Tanto el hijo pródigo, como su hermano eran igualmente pecaminosos. El más joven no había entendido el propósito de la gracia, el cual es crecer hasta la madurez de la santidad. Pero el hijo mayor nunca conoció el corazón de su padre. Siempre trató de ganarse el amor de su padre por su obediencia y sus actos. Él no podía aceptar que su padre siempre lo había amado incondicionalmente, totalmente aparte de sus buenas obras. La verdad es que su padre lo amaba simplemente porque había nacido de él.
“Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo” (Lucas 15:28-30).
El hijo mayor estaba diciéndole a su padre: “Todos estos años, he trabajado tan duramente para agradarte, pero tú nunca me has mostrado este tipo de amor. Por lo menos yo nunca lo he sentido”. Esto resume la raíz del problema del hijo que protestaba. Él pensaba que él había ganado, a través de buenas obras, lo que su hermano menor había recibido a través de la gracia.
A todo legalista le cuesta dejar de lado la obra de la carne. ¿Por qué? ¡Porque nuestra carne quiere hacer cosas para Dios! Queremos ser capaces de decir: “Me gané mi paz en el Señor. He ayunado, he orado, he hecho todo para obtener la victoria. He trabajado duro y ahora finalmente, lo he logrado”.
Si somos honestos, veremos que nuestra carne siempre protesta contra la dependencia en el Señor. No queremos depender de Su misericordia y de Su gracia o reconocer que sólo Él nos puede dar el poder, la sabiduría y la autoridad para vivir como vencedores.
Debemos tener cuidado de no hacer la protesta del hermano mayor. Es una protesta de la soberbia humana y ¡es un hedor en la nariz de Dios!