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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: hectorspaccarotella  (Mensaje original) Enviado: 19/12/2012 20:31

Agujeros

En los años 40 Teresa de Calcuta llevaba 20 años sirviendo como religiosa en una orden europea en la India. Había mucho trabajo pero el servicio que brindaban era escolaridad primaria y secundaria a niñas inglesas que vivían en ese país. Niñas blancas, hijas de funcionarios del gobierno inglés y comerciantes (en una época en que este país era colonia inglesa).

Fuera de las paredes del convento estaban los nativos, viviendo en la más extrema pobreza, muriendo en las calles, ya que los hospitales del gobierno no recibían a los moribundos o pacientes de enfermedades terminales porque preferían atender a aquellos que tuvieran alguna chance de supervivencia.

A la pobreza estructural que tenía de por sí ese país asiático, se sumó la originada en que como súbdito inglés, la India participó junto a los aliados en la segunda guerra mundial. Por supuesto que los soldados que participaron correspondían a grupos familares nativos.

Más pobreza, más desolación. Muchas de esas familias quedaron sin hombres que trabajaran, porque habían muerto en la guerra. Mujeres, niños y ancianos morían día a día en las calles de hambre o de enfermedades asociadas a la pobreza extrema. Enfermos de tuberculosis, de lepra, de inanición.  Y en la más completa soledad.

Teresa sintió a mitad de los 40 lo que llamó “un llamado dentro del llamado”. Comenzó allí su lucha con la estructura del catolicismo romano para dejar la orden religiosa europea, y comenzar a vivir entre los “pobres más pobres”, sin depender de subsidios europeos, de ninguna organización de hombres.

Ella también quería ser pobre, sin bienes materiales, quería ser india y sentirse india para que esa gente la sintiera una más. Para que a través de sus manos esa gente pudiera saber del amor de Jesús.

Si no podía cambiar sus destinos, si no podía evitar que murieran, por lo menos podría abrazarlos para que tuvieran la oportunidad de llevar a Cristo en su corazón y sintiendo el calor de dos brazos donde recostar su cabeza en el último suspiro.

Y así, desafiando las autoridades y sin tener todavía permiso de Roma, deja los hábitos europeos de Loreto para vestir ropa india. Sin tener donde vivir ni cómo sobrevivir. Allí en Calcuta comenzó a finales de los 40 la orden de las Misioneras de la Caridad, hoy difundida por todo el mundo. También en nuestros países latinoamericanos.

Pero no verás monjitas de este grupo religioso viviendo en el corazón de nuestras ciudades ni educando a nuestros niños y jóvenes de clase media o clase alta.

Cada una de estas mujeres hace 4 votos a Dios en el momento de ordenarse: Pobreza, Castidad, Obediencia y el COMPROMISO DE TRABAJAR UNICAMENTE ENTRE LOS POBRES MÁS POBRES.

No estoy haciendo un análisis doctrinal y te pido que mires este artículo parándote más allá de que vos que estás leyendo pertenezcas o no a la misma fe que estas hermanas religiosas. Leyendo sobre el trabajo de estas Misioneras de la Caridad pude encontrar cómo Jesús mismo le hablaba a Teresa de ir “a los agujeros y a las cuevas donde se refugiaban estos indigentes, para que salgan del pecado y puedan saber de Su Inmenso Amor.

El mundo terminó reconociendo su trabajo, al punto que por ejemplo recibió antes de morir el premio Nobel de la Paz (entre otros muchos).

Leía este libro prácticamente agotado (muy dificil de conseguir) de editorial Planeta que revela la correspondencia de Teresa durante sus más de 70 años de servicio a cristo, mientras pasaba un poco más de una semana en Buenos Aires.

Y no pude dejar de sentirme muy incómodo. Te puedo asegurar que fue muy dificil.

Quisiera ser descriptivo para que puedas entender la magnitud de lo que busco reflejarte. Me alojé en el departamento donde vive mi hijo, a unas cuadras de la emblemática avenida “9 de Julio” (a ojos de la soberbia argentina, la más ancha del mundo). Muy cerca de esta, corta trasversalmente la avenida Corrientes, justo en el punto de la Plaza de la República (caracterizada por el famoso obelisco).

Entre el 500 y el 2000 de esa avenida es un verdadero placer recorrer innumerables librerías, cines, casas de comidas, teatros. Una importantísima actividad cultural que dura hasta altísimas horas de la noche. Podés ver gente cenando o comprando libros hasta las 02 AM.

Las condiciones de seguridad son buenas porque es zona turística, de modo que matrimonios y familias completas caminan disfrutando de luminarias, carteles, espectáculos callejeros.

Sin embargo, si uno se desplaza unos metros solamente hacia alguna de las calles transversales, la imagen cambia completamente: cientos (¿miles?) de personas hace años viven o sobreviven en las veredas. ¿Sus bienes? Una caja de cartón, una bolsa de polietileno, una frazada y en el mejor de los casos una vieja colchoneta de gomaespuma.

Durante el día, cuando los comercios de esas calles abren sus puertas, desaparecen. Pero por las noches vuelven a acomodarse en los dinteles, en las entradas que no están enrejadas ni muy iluminadas. Y pasan la noche allí, aunque el frío apriete, aunque la lluvia húmeda de la capital porteña penetre hasta los huesos. Con el agobiante calor, los insectos y olores del verano o con el penetrante y húmedo frío del invierno porteño.

No tienen casa, ni un techo de ningún tipo. Son hombres, mujeres, niños, familias completas, parejas que hasta puede uno ver compartir su intimidad en medio de turistas y habitantes de la ciudad que pasan mostrando aparente apatía. Como si no vieran nada.

(Sé que no es indiferencia, sino impotencia).

La persona que me acompañaba, me decía “no los mires”. “Lo mejor es no mirarlos”.

Pero el corazón se me fruncía en el pecho, veía sus rostros oscuros de meses sin bañarse ni higienizarse de ninguna forma, veía sus ropas harapientas y sucias, sus bolsas con sus pocas pertenencias. Escuchaba los niños llorar.

Ellos tampoco miraban a los caminantes. Sus miradas se perdían en el piso.

Los más pobres entre los pobres.

Los que no tienen nada.

Los que no son nada ni tienen ninguna esperanza de serlo.

Y veía a Jesús en sus rostros, y sentía deseos de abrazarlos, de estar allí, de pasar la noche con ellos, de escucharlos, de darles un poco de dignidad que les haga sentir que seguían siendo humanos.

 

Una vez tiempo atrás llegó a la congregación donde servía aquí en la ciudad patagónica de Río gallegos, un hombre en estado de ebriedad. Sus pantalones orinados, su rostro impregnado del color característico de aquellas personas que hace mucho, demasiado tiempo que no se bañan.

Un hombre joven, de alrededor de 40 años.

Lo recibí, lo abracé y le pregunté cómo se llamaba.

-“Antonio”, me dijo.

Lo senté en primera fila y le serví un vaso de agua.

Su hedor era tan fuerte que las personas que estaban sentadas ese domingo cerca, se alejaron a otras bancas.

El hombre durmió durante la mitad de la reunión, pero luego se despertó y parecía escuchar el mensaje que estaba siendo dado.

Al final, se puso de pie, se acercó a la plataforma y se postró llorando como pocas veces había visto a un hombre hacerlo. El piso estaba mojado por las lágrimas a tal punto que otro colaborador fue a buscar con qué limpiarlo.

Cuando se puso de pie, uno de los jóvenes me llamó porque ese hombre quería hacer su oración de fe y aceptar a Cristo en su corazón.

Me acerqué a él y me dijo:

-“yo lo que quiero es que Dios me perdone”.

-¿De qué tiene que perdonarte?

-Yo maté a mi padre. 8 puñaladas le pegué. (Y me mostraba en mi cuerpo los lugares donde el cuchillo había penetrado).

-¿Y porqué lo mataste?

-Porque le pegaba mucho a mi mamá. Desde que era chiquito le pegaba. Llegó un momento en que tuve que pararlo porque la iba a matar a ella… Después me entregué y estuve en la carcel, 8 años.

Era muy duro, demasiado duro para mi alma.

-Yo estoy seguro que Dios ve tu corazón, y te perdona, Antonio. Y ante los hombres ya pagaste tu deuda. Ahora tenés que perdonarte a vos mismo.

-Pero yo no tengo paz, hace mucho que no puedo dormir. Solamente quiero que Dios me perdone para encontrar paz.

Volví a abrazarlo y le pregunté dónde vivía.

-En la calle, (en los fierros de unas locomotoras oxidadas) hace 13 meses.

Me quebré con él, lloramos los dos. Hizo su oración de fe, pero no encontró paz.

Lo vinculé con mi pastor, que tampoco dio la ayuda que necesitaba… y se terminó yendo, al agujero social de donde había venido.

 

Pobres.

Los pobres más pobres.

Los más pobres entre los pobres.

Los que ya no tienen dignidad para sentirse humanos.

 

Ha pasado el tiempo, y miro los ojos de Antonio. Y los rostros de cada uno de aquellos que duermen en la calle en Buenos Aires o en cualquier otra gran ciudad del mundo (porque es un fenómeno globalizado).

Encerrados en sus agujeros, mugrientos, borrachos (que buscan llenar el vacío de sus vidas en el alcohol barato que solamente destruye).

Y en ellos lo ví a Jesús mirándome.

Sus manos no estaban perforadas por los clavos, pero Él estaba allí.

Mientras los caminantes de la vida miraban para otro lado, mientras la sociedad hace como que no existen.

Mientras el hombre del siglo se enceguece con las luces de las ciudades, y se engaña llenándose el vacío del pecho con cosas más caras que la caja de cartón del vino de los pobres… pero que cumplen la misma función.

Almas adormecidas.

Corazones que prefieren no mirar.

Manos que no saben cómo actuar.

No sé qué habrá sido de la vida de Antonio. Se perdió en la estadística, volvió a la noche de donde había venido.

Buscó su oportunidad entre “los vivos”, “entre los iluminados” pero se dio cuenta de la ilusión y se volvió a esconder en el agujero espiritual lleno de oscuridad donde se refugian los que tiraron la toalla porque no pueden entender a Dios… y no hay quienes les enseñen a entenderlo.

 

HECTOR SPACCAROTELLA

Río Gallegos, Argentina

hectorspaccarotella@hotmail.com

www.puntospacca.net

 



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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: Dios es mi paz Enviado: 20/12/2012 02:46
 
 
Gracias hermano por estar presente con tus mensajes, fué hermoso leerlo,  bendiciones, Araceli


Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: Lolis Navarrete Enviado: 10/03/2013 04:07
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