La Inquisicion en España en el año 1682
Cuando la persona acusada es condenada, es o bien duramente azotada, violentamente torturada, enviada a galeras, o condenada a muerte; y en todo caso le son confiscados sus bienes. Después del juicio, se lleva a cabo una procesión que se dirige al lugar de la ejecución, ceremonia que se llama un auto da fe, o auto de fe. Lo que sigue es un relato de un auto de fe llevado a cabo en Madrid en el año 1682. Tuvo lugar el treinta de mayo. Los oficiales de la Inquisición, precedidos por trompetas, timbales y su bandera, desfilaron a caballo hasta el lugar de la plaza mayor, donde hicieron la proclamación de que el treinta de junio se ejecutaría la sentencia contra los presos. De estos presos, iban a ser quemados veinte hombres y mujeres, y un mahometano renegado; cincuenta judíos, hombres y mujeres, que nunca antes habían sido encarcelados, y arrepentidos de sus crímenes, fueron sentenciados a un largo confinamiento, y a llevar una coroza amarilla. Toda la corte de España estaba presente en esta ocasión. El gran trono del inquisidor fue situado en una especie de estrado muy por encima de él del rey. Entre los que iban a ser quemados se encontraba una joven judía de exquisita hermosura, de sólo diecisiete años. Encontrándose al mismo lado del cadalso en que estaba la reina, se dirigió a ella con la esperanza de conseguir el perdón, con las siguientes patéticas palabras: «Gran reina: ¿no me será vuestra regia presencia de algún servicio en mi desgraciada condición? Tened compasión de mi juventud, y ¡ah, considerad que estoy a punto de morir por una religión en la que he sido enseñada desde mi más tierna infancia!» Su majestad parecía compadecerse mucho de su angustia, pero apartó su mirada, porque no se atrevía a decir una palabra en favor de una persona que había sido declarada hereje. Ahora comenzó la Misa, en medio de la cual el sacerdote acudió desde el altar, se puso cerca del cadalso, y se sentó en una silla dispuesta para él. Entonces el gran inquisidor descendió desde el anfiteatro, vestido con su capa, y con una mitra en la cabeza. Después de inclinarse ante el altar, se dirigió hacia el palco del rey, y subió a él, asistido por algunos de sus oficiales, llevando una cruz y los Evangelios, con un libro conteniendo el juramento mediante el que los reyes de España se obligan a proteger la fe católica, a extirpar a los herejes, y a sustentar con todo su poder las actuaciones y los decretos de la Inquisición; un juramento semejante fue tomado de los consejeros y de toda la asamblea. La Misa comenzó a las doce del mediodía, y no acabó hasta las nueve de la noche, alargada por una proclamación de las sentencias de varios criminales, que habían ya sido pronunciadas por separado en voz alta, una tras otra. Después de esto siguió la quema de los veintiún hombres y mujeres, cuyo valor en esta horrenda muerte fue verdaderamente asombroso. El rey, por su situación cerca de los condenados, pudo oír muy bien sus estertores mientras morían; sin embargo no pudo ausentarse de esta terrible escena, por cuanto era considerado un deber religioso, y por cuanto su juramento de coronación le obligaba a dar sanción, por su presencia, a todos los actos del tribunal. J.Fox