“Titanic” – Restos de un naufragio en el fondo del alma
¿Quién no ha leído, visto o escuchado alguna vez algo de aquel legendario barco de principios del siglo XX llamado “Titanic”? Sus constructores se vanagloriaban de que “no podría hundirse jamás”.
Su viaje inaugural fue el primero y el último. Había zarpado desde Southampton, Inglaterra, con destino a Nueva York, EE.UU. La noche del 14 de abril de 1912, a mitad de su trayecto, un gigantesco témpano de hielo le hizo una brecha en el casco, en las heladas aguas del Océano Atlántico Norte. Aquel infortunado hecho le costó la vida a más de mil quinientas personas.
¿Y qué tiene que ver esto con nosotros? Pues, bien, La historia que nos ocupa hoy tiene un paralelismo con esto. Es mi propia historia y la de muchos chicos que hoy sufren arrastrando las cadenas de un pasado difícil.
Era un joven como tantos que a poco de convertirme deseaba más que nada en el mundo, servir a Dios. Fui grande (a mis propios ojos, claro está). Era tan inteligente, capaz y trabajador; como rebelde, prepotente, soberbio y arrogante. Amaba los primeros asientos de la Iglesia, disfrutaba con hacerme ver, llamar la atención, deslumbrar, “lucirme” delante de la gente. “Hundirme” no estaba en mis planes, precisamente. En pocas palabras: era un verdadero “Titanic”.
Muchos años después, regresé con mi familia a una pequeña iglesia de mi juventud. Me había ido de allí con problemas con su ministro. Hoy, después de muchos años, otra vez los volvía a tener.
En la gesta del “Titanic”, después de casi un siglo pudieron ser extraídos hacia la superficie objetos y restos del desastre para su estudio y análisis. Se estudiaron relatos de testigos y sobrevivientes, planos del barco, reportes meteorológicos de la época; se consultaron técnicos, constructores, navegantes e ingenieros. Se realizaron mediciones y se tomaron numerosas imágenes de los restos de la embarcación en el fondo del océano.
Algo muy parecido estaba ocurriendo ahora con mi vida. La situación que vivía, al principio me causó desánimo y frustración, pero pronto descubrí que movilizaba experiencias, recuerdos, emociones y sentimientos que habían estado “hundidos” muy en lo profundo de mi corazón.
Como emergidos desde el fondo del mar hallamos durante ese año con mi esposa, objetos, agendas, fotos y testimonios de mi juventud y mis primeros años en aquella pequeña congregación. Cosas que además de examinar, estudiar y analizar; también fueron motivo de cuidadosa reflexión.
Comprendí entonces que ahora me encontraba exactamente donde había sido el punto de mi naufragio.
Clamé a Dios y Él obró. Pedí a Dios que me revelara mis errores. Los que conocía y los que me eran ocultos también. Fue entonces cuando se hizo la luz. Años de soledad, marginación, una familia irregular, una niñez difícil con mala salud, temor, carencias, desasosiego y conflictos personales no resueltos habían hecho de mí un joven retraído, enfermizo y con muy baja autoestima.
Volver al punto de mi naufragio me ayudó a comprender que sin saberlo me veía a mí mismo como miserable y perdedor. Vivía frustrado y resentido. Mi soberbia, no era otra cosa que un intento vano de compensar la baja autoestima. En pocas palabras, presumir la grandeza que no tenía.
Me quebré y entendí que mi vida continuaría así a menos que reconociera la derrota, de quién es la batalla y quién está al mando.
Cuando miré al Señor con humildad y lo hice también Señor de mi derrota, entonces conocí la victoria.
Hoy te animamos a que abras tus ojos y tu corazón a la luz de Dios. Clama y te responderá. Te sorprenderás de las cosas que va a mostrarte de ti mismo. Cosas que siempre estuvieron allí, delante de tus propios ojos, sólo que no las podías ver. Entonces, y recién entonces, tu alma tendrá ahora una carga menos.
Autor: Luis Caccia Guerra