En cada ciudad hay personas así. Gente destacada, que es admirada por muchos porque aparentemente no les falta nada. Parecen tener todo lo que un hombre necesita.
Una bella esposa, hijos hermosos, un auto importado en la puerta, una casa con todo el confort y ubicada en el barrio más pintoresco de la ciudad, una cuenta bancaria abultada con dinero suficiente para que puedan vivir sin que les falte nada el resto de su vida.
Este señor se llamaba Roberto, y por su prestigio le habían agregado el “Don”, así que se lo conocía en el pueblo como “Don Roberto”. Hombre muy rico, que tenía de todo en abundancia. Podía comprar lo que se le antojara. Sus empresas empleaban a más de 500 personas. Además era bondadoso y justo.
Una tarde tomó en sus brazos a Margarita, su pequeña hija de diez años de edad, y después de juguetear con ella por un momento le preguntó:
—¿Te pusiste a pensar en lo afortunada que sos por ser hija del hombre más rico de esta ciudad?
(No lo decía con orgullo. Es que como padre sentía que le estaba dando a su hija la mejor vida que se le puede dar. No sólo estaba rodeada de lujos, sino también de amor).
—Sí, papá -respondió Margarita-. todos te envidian. ¡Cómo quisieran tener todos tu felicidad!
Todo le iba bien a Don Roberto.
Pero la vida tiene sus giros imprevistos, y a los pocos meses Margarita murió en un horrible accidente.
Era inexplicable. Nada de todo lo que su hija había tenido pudo protegerla. Todo el dinero del mundo no podría haber evitado lo que pasó.
Ya nada tenía sentido. Esto era más de lo que Roberto podía sobrellevar.
Como pasa con muchos, este buen hombre se quebrantó, se dio a la bebida, al juego y a un estilo de vida que solamente le traía más destrucción y dolor.
Con el tiempo perdió también todos sus bienes.
Su empresa quebró porque no había quien la dirigiera. Quinientas familias quedaron en la calle. Los empleados despedidos hicieron piquetes en las avenidas céntricas reclamando por sus empleos.
Aquel hombre que se había ganado el respeto de su comunidad, ahora tenía que esconderse porque ya no era bien mirado.
Quebrantado de espíritu, dejó la ciudad donde había sido tan popular, y se fue peregrinando en busca de paz y consuelo.
Al pasar por una población rural, encontró a la salida de uno de los graneros que un hombre revolvía el trigo con una gran pala.
—¿Por qué no dejas en paz esos granos? —le preguntó.
—Es necesario revolverlos para que no se pudran —fue la respuesta.
Pasando luego por un campo, vio a otro que araba la tierra con una reja de arado muy aguda.
—¿Por qué cortas tan profundo la tierra? —preguntó.
—Para que sea más blanda, y así se empape bien de lluvia y sol; es necesario que pase por el arado porque de este modo estará lista para la siembra—respondió el campesino.
Mientras pasaba por un viñedo, observó que un obrero cortaba, con tijeras, los sarmientos de las matas.
—Amigo —preguntó Roberto—, ¿por qué estás maltratando atormentas algunas ramas de los parrales de uvas. Sintió que la planta estaba siendo mutilada, y le preguntó al empleado: “¿porqué estás haciendo sufrir ese parral de uvas?
—es necesario que corte las ramas periféricas, las que están parcialmente secas, las que ya no tienen muchas posibilidades de dar buenos frutos, para que la viña pueda dar una cosecha buena y abundante —contestó el obrero.
Don Roberto se quedó muy pensativo. Ese hombre que había sido próspero en amor familiar y en dinero, aquel hombre que de tenerlo todo terminó en la peor de las miserias humanas, estaba recibiendo un mensaje muy profundo.
Caminó hacia la soledad de un bosque cercano, cayó de rodillas, levantó los ojos al cielo y exclamó:
«¡Señor mío!, yo soy el trigo que has revuelto para que no me pudra.
Soy la tierra que has cortado con un profundo surco del arado para que me vuelva blando y esté listo para la siembra. Yo soy esa planta de uvas que tuviste que podar para que dé buen fruto.
Hoy me doy cuenta que estás trabajando en mi vida para que sea mejor. Te pido que me ayudes para que acepte someterme a tu mano fuerte, para que ya no me resista, de modo que pueda llegar a ser el siervo útil que Vos querés que sea.»
Don Roberto comprendió que los golpes de la vida producen madurez, fuerza y gracia, y una verdadera paz inundó todo su ser.
A pesar de haberlo perdido todo, llegó a comprender que podía ser un hombre verdaderamente feliz.
Que cada día que comienza es una oportunidad de construir una vida nueva.
Feliz es la persona que en medio de la disciplina aprende su lección.
Conozco a muchos que han debido pasar por el tajo profundo del surco del arado para encontrar un sentido a sus vidas.
Conozco a muchos que han debido ser sarandeados y revueltos para recibir el oxígeno espiritual que les permitiera seguir vivos.
La Biblia declara que todas las cosas les ayudan a bien a los que a Dios aman.
¿Creés esa afirmación?
Entonces pidamos de Dios esa clase de fe, y veremos que cuanto más oscura es la noche, más glorioso es el amanecer.
Cristo quiere ser nuestro compañero de viaje en nuestro peregrinaje por este mundo. Él prometió no dejarnos solos. Estar a nuestro lado siempre.
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