Yo, Señor, te invoco cada día, y hacia ti extiendo las manos (Salmo 88: 9).
LA CONSAGRACIÓN DIARIA A DIOS era vital para la nación judía; y lo es para nosotros hoy. El holocausto matutino y vespertino les brindaba la oportunidad de consagrarse a Dios para las labores del día, y para reflexionar en ellas al descansar en la noche. Necesitamos hacer esto con diligencia cada día. «Si bien Dios condena la mera ejecución de ceremonias que carezcan del espíritu de culto, mira con gran satisfacción a los que le aman y se postran de mañana y tarde, para pedir el perdón de los pecados cometidos y las bendiciones que necesitan».
Este holocausto matutino y vespertino llegó a ser muy importante con el paso del tiempo, cuando la mayoría de los judíos no estaba cerca del santuario o del templo para ir a orar mientras este sacrificio se ofrecía. Los que vivían lejos, o en países remotos, y querían consagrarse a Dios cada día, lo hacían en sus hogares a esas horas, en el lugar donde estuvieran, para unirse en oración y hacer propios esos sacrificios. Tal fue la práctica de Daniel en Babilonia (Dan. 6: 10).
Estos sacrificios se ofrecían sobre el altar de los holocaustos, que era el primer mueble del santuario que el adorador encontraba al entrar por la puerta del atrio. La misma posición de este altar, junto a la puerta de entrada del santuario, indicaba que la primera necesidad del pecador era que sus pecados fuesen lavados por la sangre del cordero. Así debe ser también hoy en nuestra experiencia. Lo primero que tenemos que hacer es reconocer nuestra condición pecaminosa, y acudir a Cristo, el Cordero que fue sacrificado por nosotros.
Reflexionemos en esto: «A la mañana y a la noche, el padre, como sacerdote de la casa, debe confesar a Dios los pecados cometidos durante el día por él mismo y por sus hijos […]. Esta norma, celosamente observada por el padre cuando está presente, o por la madre cuando él está ausente, resultará en bendiciones para la familia»