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Respuesta  Mensaje 1 de 5 en el tema 
De: hectorspaccarotella  (Mensaje original) Enviado: 29/03/2013 21:07

Con el corazón en la mano

 

Hay días en que regreso de la reunión en la congregación con el corazón partido. Son jornadas especiales en que me toca de cerca sentir la desesperación de alguien que echado de rodillas y con lágrimas en sus mejillas pide desesperado al Padre, porque se da cuenta que solo no puede, que si dependiera de sus fuerzas o sus posibilidades, estaría condenado al fracaso.

Lo veo levantar los brazos al Cielo, lo veo arrinconarse en algún lugar donde nadie le preste atención.

No está mostrando su oración a los hombres.

Llega un punto en que no le interesa mostrarse a otros. Solamente hay Uno a quien quiere llegar. El pañuelo no alcanza, el piso comienza a mojarse, pero no quiere levantarse. Las rodillas seguirán en el mismo lugar hasta tener alguna señal de que ha sido escuchado.

Y me desespero porque quiero abrazar a estos sufrientes, consolarlos, traerles esperanza.

Pero me quedo quieto, porque me doy cuenta que no puedo hacer nada, que intentar ayudar podría entorpecer el objetivo de su búsqueda desesperada.

 

Entonces es cuando entiendo.

No es a mí, no soy yo, no es conmigo.

 

El Señor al que amo está presente y es Él quien abraza, es Él quien consuela, pero fundamentalmente es Él quien escucha.

Está escuchando cada palabra antes que sea pronunciada, recogiendo cada lágrima antes que toque el piso, proveyendo la fortaleza que el alma humana necesita para seguir adelante.

Hay veces que oramos construyendo oraciones que intentan ser naves espaciales, que tengan toda la potencia para vencer la gravedad, atravezar la atmósfera y llegar más allá de las estrellas.

Estructuras enormes, llenas de energía, que son producto del ingenio humano tratando de llegar a Dios.

 

Pero ese que echado de rodillas derrama sus lágrimas no ha preparado nada, siente que ya no sirve lo aprendido, que todo lo que le enseñaron sus líderes espirituales sobre “cómo se debe orar” pierde sentido y está vacío de contenido.

Sólo hay unas manos abiertas y una mirada que no se atreve a despegarse de las baldosas del piso.

Algunos de ustedes oran como una nave espacial, poderosa, imperturbable, de altura e imponente. Las palabras retumban en las nubes y producen un estampido supersónico en los cielos. Son seguidas de una luz cegadora que intenta opacar la del sol mismo.

Me siento lejos de esas oraciones de poder. A veces pienso que no podré elevarlas más de dos metros del piso. Lejos de la estructura poderosa de las naves Apollo que usó la NASA para llegar a la Luna, mucho menos aparatosa que una nave espacial o un avión gigantesco de pasajeros.

Mi oración no es vistosa, vuela a baja altura, pareciera que recorre siempre un camino parecido y muchas mañanas resulta difícil hacer arrancar el viejo motor.

 

Muchos somos así. A la mayoría nos vendría bien un ajuste en nuestras vidas de oración.

A algunas de ellas les falta estabilidad. Se encuentran en un desierto o en un oasis.

Períodos largos, áridos y secos interrumpidos por breves zambullidas en las aguas de la comunión.  Momentos en que quisiéramos haber aprendido más y conocer mejor el camino, pero estamos ahí, sin saber para donde ir, sin tener seguridad de hacia dónde dar el próximo paso.

Pasamos días o semanas sin oración estable, pero luego sucede algo, escuchamos un sermón, leemos un libro, experimentamos una tragedia, algo nos conduce a la oración, de manera que nos zambullimos. Nos sumergimos en la oración y salimos refrescados y renovados.

Admiro a los poderosos guerreros de oración, que levantan la voz en el templo gritando más que hablando, con la firmeza de quien sabe qué palabra decir en cada momento.

Hay otros que estamos necesitados de sinceridad. Nuestras oraciones son un tanto huecas, memorizadas y rígidas. Más liturgia que vida. Y a pesar de ser diarias, son aburridas.

 

¿Por qué razón querría hablar conmigo el Dios de los cielos?

 

Si Él lo sabe todo, ¿quién soy yo para decirle alguna cosa?

Si Él todo lo controla, todo lo puede, todo lo conoce, ¿quién soy yo para hacer intentar una herramienta de comunicación con mis limitaciones humanas?

El escritor Max Lucado ofrece un hombre. Me gustaría que pudiéramos conocerlo juntos:

No te preocupes, no se trata de un santo de vida monástica. No se trata de un apóstol de

rodillas callosas. Tampoco se trata de un profeta de renombre ni un pastor mediático.

Nunca lo vas a ver en un canal cristiano ni escuchar en un programa de radio.

Nunca vas a encontrar sus libros en las vidrieras de alguna librería de esas que encontraron la forma de comerciar con temas cristianos.

Es justamente todo lo contrario. Es uno de esos hombres que alguna vez pudieras haber visto echado en tierra llorando una oración que no pueden expresar con palabras.

 El padre de un hijo enfermo que necesita un milagro. La oración del padre no es gran cosa, pero la respuesta y el resultado nos recuerdan algo que me parece una verdad maravillosa: el poder no está en la magnífica estructura de la oración; está en el que la escucha.

¡El poder está en quien escucha!

Este padre oró con desesperación. Su hijo, su único hijo, estaba poseído por un demonio. Este joven no sólo era sordo, mudo y epiléptico, sino que también estaba poseído por un espíritu maligno.

Desde la infancia del muchacho el demonio lo lanzaba repetidamente en el fuego y en el agua.

Imaginate el dolor de ese padre.

Él podía ver a otros padres que acompañaban a sus hijos en el crecimiento, que iban juntos de la mano camino a la escuela o a la iglesia. Pero él se desesperaba y desconsolaba porque lo que veían sus ojos y escuchaban sus oídos era el sufrimiento de su hijo.

Mientras otros enseñaban a sus hijos un oficio, él sólo intentaba mantenerlo con vida. No podía dejarlo solo ni siquiera un minuto.

¿Quién sabía cuándo llegaría el siguiente ataque?

El padre debía permanecer de guardia, atento, las veinticuatro horas del día. Ya habían pasado años, estaba desesperado y cansado. No tenía fuerzas de una oración aparatosa y potente como una nave espacial.

Sólo necesitaba que Aquel que tenía el poder de sanar a su hijo escuchara.

Y entonces oró: «Pero si tú puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos».

¿Te suena valiente? ¿ Te parece confiada? ¿te parece una oración de poder?

No lo creo.

Dice Lucado que un solo cambio de palabras habría marcado una gran diferencia.

Qué tal si hubiese dicho:

 

«Ya que puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos».

 

Pero eso no fue lo que dijo. Era una oración llena de dudas. Hasta llegó a pensar que posiblemente esto estuviera fuera del alcance. Si yo estuviera haciendo esa oración, posiblemente lo diría así: “mirá, si vos crees que podés hacer algo, tené compasión de nosotros  y danos una mano”.

No es una expresión que diría alguien subido a un púlpito con un micrófono en la mano.

Eran palabras que brotaban desde la desesperación, desde el agotamiento.

Escuchalo, Comenzó con un deseo, una súplica sincera. Nada de frases aprendidas ni tonos altos. Nada que sonara bonito en los oídos de los hombres.

Nada de posiciones asumidas.

Sólo oración.

Una oración débil, pero oración al fin.

Tenemos la tentación de posponer la oración hasta que sepamos cómo orar.

Hemos escuchado las oraciones de los que son espiritualmente maduros.

Hemos leído de personas que pasan horas enteras de rodillas. Vemos en nuestra comunidad espiritual a personas que pasan 15, 20 o 30 días ayunando, suspenden actividades, se encierran.

Estamos muy lejos de ellos. Estamos convencidos de que nos aguarda una larga travesía.

Por ahí podemos ofender a Dios con nuestras palabras humildes y nuestra debilidad espiritual. Muchas veces hasta decidimos esperar a que podamos aprender a orar antes de hacerlo.

Menos mal que este hombre no cometió ese mismo error. La oración no era su fuerte.

Y la suya no fue gran cosa.

 

Marcos 9:21 al 24  Jesús preguntó al padre: ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? Y él respondió: Desde su niñez. Y muchas veces lo ha echado en el fuego y también en el agua para destruirlo. Pero si tú puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos.

Jesús le dijo: "¿Cómo si tú puedes?" Todas las cosas son posibles para el que cree.

Al instante el padre del muchacho gritó y dijo: Creo; ayúdame en mi incredulidad.

 

«Ayúdame en mi incredulidad»

 

Esta oración no está destinada a formar parte de un manual de adoración. Ningún salmo resultará de esta expresión del hombre. La suya fue sencilla, no hubo encanto ni cántico. Nadie la haría en un templo en voz alta.

Pero Jesús respondió.

Respondió no a la oración potente como una nave espacial, no a la estructura enorme de un poderoso avión de pasajeros. No a los 5 años de seminario de teología.

 

Jesús respondió al dolor.

 

Jesús tenía muchos motivos para ignorar el pedido de este hombre.  

Recién regresaba de la montaña, del Monte de la Transfiguración. Mientras estuvo allí su rostro se cambió y su ropa se volvió blanca y resplandeciente. Fue transfigurado.

Cuando bajaba de ese momento impresionante y magnífico, encontró caos.

Sus propios discípulos y los sacerdotes y líderes religiosos están discutiendo.

Una multitud de curiosos está mirando. ¿Discutirían si es correcto o no orar en lenguas al enfermo? ¿Discutirían si hay o no que ungir con aceite su rostro?

Un muchacho, que había sufrido durante toda su vida, está en medio de ellos.

Y un padre que había venido buscando ayuda está desalentado, preguntándose por qué ninguno puede ayudarlo.

Los discípulos han fracasado, los escribas están entretenidos, el demonio está victorioso y el padre está desesperado.

Y sin embargo surge su tímida voz.

«Si tú puedes hacer algo...»

¿quién escucha esas palabras? ¿qué líder prestaría atención?

 

Marcos 9:25 al 27  Cuando Jesús vio que se agolpaba una multitud, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu mudo y sordo, yo te ordeno: Sal de él y no vuelvas a entrar en él.

Y después de gritar y de sacudirlo con terribles convulsiones, salió: y el muchacho quedó como muerto, tanto, que la mayoría de ellos decían: ¡Está muerto!

Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó, y él se puso en pie.

 

Esto turbó a los discípulos. No bien se alejaron de la multitud le preguntaron a Jesús: «¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?»

La respuesta de Jesús es clara: «Esta clase de espíritu con nada puede salir, sino con oración».

¿Cuál oración?

¿Cuál oración fue la que llegó hasta Dios?

¿Fue la oración de los apóstoles? No, ellos no oraron.

Los escribas tampoco oraron. La gente no oró.

Ni siquiera se dobló una rodilla.

¿Entonces cuál fue la oración que llevó a Jesús a liberar al muchacho del demonio?

Sólo hay una oración en la historia. Es la oración sincera de un hombre que sufre.

Y ya que Dios se conmueve más por nuestro dolor que por nuestra elocuencia, respondió.

 

Eso es lo que hacen los padres.

Nuestras oraciones pueden ser torpes.

Nuestros intentos pueden ser débiles.

Pero como el poder de la oración está en el que la oye y no en el que la pronuncia,

la oración torpe y sencilla pero a corazón abierto de aquel que ya no sabe qué decir y no puede contener sus lágrimas, la oración del que reconoce que no sabe cómo seguir, que no puede solo y se siente absolutamente impotente y hasta dudoso, es la que a ojos de Dios sí es escuchada.

 

HECTOR SPACCAROTELLA          

tiempodevocional@hotmail.com

www.puntospacca.net

 

Extraído, adaptado y enriquecido con aportes propios, de "Todavía remueve piedras", por Max Lucado, Editorial Betania.



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De: Dios es mi paz Enviado: 29/03/2013 21:33
Cuanto no cuesta humillarnos y cuanto nos ama el Señor! El nos conoce, y nos entiende...Araceli
 

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De: Lolis Navarrete Enviado: 31/03/2013 00:53
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De: Lolis Navarrete Enviado: 01/04/2013 03:44
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De: Lolis Navarrete Enviado: 02/04/2013 04:40
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