41. Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el
de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha
alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en
algunos sectores se encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo.
Mucho cabría decir sobre este tema tan complejo y tan delicado, pero
nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas
indicaciones, ya conocidas. Con gusto hacemos nuestro el principio:
pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de
insistir en lo que nos divide. Este es un tema bueno y fecundo para
nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo cordialmente. Diremos
más: que en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la
espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a
estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los Hermanos cristianos,
todavía separados de nosotros. Nada más deseable para Nos que el
abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad. Pero también hemos de
decir que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y
en las exigencia de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia
en este punto. Pero ahora, que la Iglesia católica ha tomado la
iniciativa de volver a reconstruir el único redil de Cristo, no dejará
de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará
de mostrar cómo las prerrogativas, que mantienen aún separados de ella a
los Hermanos, no son fruto de ambición histórica o de caprichosa
especulación teológica, sino que se derivan de la voluntad de Cristo y
que, entendidas en su verdadero significado, están para beneficio de
todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud
cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y
merecedora, por la oración y por la penitencia, de la deseada
reconciliación.
Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo
precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados
por muchos Hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a
ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo
confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay
quienes sostienen que si se suprimiese el primado del Papa la
unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más
fácil? Queremos suplicar a los Hermanos separados que consideren la
inconsistencia de esa hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia
católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo
el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no
existiría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios
sustitutivos del auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían
tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente
San Jerónimo(65).
Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia
no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de
dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No
es una vana retórica la que al Vicario de Cristo atribuye el título
deservus servorum Dei.
En este plano nuestro diálogo siempre está abierto porque, aun antes de
entrar en conversaciones fraternas, se abre en coloquios con el Padre
celestial en oración y esperanza efusivas.
Auspicios y esperanzas
42. Con gozo y alegría, Venerables Hermanos, hemos de hacer notar que
este tan variado como muy extenso sector de los Cristianos separados
está todo él penetrado por fermentos espirituales que parecen
preanunciar un futuro y consolador desarrollo para la causa de su
reunificación en la única Iglesia de Cristo.
Queremos implorar el soplo del Espíritu Santo sobre el "movimiento
ecuménico". Deseamos repetir nuestra conmoción y nuestro gozo por el
encuentro —lleno de caridad no menos que de nueva esperanza— que tuvimos
en Jerusalén con el Patriarca Atenágoras; queremos saludar con respeto y
con reconocimiento la intervención de tantos representantes de las
Iglesias separadas en el Concilio Ecuménico Vaticano II; queremos
asegurar una vez más con cuánta atención y sagrado interés observamos
los fenómenos espirituales caracterizados por el problema de la unidad,
que mueven a personas, grupos y comunidades con una viva y noble
religiosidad. Con amor y con reverencia saludamos a todos estos
cristianos, esperando que, cada vez mejor, podamos promover con ellos,
en el diálogo de la sinceridad y del amor, la causa de Cristo y de la
unidad que El quiso para su Iglesia.
Diálogo interior en la Iglesia
43. Y, finalmente, nuestro diálogo se ofrece a los hijos de la Casa de
Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que ésta, la
romana es "mater et caput". ¡Cómo quisiéramos gozar de este familiar
diálogo en plenitud de la fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán
intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a
todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio
doctrinal y espiritual! ¡Cuán sincero y emocionado, en su genuína
espiritualidad, cuán dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo
contemporáneo! ¡Cuán capaz de hacer a los católicos hombres
verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos
y valientes!.
Caridad, obediencia
44. Este deseo de moldear las relaciones interiores de la Iglesia en el
espíritu propio de un diálogo entre miembros de una comunidad, cuyo
principio constitutivo es la caridad, no suprime el ejercicio de la
función propia de la autoridad por un lado, de la sumisión por el otro;
es una exigencia tanto del orden conveniente a toda sociedad bien
organizada como, sobre todo, de la constitución jerárquica de la
Iglesia. La autoridad de la Iglesia es una institución del mismo Cristo;
más aún: le representa a El, es el vehículo autorizado de su palabra,
es un reflejo de su caridad pastoral; de tal modo que la obediencia
arranca de motivos de fe, se convierte en escuela de humildad
evangélica, hace participar al obediente de la sabiduría, de la unidad,
de la edificación y de la caridad, que sostienen al cuerpo eclesial, y
confiere a quien la impone y a quien se ajusta a ella el mérito de la
imitación de Cristo que se hizo obediente hasta la muerte(66).
Así, por obediencia enderezada hacia el diálogo, entendemos el
ejercicio de la autoridad, todo él impregnado de la conciencia de ser
servicio y ministerio de verdad y de caridad; y entendemos también la
observancia de las normas canónicas y la reverencia al gobierno del
legítimo superior, con prontitud y serenidad, cual conviene a hijos
libres y amorosos. El espíritu de independencia, de crítica, de
rebelión, no va de acuerdo con la caridad animadora de la solidaridad,
de la concordia, de la paz en la Iglesia, y transforma fácilmente el
diálogo en discusión, en altercado, en disidencia: desagradable fenómeno
—aunque por desgracia siempre puede producirse— contra el cual la voz
del apóstol Pablo nos amonesta: Que no haya entre vosotros
divisiones(67).
Fervor en sentimiento y en obras
45. Estemos, pues, ardientemente deseosos de que el diálogo interior,
en el seno de la comunidad eclesiástica, se enriquezca en fervor, en
temas, en número de interlocutores, de suerte que se acreciente así la
vitalidad y la santificación del Cuerpo Místico terrenal de Cristo. Todo
lo que pone en circulación las enseñanzas de que la Iglesia es
depositaria y dispensadora es bien visto por Nos; ya hemos mencionado
antes la vida litúrgica e interior y hemos aludido a la predicación.
Podemos todavía añadir la enseñanza, la prensa, el apostolado social,
las misiones, el ejercicio de la caridad; temas éstos que también el
Concilio nos hará considerar. Que todos cuantos ordenadamente
participan, bajo la dirección de la competente autoridad, en el diálogo
vitalizante de la Iglesia, se sientan animados y bendecidos por Nos; y
de modo especial los sacerdotes, los religiosos, los amadísimos seglares
que por Cristo militan en la Acción Católica y en tantas otras formas
de asociación y de actividad.
Hoy mas que nunca, vive la Iglesia
46. Alegres y confortados nos sentimos al observar cómo ese diálogo
tanto en lo interior de la Iglesia como hacia lo exterior que la rodea
ya está en movimiento: ¡La Iglesia vive hoy más que nunca! Pero
considerándolo bien, parece como si todo estuviera aún por empezar;
comienza hoy el trabajo y no acaba nunca. Esta es la ley de nuestro
peregrinar por la tierra y por el tiempo. Este es el deber habitual,
Venerables Hermanos, de nuestro ministerio, al que hoy todo impulsa para
que se haga nuevo, vigilante e intenso.
Cuanto a Nos, mientras os damos estas advertencias, nos place confiar
en vuestra colaboración, al mismo tiempo que os ofrecemos la nuestra:
esta comunión de intenciones y de obras la pedimos y la ofrecemos cuando
apenas hemos subido con el nombre, y Dios quiera también que con algo
del espíritu del Apóstol de las Gentes, a la cátedra del apóstol Pedro; y
celebrando así la unidad de Cristo entre nosotros, os enviamos con esta
nuestra primera Carta,in nomine Domini, nuestra fraterna y paterna
Bendición Apostólica, que muy complacido extendemos a toda la Iglesia y a
toda la humanidad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Transfiguración de
Nuestro Señor Jesucristo, 6 de agosto del año 1964, segundo de nuestro
Pontificado.