San Alberto Magno registra tres tipos de plenitud: “la del vaso que recibe el agua, la retiene y no la derrama; la del canal que la recibe, la deja correr y no la retiene; y la de la fuente que mana a chorros, la retiene y la deja correr”. Efectivamente, hay muchas personas-vaso. Se dedican a almacenar virtudes, ciencia, leen todo, saben cuanto pueden, coleccionan títulos y creen terminada su tarea cuando se han llenado. Imparten conocimientos, pero no reparten sabiduría ni alegría. Retienen pero no dan. Son magníficos, pero estériles servidores de su egoísmo. También existe gente-canal que pasan haciendo y haciendo cosas; no digieren lo que saben, se desgastan en palabras, cuanto les entra por un oído se les va por la boca, sin dejar nada profundo adentro. Padecen la neurosis de la acción; tienen que hacer muchas cosas, todas de prisa. Creen servir a los demás, pero su servicio no es tal, sino un modo de calmar sus desasosiegos interiores. Personas-canal son muchos periodistas, algunos apóstoles, sacerdotes o laicos. Dan y no retienen. Y después de dar, se sienten vacíos. Más difícil es encontrar personas-fuente, quienes dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas el calor, encendiendo a los que están a su alrededor, familiares, amigos, conocidos, sin disminuir ellas mismas, porque vuelven a crear en su interior todo lo que viven, y reparten cuanto han creado. Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Como debió ser Cristo. Él era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed de vida eterna. Es cierto que es difícil ser como Cristo, ser como el que dividió la historia humana –antes y después de Cristo- y eso que vivió en un tiempo en que no había periódicos, radio, televisión, teléfonos celulares o no, Internet; en que los más rápidos y modernos medios de locomoción eran el burro, el caballo o el camello. Pero nosotros –aquí y ahora- ya haríamos bastante si fuéramos, si nos hiciéramos, como uno de esos hilitos de agua que bajan chorreando desde lo alto de la montaña de la vida. O como una vela encendida que prende a otra sin dejar de iluminar. Irradiar luz a nuestro alrededor, luz que brote de la Luz de Cristo Jesús. Sin apagarse. Ustedes y nosotros, podríamos procurar que nuestras vidas broten con la vida misma de Cristo, y que no pasen por el mundo infecundas.