Un proverbio oriental dice que no hay hombre sin dolor. Y si hay uno, ése no es hombre.
Estar siempre sano y pasar toda la vida, de la cuna a la tumba, sin que el dolor humille el cuerpo y muerda el alma, es totalmente imposible. Hasta la rosa es el símbolo del dolor, porque está teñida con la sangre de Venus.
Es inútil rebelarse contra el dolor. Lo llevamos pegado a la piel, hundido en el corazón, como un manantial que no se agota nunca. Estamos organizados para el dolor.
Pero cuando nos toca a uno de nosotros nos sorprende. La primera reacción es decir “¿por qué a mí?”, frase que muestra el egoísmo del corazón humano; porque al decir por qué a mí estamos diciendo por qué no a otro.
El dolor nos vuelve sumisos, como un niño pequeño.
¡Cuidado! No interroguemos a Dios cuando el dolor nos azota. Ni nos quejemos contra Él. El dolor es tan natural como la alegría. Si tuviéramos la garantía de que al convertirnos dejaríamos de padecer dolores, tendríamos cada domingo cola de hombres y mujeres en el local de la Iglesia.
Los creyentes no estamos libres del dolor, ni del sufrimiento, ni de las enfermedades, como tampoco estamos libres de la muerte. Pocas personas tan creyentes, tan cerca de Dios como Adán y Eva. Y ambos padecieron los azotes del dolor.
El dolor no es más que la consecuencia de estar vivos. Quienes yacen bajo tierra o encerrados en nichos no sufren dolores.
Moisés dice que Dios nos hizo a Su imagen y semejanza. Este privilegio lo viviremos en la eternidad. San Pablo aclara que aquí, en la tierra, tenemos la imagen del terrenal, la imagen de Adán. Y la imagen del terrenal es la imagen del dolor, del sufrimiento. Hemos nacido de la carne y carne somos, agrega el apóstol. Los ángeles no padecen dolores. Nosotros sí.
Todo cuando intento decir es que nunca culpemos a Dios por los dolores del cuerpo. Sufrir es tan natural como gozar. Pero los cristianos tenemos este contundente alivio. “Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18).