Todo estaba empacado. El tic-tac del reloj se hacía cada vez más fuerte, apesadumbrando el ambiente y acrecentando la tensión mientras que sus agujas se aproximaban cada vez más a la hora de despedida. Sí, finalmente la separación estaría consumada y aquel matrimonio que había sido feliz en algunos de sus 25 años llegaría a su fin. Un último suspiro y todo quedó listo.
La mujer paseaba nerviosa por la sala, revisando las cajas y los últimos preparativos y su marido, esperaba sentado en la silla de mimbre de la cocina a que llegara el camión de la mudanza.
Ya habían determinado quién se quedaría con los recuerdos. A pesar de que suelen ser el centro de discordia para muchos, la mecedora de la abuela Nina, el retrato del primo Marco, el baúl de algarrobo, preciado regalo de bodas, no habían provocado conflictos entre ellos.
Echaron una última ojeada a la casa y repararon en un pequeño detalle, que no habían tenido en cuenta. Sobre la mesa, yacía silencioso un paquete de madera con las deliciosas galletas de la vieja tía Maruca, sabia conocedora de los secretos de la cocina. Habían disfrutado durante años la suave textura de la crema debajo de la crocante y delgada capa de coco que las recubría, deleitándose con el aroma de la miel y el sabor de aquel tercer elemento secreto que las hacían aún más especiales y las diferenciaba de las galletas comunes.
Contentos se precipitaron a saborearlas pero para evitar discusiones de último momento decidieron repartir la mitad para cada uno. Uno, dos, tres… nueve. Solo había nueve galletas de miel y unas pocas migajas pero ningún rastro de una décima. Propusieron, entonces, varias ideas para dividirlas pero ninguna pareció convencerlos. ¡La galleta sobrante había provocado más discordia que la silla mecedora y más aún, que el entrañable baúl de algarrobo!
Finalmente se comprometieron a un reto. El que más rápido comiera las cuatro galletas que le pertenecían podría quedarse con la novena. Aunque más tarde advirtieran lo descabellado que sonaba la idea, les pareció lo más propicio en ese momento.
La mujer, que era una corpulenta señora de gran contextura física, se sentó en frente de su marido y sin más, no tardó en comer sus galletas. El esposo, por el solo hecho de ser hombre, las devoro al mismo tiempo. Embriagados por el dulce sabor de la miel, se miraron con sus cachetes inflados y con pedazos de coco bordeando sus labios. Continuaron mirándose así durante un largo segundo. El tiempo pareció detenerse, el sordo sonido del tic-tac había desaparecido y el mundo interrumpió sus ruidos mientras se colaba afanoso y expectante por la ventana para conocer al vencedor.
Cuando volvieron a tomaron conciencia, se abalanzaron sobre la última galleta, que divertida observaba desde el centro de la mesa el espectáculo que había desencadenado. En ese momento sus manos se chocaron. Se tocaron, se sintieron.
Sin pensar, sin querer el leve roce despertó sus sentidos y desato aquella sensación de vértigo tal vez ya desgastada por los años de matrimonio. Seguían conservando en sus bocas el dulce sabor de veranos inolvidables, peleas, reencuentros, pasiones, momentos…
Y como dos enamorados que se aman desde la primera mirada quedaron encantados bajo el mismo hechizo que muchos años antes los había sorprendido de igual forma. Siguieron explorándose como el primer día, el deseo de volver a sentirse comenzó a arder en sus entrañas. Querían empezar de nuevo y que sus cuerpos redescubran juntos la locura del amor.
En ese momento se oyó lejano, el sonido del timbre. Probablemente era el camión de la mudanza pero optaron por no escucharlo. Con una mirada cómplice se levantaron tomados aun de la mano y se refugiaron en la habitación tras cerrar la puerta, dejando atrás a la novena galleta de miel, culpable de la discordia pero al mismo tiempo causante de que la llama del amor volviera a brillar.