CONSIDERACIONES SOBRE
LA PLURALIDAD DE EXISTENCIAS
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– El dogma de la reencarnación, dicen ciertas personas, no es nuevo, pues fue tomado de Pitágoras. Jamás dijimos que la Doctrina
Espírita sea de moderna invención. Al provenir de una ley natural, el
Espiritismo debe haber existido desde el origen de los tiempos y
siempre nos hemos esforzado en probar que se encuentran vestigios
de él en la más remota antigüedad. Pitágoras como sabemos no es el
autor del sistema de la metempsicosis, pues lo tomó de los filósofos
indios y de los medios egipcios, donde existía desde tiempos
inmemoriales. La idea de la transmigración de las almas era, pues,
una creencia común, admitida por los hombres más eminentes. ¿Por
qué medio llegó hasta ellos? ¿Por revelación o por intuición? No lo
sabemos, pero, como quiera que sea, una idea no atraviesa los tiempos
y es aceptada por inteligencias destacadas, sin que tenga su lado serio.
La antigüedad de esa doctrina sería más bien una prueba que una
objeción. Hay, sin embargo, como igualmente se sabe, entre la
metempsicosis de los antiguos y la moderna doctrina de la
reencarnación, esta gran diferencia que los Espíritus rechazan de la
manera más absoluta: la transmigración del alma del hombre para los
animales y de los animales para el hombre.
Enseñando el dogma de la pluralidad de las existencias
corporales, los Espíritus renuevan, pues, una doctrina que nació en
las primeras edades del mundo y que se conservó hasta nuestros días
en el pensamiento íntimo de muchas personas.
Sólo que nos la presentan bajo un punto de vista más racional,
más conforme con las leyes progresivas de la Naturaleza y más en
armonía con la sabiduría del Creador, despojada de los accesorios de
la superstición. Una circunstancia digna de notarse es que no fue sólo
a través de este libro que ellos la enseñaron en los últimos tiempos.
Antes de su publicación fueron obtenidas, en diversos países,
numerosas comunicaciones y después se multiplicaron
considerablemente. Acaso sería esta ocasión de examinar, porque todos
los Espíritus parecen no estar conformes con este punto; esto lo
haremos más adelante.
Haciendo abstracción de la intervención de los Espíritus,
examinemos esta materia bajo otro aspecto, dejémoslos de lado por
ahora; supongamos que esta teoría no fue enseñada por ellos y más
aún: que nunca fue pensada por ellos. Coloquémonos,
momentáneamente, en un terreno neutro, admitiendo el mismo grado
de probabilidades a una y otra hipótesis, a saber: la pluralidad y la
unidad de las existencias corporales y veamos para cual de ellas nos
conduce la razón y nuestro propio interés.
Ciertas personas rechazan la idea de la reencarnación por el
único motivo de que no les conviene y dicen que bastante tienen con
una sola existencia y que no quisieran empezar otra semejante.
Reconocemos que la sola idea de aparecer nuevamente en la Tierra
las hace exasperar la ira. Pero, tenemos solo una cosa que preguntarles,
y es si piensan que Dios pidió sus consejos y consultó su gusto para
regular el Universo. Pues bien, una de estas dos cosas, o la
reencarnación existe, o no existe; si existe, aunque les contraríe, será
necesario soportarla sin que Dios tenga que pedirles permiso para
ello. Parécenos oír a un enfermo que dice: “Demasiado he sufrido
hoy, no quiero sufrir más mañana”. Por mucho que sea su mal humor,
no dejará de ser preciso sufrir, mañana y en los días siguientes, hasta
que esté curado; por tanto, si deben volver a vivir corporalmente,
vivirán y se reencarnarán; protestarán inútilmente, como un niño que
no quiere ir a la escuela o un condenado que no quiere ir a prisión,
pues, es necesario que pasen por ella. Semejantes objeciones son muy
pueriles para merecer un examen más serio. No obstante, diremos
para tranquilizarlos, que la Doctrina Espírita sobre la reencarnación
no es tan terrible como imaginan, si la hubiesen estudiado a fondo no
estarían tan asustados. Sabrían que las condiciones de esa nueva
existencia dependen de ellos; que será feliz o infeliz según lo que
hayan hecho en este mundo, y que pueden elevarse tanto, desde esta
vida, que no abrigarán temores de caer de nuevo en el lodazal.
Suponemos que hablamos con personas que creen en un futuro
cualquiera después de la muerte, y no con aquellas cuya perspectiva es
la nada, o que pretenden ahogar su alma en el todo universal, como las
gotas de lluvia en el océano, lo que viene a ser lo mismo. Si creéis,
pues, en un porvenir cualquiera, no admitiréis sin duda, que sea el mismo
para todos, pues de lo contrario, ¿cuál sería la utilidad del bien? ¿Por
qué reprimirse, y no satisfacer todas las pasiones, todos los deseos,
aunque fuese a costa de otros, puesto que no tendría consecuencias?
¿Creéis que semejante porvenir será más o menos feliz o infeliz
según lo que hayamos hecho durante la vida y desearéis, por
consiguiente, que sea lo más feliz posible, puesto que debe ser eterno?
¿Tendréis, acaso, la pretensión de ser uno de los hombres más perfectos
que existen en la Tierra y de tener, por ello, el derecho de alcanzar sin
dificultades la felicidad suprema de los elegidos? No. Luego admitís
que hay hombres que valen más que vosotros y que tienen derecho a
una mejor situación, sin que con eso estéis entre los condenados. ¡Muy
bien! Colocaos, por un instante, con el pensamiento, en esa situación
media que sería la vuestra, como lo admitís, y suponiendo que alguien
os diga: “Sufrís y no sois tan felices como podríais serlo, mientras
tenéis ante vosotros seres que disfrutan una felicidad perfecta, ¿queréis
cambiar vuestra posición con la de ellos? –Sin duda responderéis: ¿y
qué debo hacer para lograrlo?– Poco menos que nada, volver a empezar
lo que hicisteis mal y procurar hacerlo mejor. –¿Dudaríais en aceptarlo,
aunque fuese a costa de muchas existencias de pruebas? Pongamos
una comparación más prosaica. Si a un hombre que, sin ser un
pordiosero, sufre privaciones a causa de la escasez de sus recursos, se
le dijese: “He allí una inmensa fortuna de la que podéis disfrutar,
basta para ello, que trabajéis arduamente durante un minuto”. Aunque
fuese el más perezoso de la Tierra diría sin titubear: “Trabajemos un
minuto, dos, una hora, un día si fuere necesario. ¿Qué importa todo
eso si voy a terminar mi vida en la abundancia?” Y en efecto, ¿qué es
la duración de la vida corporal, comparada con la eternidad? Menos
que un minuto, menos que un segundo.
Hemos oído hacer este argumento: Dios, que es soberanamente
bueno, no puede condenar al hombre a empezar de nuevo una serie de
miserias y tribulaciones. ¿Acaso se puede sacar la conclusión de que
hay más bondad en condenar a un hombre a un sufrimiento perpetuo
por algunos momentos de error, que ofreciéndole medios de reparar
sus faltas? “Había dos fabricantes, cada uno de los cuales tenía un
obrero que podía aspirar a ser socio de su principal. Sucedió que, en
cierta ocasión, ambos obreros emplearon muy mal su jornada de
trabajo, mereciendo por ello ser despedidos. Uno de los dos fabricantes
despidió al obrero a pesar de sus súplicas, el cual no encontrando
trabajo murió en la miseria. El otro dijo al suyo: perdiste un día y me
debes otro en compensación. Ejecutaste mal tu trabajo y me debes
reparación. Te permito que vuelvas a empezarlo; procura hacerlo bien
y no te despediré y podrás continuar aspirando a la posición superior
que te prometí”. ¿Hay necesidad de preguntar cuál de los dos
fabricantes fue más humano? Y Dios, que es la misma clemencia,
¿será más inexorable que un hombre? La idea de que nuestro destino
queda eternamente decidido por algunos años de prueba, aun cuando
no haya dependido siempre de nosotros la consecución de la
perfección en la Tierra, tiene algo de doloroso, mientras que la idea
contraria es eminentemente consoladora, pues no nos arrebata la
esperanza. Así, pues, sin decidirnos ni en pro ni en contra de la
pluralidad de las existencias, sin dar predilección a una hipótesis o a
otra, diremos que, si podemos escoger, no existe nadie que prefiera
un juicio sin apelación. Un filósofo dijo que si Dios no existiera sería
necesario inventarlo para la felicidad del género humano; podría
decirse lo mismo de la pluralidad de existencias. Pero como dijimos,
Dios no nos pide permiso, ni consulta nuestro gusto; esto es o no es.
Veamos de que lado están las probabilidades y examinemos la materia
bajo otro aspecto, haciendo siempre abstracción de la enseñanza de
los Espíritus y considerándola únicamente como estudio filosófico.
Es evidente que, si no existe la reencarnación, sólo hay una
existencia corporal. Si nuestra actual existencia corporal es la única,
el alma de cada hombre es creada al nacer, a menos que se admita su
anterioridad, en cuyo caso se preguntaría lo que era el alma antes de
su nacimiento y si ese estado no constituiría de alguna forma una
existencia. No cabe término medio: o el alma existía o no existía antes
del cuerpo; si existía antes del cuerpo, ¿cuál era su situación? ¿Tenía
o no conciencia de sí misma? Si no tenía conciencia era como si no
existiese. Si tenía su individualidad, ¿era progresiva o estacionaria?
En uno y otro caso, ¿en qué grado se encontraba al ingresar en el
cuerpo? Admitiendo, de acuerdo con la creencia vulgar, que el alma
nace con el cuerpo, o lo que da lo mismo, que antes de su encarnación
no tenía sino facultades negativas, sentamos las siguientes cuestiones:
1 - ¿Por qué el alma manifiesta aptitudes tan diversas e
independientes de las ideas adquiridas por la educación?
2 - ¿De dónde proviene la actitud extranormal de ciertos niños
de cierta edad para tal arte, o ciencia, mientras otros no pasan de ser
incapaces o mediocres durante toda la vida?
3 - ¿De dónde proceden las ideas innatas o intuitivas de unos,
de las cuales carecen otros?
4 - ¿De dónde se originan en ciertos niños esos instintos
precoces de vicios o virtudes, esos sentimientos innatos de dignidad
o de bajeza, que contrastan con el medio en que han nacido?
5 - ¿Por qué, haciendo abstracción de la educación, están más
adelantados unos hombres que otros?
6 - ¿Por qué hay salvajes y hombres civilizados? Si adoptáis a
un niño hotentote recién nacido y lo educáis en los mejores colegios,
¿haréis de él algún día, un Laplace o un Newton?