Habían nacido en la antigua Yugoslavia. Él, Bosko Breckic, era serbio y
cristiano. Ella, Almira Ismic, era
croata y musulmana.
La región que durante gran parte del siglo XX fue parte
de Yugoslavia ha sido siempre sacudida por conflictos étcnicos, políticos,
religiosos.
El país era una conglomeración de seis repúblicas
regionales y dos provincias autónomas, que estaba dividido según las etnias y
que en la década de 1990 se separó en varios países independientes. Estas
ocho uniones federales pasaron a ser seis repúblicas: Eslovenia, Croacia,
Bosnia y Herzegovina, Macedonia. Una región donde se hablan cuatro idiomas,
donde se profesan tres religiones oficiales, donde hay dos modelos de
alfabetos.
Y en medio de ese dificil panorama social, Bosko y Almira.
Las diferencias políticas, raciales, culturales y
religiosas hacían imposible que ellos se hicieran amigos.
Pero como el amor no discrimina, se conocieron, se
enamoraron y se juraron amor eterno.
Eran de bandos contrarios. Como dicen los jóvenes hoy,
“tenían todo en contra”.
Los dos tuvieron que enfrentar tremendos conflictos
familiares y prejuicios raciales y religiosos.
Imaginate vos y tu familia, si te hubieras enamorado de
un musulman o una musulmana...
Claro, el amor
es así. Esta historia de “montescos y capuletos” que imaginó Shakespeare en
su Romeo y Julieta se ha repetido en toda la historia del hombre hasta
nuestros días.
Pero esa región de Europa que formaba la vieja
Yugoslavia ha vivido en los 90 guerras civiles que generaron mucho dolor,
demasiado odio, muchas muertes.
Y en la época de estos dos jóvenes enamorados, la
situación política en la tierra del Danubio se había deteriorado
horriblemente.
En uno de los tantos tiroteos que se desataron en esa
región convulsionada, Bosko Breckic y
Almira Ismic se encontraron entre dos fuegos, en una batalla de la que se
negaron a participar, en una guerra que no era de ellos.
Se abrazaron todo lo fuerte que podían y así murieron,
perforados por las balas.
Así es el odio y así es el amor. Dos sentimientos que
habitan el corazón del hombre, igualmente fuertes.
Quienes han pasado por una guerra conocen sobre las
miserias, los dolores, las angustias, las situaciones desgarradoras, los
abismos horrorosos e incomprensibles.
Sin embargo allí en medio del barro de la batalla,
probablemente tomando nutrientes de la muerte y de la sangre derramada nacen
historias qie dejan un aroma de amor y de romance. Alguien escribe un poema
franco e inocente donde el odio racial y la saña religiosa derramaron su
furor.
Creo que además tristemente las más pavorosas guerras,
las más sangrientas, son las que se hacen en nombre de Dios.
¿Por qué tiene que haber tanto odio, tanto rencor y
tanta matanza en el mundo?
Allí, en medio de fusiles levantados, entre los surcos
dejados por las orugas de los tanques de guerra, brotan las flores del amor. ¿Por
qué tienen que ser manchadas con sangre producida por bombas y
ametralladoras?
El amor entre Bosko y Almira fue más fuerte que todas las
diferencias entre ellos.
Si a esta pareja de jóvenes enamorados se les hubiera
preguntado: «¿Qué vale más, los prejuicios raciales o el amor?», la respuesta
categórica seguramente habría sido: «el
amor».
Hasta los seres más malvados y crueles del mundo tienen
señales que muestran que pueden dar y recibir amor.
¿A qué se debe,
entonces, que esa virtud que Dios le dio a la humanidad se convierta en odio
brutal que finalmente estalla en guerras mundiales?
Por alguna razón inexplicable preferimos destruirnos a
nosotros mismos, dando lugar al odio en vez del amor.
Relata el Hermano Pablo (un famoso predicador a través
de internet):
“Fue en Honduras,
en una rueda de prensa, donde se me preguntó si yo era izquierdista o
derechista. «Por favor —les pedí—, no me encasillen así. Si soy izquierdista,
debo odiar a todo derechista. Y si soy derechista, debo odiar a todo
izquierdista. Y yo no quiero odiar a nadie.
»Hay una tercera
postura que ustedes no están tomando en cuenta —les dije—. Es el cristianismo
puro, auténtico y bíblico, el cristianismo en que Cristo es Señor absoluto de
la vida. Esa postura no contempla el odio.»
No nos sigamos destruyendo. Cristo quiere darnos un
nuevo corazón. Él producirá en nosotros una revolución interna total. Solamente
tenemos que dejarlo entrar a nuestras vidas.
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