EL ADOLESCENTE, 2ª PARTE
Autosuficiencia y consejo
Cuentan que en un puente estrecho, de aquellos típicos que se encontraban hace unos siglos como colgados entre las dos orillas de un torrente, se paró en cierta ocasión un mulo, afirmándose con terquedad en el sitio.
Intentaron arrastrarlo por la cabeza, empujarle, e incluso molerle a palos las costillas, pero no había modo de hacerle avanzar. A uno y otro extremo del puente la gente esperaba con impaciencia.
Hasta que llegó uno que parecía entender de mulos, se acercó, agarró al mulo por el rabo y tiró de él hacia atrás. Al sentir que le querían hacer retroceder, el animal salió como una flecha hacia adelante, dejando el paso libre.
Hay personas que son como aquel mulo: el mismo espíritu de contradicción. Parece que están esperando a saber de qué se habla para decir que ellos piensan lo contrario. Su norma principal es decir y hacer lo opuesto a lo que se diga o se haga.
Para educar a esas personas, quizá lo mejor sería contratar los servicios de un experto en testarudos, como ése de la anécdota, para que les diga en cada momento lo contrario de lo que de ellos se quiera conseguir.
Es triste ser tercos como aquel mulo, o tan autosuficientes que nunca sepamos aceptar un consejo. Todos necesitamos de alguien que nos ayude y nos comprenda; de alguien, al menos, con quien poder desahogarnos alguna vez.
Desahogarse un poco y pedir ayuda a quien nos la puede prestar
es ya un paso importante.
Primero, porque significa que ya nos hemos dado cuenta de que necesitamos esa ayuda.
Después, porque al explicar las cosas a otra persona, suelen adquirir más objetividad y entonces ya las comprendemos mejor. Además, el mero hecho de contarlo produce ya un gran desahogo.
Y por último, porque seguro que nos pueden ayudar mucho con algún buen consejo.
--Algunos dicen que quienes piden consejo para todo van como a remolque de los demás, que son gente de poca personalidad.
Pedir consejo no implica seguirlo siempre, ni descargar en quien nos aconseja la responsabilidad de la decisión. No quita que sigamos siendo los autores y supremos responsables de nuestras vidas. El consejo hay que tomarlo de quien nos merezca confianza, y luego decidir por nuestra cuenta.
Como el niño que aprende a nadar o a montar en bicicleta, poco a poco debe ir soltándose de quien le enseña, para poder aprender. Luego, sin que le estén sujetando, seguirá recibiendo consejos para mejorar su estilo. Pero tan equivocado sería sostenerle indefinidamente como dejarle caer mil veces mientras no logra aprender la técnica del equilibrio.
Es muy duro para cualquiera no tener a nadie que le sepa dar un consejo oportuno en los momentos de dificultad. Les sucede a veces a las personas mayores, y sucede con más frecuencia a los niños. Muchos no tienen ningún amigo de su edad ni ningún adulto a quien abrir su corazón, nadie en quien confiar.
Pero más aún sufren aquellos que sí tienen en quien confiar, pero no quieren hacerlo porque son demasiado orgullosos y se empeñan en rumiar pesadamente en soledad lo que seguramente se arreglaría con facilidad en una sencilla conversación de padre a hijo, o de hermanos, o de amigos.
Siempre contribuirá en gran medida a la paz y la alegría en la familia que todos se preocupen por ayudar.
Pero a veces resultará más importante que aprendamos a dejarnos ayudar, a escuchar esa voz amiga que tiene la lealtad de darnos un buen consejo