Un amigo cercano me dijo algo en el teléfono que me tomó por sorpresa. Sentí que fue mordaz y me molestó profundamente. No le colgué, pero corté la conversación y él se dio cuenta que realmente me había provocado.
Esa conversación encendió un fuego bajo mi piel. Estaba perturbado, herido y agitado. La ira, la indignación y el dolor empezaron a inundarme y, en poco tiempo, empecé a sentirme molesto al respecto.
Comencé a caminar de un lado a otro en mi estudio, tratando de orar, pero estaba tan molesto y preocupado que apenas podía concentrarme en el Señor. Oré: “Dios, mi amigo me menospreció y no había razón para ello. Tenía que haber sido el diablo tratando de provocarme. ¡No tengo que escuchar eso!”
Permití que estos pensamientos se cocieran a fuego lento durante una hora aproximadamente. Entonces, finalmente, llegué a un punto de ebullición y exclamé: ¡"Señor, realmente estoy hirviendo en esto!"
Fue entonces cuando oí ese silbo apacible y delicado de Dios, diciendo: “David, apaga esa llama ahora mismo. Estás hirviendo en tus propios jugos de dolor, ira y odio porque has sido herido profundamente. Pero lo que estás haciendo es peligroso, no te atrevas a seguir haciéndolo”.
Hace mucho tiempo que aprendí que cuando el Espíritu Santo habla, hay que prestar atención. Me arrepentí de inmediato y pedí Su perdón. Después me senté y me puse a pensar: “¿Qué fue lo que me provocó tanto? Y ¿Por qué estuve hirviendo de ira por dentro? No puedo permanecer enojado con este amigo. Hemos sido amigos cercanos durante mucho tiempo y sé que lo voy a perdonar. Entonces, ¿Por qué estoy tan disgustado?”
De repente, me di cuenta: Estaba hirviendo de ira por dentro, no como resultado de esa conversación hiriente, sino que estaba enojado porque me había permitido ser provocado fácilmente otra vez. Yo estaba preocupado y molesto conmigo mismo porque de nuevo había caído rápidamente en un viejo hábito que yo pensaba que había vencido.
La forma más rápida de "apagar la llama" es confiar en el perdón de Cristo. Él está dispuesto a perdonar en todo tiempo. “Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y grande en misericordia para con todos los que te invocan” (Salmo 86:5).