oralmente su modelo de vida religiosa, le concedió permiso para predicar y lo ordenó diácono.
Con el tiempo, el número de sus adeptos fue aumentando y
Francisco comenzó a formar una orden religiosa, llamada actualmente
franciscana o de los franciscanos. Además, con la colaboración de Santa Clara,
fundó la rama femenina de la orden, las Damas Pobres, más conocidas
como las clarisas. Años después, en 1221, se crearía la orden tercera
con el fin de acoger a quienes no podían abandonar sus obligaciones
familiares. Hacia 1215, la congregación franciscana se había ya
extendido por Italia, Francia y España; ese mismo año el Concilio de
Letrán reconoció canónicamente la orden, llamada entonces de los
Hermanos Menores.
Por esos años trató San Francisco de llevar la
evangelización más allá de las tierras cristianas, pero diversas
circunstancias frustraron sus viajes a Siria y Marruecos; finalmente,
entre 1219 y 1220, posiblemente tras un encuentro con Santo Domingo de Guzmán,
predicó en Siria y Egipto; aunque no logró su conversión, el sultán
Al-Kamil quedó tan impresionado que le permitió visitar los Santos
Lugares.
Últimos años
A su regreso, a petición del papa Honorio III,
compiló por escrito la regla franciscana, de la que redactó dos
versiones (una en 1221 y otra más esquemática en 1223, aprobada ese
mismo año por el papa) y entregó la dirección de la comunidad a Pedro
Cattani. La dirección de la orden franciscana no tardó en pasar a los
miembros más prácticos, como el cardenal Ugolino (el futuro papa
Gregorio IX) y el hermano Elías, y San Francisco pudo dedicarse por
entero a la vida contemplativa.
Durante este retiro, San Francisco de Asís
recibió los estigmas (las heridas de Cristo en su propio cuerpo); según
testimonio del mismo santo, ello ocurrió en septiembre de 1224, tras un
largo periodo de ayuno y oración, en un peñasco junto a los ríos Tíber y
Arno. Aquejado de ceguera y fuertes padecimientos, pasó sus dos
últimos años en Asís, rodeado del fervor de sus seguidores.
Sus sufrimientos no afectaron su profundo amor a Dios y
a la Creación: precisamente entonces, hacia 1225, compuso el
maravilloso poema Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol,
que influyó en buena parte de la poesía mística española posterior. San
Francisco de Asís falleció el 3 de octubre de 1226. En 1228, apenas dos
años después, fue canonizado por el papa Gregorio IX, que colocó la
primera piedra de la iglesia de Asís dedicada al santo. La festividad de
San Francisco de Asís se celebra el 4 de octubre.
Obras de San Francisco de Asís
Privadas de datos cronológicos, las obras de San
Francisco de Asís documentan, no la vida del santo, sino el espíritu y
el ideal franciscanos. Gran parte de estos escritos se ha perdido, entre
ellos muchas epístolas y la primera de las tres reglas de la orden
franciscana (compuesta en 1209 o 1210), que recibió la aprobación oral
de Inocencio III.
Sí que se conserva la llamada Regla I (en
realidad segunda), compuesta en 1221 con la colaboración, por lo que
hace referencia a los textos bíblicos, de Fray Cesario de Spira. Esta
regla (llamada no sellada porque no fue aprobada con el sello
papal) consta de veintitrés capítulos, de los cuales el último es una
plegaria de acción de gracias y de súplica al Señor, y reúne las normas,
amonestaciones y exhortaciones que San Francisco dirigía a sus
cofrades, las más veces en ocasión de los capítulos de la orden.
La Regla II, en realidad tercera (y llamada sellada,
puesto que recibió la aprobación pontificia el 29 de noviembre de
1223), consta de sólo doce capítulos y no es más que una repetición más
concisa y ordenada de la precedente, respecto a la cual no presenta
(como algunos investigadores han querido afirmar) novedades
sustanciales. Es la que continúa en vigor en la orden franciscana. En el
Testamento, escrito en vísperas de su muerte e impuesto como
parte integrante de la regla, San Francisco lega a sus compañeros de
orden, como el mayor tesoro espiritual, a madonna Pobreza.
En la primera edición completa de las obras de
San Francisco de Asís (la de Wadding), fueron diecisiete las epístolas
reputadas auténticas, pero su número se vio muy disminuido en las
ediciones críticas posteriores. La exhortación a la penitencia y a la
virtud, la importancia de la pobreza y del amor a Dios y los preceptos
de la orden son algunos de los temas recurrentes de su epistolario. Se
conservan asimismo unas pocas poesías religiosas en latín.
Otras obras destacadas son las Admonitiones, que contienen indicaciones de San Francisco para la recta interpretación de la regla, y De religiosa habitatione in eremo, dirigida a los frailes deseosos de llevar una vida eremítica. Las Admonitiones
muestran sus ideas morales en advertencias prácticas dadas a sus
hermanos, fruto de un continuo análisis de la propia vida interior.
Fundada en el Evangelio y las Epístolas de San Pablo, esta moral se
halla centrada por completo en el primer precepto, el del amor a Dios
por sí mismo y como único bien, del que todos los demás proceden y que
se sitúa por encima de todas las cosas: quien ama al Señor de esta forma
lo posee ya interiormente en la medida en que comprende que, sin Él, la
razón de nuestra vida se hundiría en las tinieblas y la nada.
El Cántico de las criaturas
A estas obras, todas ellas de alta significación
espiritual, debe sumarse una que reviste además una gran importancia
literaria: el Cántico de las criaturas (llamado también Laudes creaturarum o Cántico del hermano Sol),
redactado probablemente un año antes de su muerte. Según refiere la
leyenda, la escritura de este poema fue un don y el remedio para su
avanzada ceguera. Se trata de una plegaria a Dios, escrita en dialecto
umbrío y compuesta de 33 versos que no tienen un metro regular. La rima
repite el mismo modelo estilístico de la prosa latina medieval y de la
poesía bíblica, sobre todo el del Cantar de los cantares.
La plegaria, cuyo ritmo lento recuerda los rezos
matutinos, es de una extraordinaria belleza. Comienza elogiando la
grandeza de Dios y continúa con la belleza y la bondad del sol y los
astros, a los que alaba como hermanos; para la humildad del hombre
reclama el perdón y la dignidad de la muerte. La maestría poética con
que quedó expresado en esta composición el ideal franciscano tuvo
importantes consecuencias literarias y religiosas. No hay que olvidar
que su movimiento espiritual estaba formado en su mayor parte por gente
del pueblo que utilizaba la lengua vulgar; los cantos de esta multitud
de seguidores que recorrían campos y villas se llamaron laudes, y luego fueron recogidos en los laudarios
o libros de rezos de las cofradías de devotos. La influencia del poema
de San Francisco y de su literatura derivada se haría visible en la
poesía ascética y mística del Renacimiento.
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Cómo
San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
(Florecillas de San Francisco, Capítulo XXI)
En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio,
apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que
no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta
el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque
muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían
de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con
él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie
se aventuraba a salir de la ciudad.
San Francisco, movido a compasión de la gente del
pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de
los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la
señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus
compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros
vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente
hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de
muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para
ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la
boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la
señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:
-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de
parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San
Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y,
obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se
echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le
habló en estos términos:
-- Hermano lobo, tú estás haciendo
daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando
y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con
matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte
y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has
merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y
murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano
lobo, hacer las paces entre tu y ellos, de manera que tú no les ofendas
en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte
hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo,
de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer
cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San
Francisco:
-- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en
sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te
proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases
ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has
hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano
lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a
ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente
que lo prometía. San Francisco le dijo:
-- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para
que yo pueda fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y
el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de
San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego
le dijo San Francisco:
-- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que
vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre
de Dios.
El lobo, obediente, marchó con él como manso
cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió
rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y
pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a
la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo
reunido, San Francisco se levantó y les predicó,
diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales
calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el
fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la
ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un
pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto
más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a
Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os
librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro.»
Terminado el sermón, dijo San Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que
está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer
paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si
vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo
salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el
acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió
alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:
-- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir
para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni
a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?
El lobo se arrodilló y bajó la cabeza,
manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la
forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del
acuerdo. Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe
de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe
delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la
palabra que he dado en nombre tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la
mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron
tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a
devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el
lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por
haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los
había librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio;
entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y
sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque
iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por
fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los
habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad,
les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco.
En alabanza de Cristo. Amén.
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Los motivos del lobo
por Rubén Darío
El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbio, el terrible lobo.
Rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel, ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
Fuertes cazadores armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos o de corderillos.
Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo: --¡Paz, hermano
lobo! El animal
contempló al varón de tosco sayal,
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo: --¡Está bien, hermano Francisco!
-- ¡Cómo! -exclamó el Santo-. ¿Es ley que
tú vivas
de horror y de muerte?
La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor,
de tanta criatura de Nuestro Señor,
¿no ha de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?
Y el gran lobo, humilde: --¡Es duro el invierno
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no halle qué comer; y busqué el ganado,
y a veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
Y no era por hambre, que iban a cazar.
Francisco responde: --En el hombre existe
mala levadura.
Cuando nace viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gentes en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!
-- Está bien, hermano Francisco de Asís.
-- Ante el Señor, que todo ata y desata,
en fe de promesa, tiéndeme la pata.
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, baja la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.
Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó,
y dijo: --He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya nuestro enemigo
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios. --¡Así sea!,
contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.
Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por los montes, descendía al valle,
entraba a las casas y le daban algo
de comer. Mirábanle como a un manso galgo.
Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña,
y recomenzaron su aullido y su saña.
Otra vez sintióse el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto los alrededores;
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dio tregua a su furor jamás,
como si tuviera
fuego de Moloch y de Satanás.
Cuando volvió al pueblo el divino Santo,
todos le buscaron con quejas y llanto,
y con mil querellas dieron testimonio
de los que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.
Francisco de Asís se puso severo.
Se fue a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.
-- En nombre del Padre del sacro universo,
conjúrote -dijo-, ¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho.
Como en sorda lucha habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:
-- Hermano Francisco, no te acerques mucho.
Yo estaba tranquilo allá, en el convento;
al pueblo salía
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaba la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguí tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así me apalearon y me echaron fuera,
y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente,
mas siempre mejor que esa mala gente.
Y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar,
como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad.
El Santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: Padre nuestro, que estás en los cielos...
Tomado del Directorio Franciscano
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De: GAMA 6 |
Enviado: 30/11/2023 01:47 |
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