Hace algunos días en la Puerta del Sol conocí a Rubén, un joven venezolano que vino a España para estudiar en una universidad madrileña. La primera semana conoció a un grupo de cristianos que le hablaron acerca de eternidad y de la necesidad de arrepentirse de sus pecados. Mientras escuchaba la historia de Rubén me llené de gozo y le pregunté si él ya había tomado la decisión de vivir para Jesús y renunciar a sus pecados. Me dijo que sí y me explicó que había experimentado mucha paz desde que tomó esa decisión.
Entonces le hice otra pregunta: “Rubén, ¿a dónde irías si murieras en tres horas?” Su cara cambió de expresión y denotaba que estaba bastante asombrado por mi pregunta. Se mantuvo en silencio por algunos segundos hasta que con un tono de voz bastante triste me dijo que iría al infierno porque aún no estaba viviendo una vida perfecta.
Su respuesta me sacudió. ¿Cómo era posible que se hubiera arrepentido de sus pecados pero aún no estuviera seguro de ir al cielo después de morir? Uno de los primeros pensamientos que tuve es que Rubén no estaba verdaderamente arrepentido y por eso no tenía la seguridad de que entraría al cielo. Seguí conversando con él unos minutos más y me di cuenta que Rubén realmente estaba arrepentido por haber ofendido a Dios con su pecado. ¿Entonces, cuál era el problema?
Es importante entender que salvación es como una moneda que tiene dos caras. La primera cara es el arrepentimiento para con Dios. Esto significa que reconoces que has ofendido a Dios por haber quebrantado sus leyes con nuestra manera de vivir. Entonces decides cambiar de dirección y dejar atrás el pecado. Pero es precisamente en este punto cuando muchas personas se frustran porque piensan que ellos mismos son los que tienen la fuerza para dejar de pecar. Por eso es tan importante conocer la otra cara de la moneda: poner toda nuestra confianza y fe en Jesús.
Hablando con Rubén pude intuir que se había arrepentido de sus pecados pero aún no había puesto su fe en Jesús. Es necesario hacer las dos cosas para experimentar el milagro de la salvación y tener la seguridad de que el día que muramos iremos al cielo.
Mientras pongamos nuestra fe y confianza en cualquier cosa o persona que no sea Cristo, no podremos experimentar salvación ni tener la certeza de la vida eterna, ya que no hay nada ni nadie fuera de Cristo que nos garantice la entrada al cielo. Rubén estaba poniendo su fe en la persona equivocada: él mismo. Pensaba que si él vivía una vida perfecta entonces entraría al cielo. El problema vino cuando se dio cuenta que no podía vencer el pecado por si mismo.
Muchas personas con las que hablo en la calle, incluso cristianos, tienen el mismo concepto de Rubén. Por algún motivo pensamos que tenemos la fuerza para vivir vidas perfectas. La realidad es que por nosotros mismos no podemos vencer el pecado. No tenemos ninguna clase de poder para cambiar nuestro corazón y nada de lo que hagamos será suficientemente poderoso para reconciliarnos con Dios.
Cristo es el único que puede cambiar la verdadera raíz del problema: nuestro corazón. El único sacrificio que tiene verdadero poder es el que hizo el Hijo de Dios cuando murió por la humanidad en la cruz. Su sangre perfecta nos acercó a Dios. Cuando Jesús resucitó, demostró que tiene todo poder y autoridad no solo para darnos la entrada al cielo y perdonar todos nuestros pecados sino también darnos un nuevo corazón.
Gracia se trata de entender que no merecemos entrar en el cielo y que a pesar de haber ofendido a Dios, Él quiere reconciliarnos consigo mismo por medio de Cristo. La gracia nos enseña que no hay nada que podamos hacer fuera de la cruz. A Dios le encanta que hagamos buenas obras, pero no podemos confiar que nuestras buenas obras nos dan acceso al cielo. Cristo es la única puerta que existe para entrar al cielo.
Para experimentar salvación es necesario reconocer que no podemos cambiarnos a nosotros mismos. Cuando aceptamos esa realidad podemos acercarnos con humildad delante de Dios, sabiendo que si no es por la muerte y resurrección de Jesús, no tendríamos ninguna esperanza de vivir una vida que agrada a Dios. Cuando reconocemos que somos débiles es cuando el Espíritu Santo nos da la fuerza para vivir vidas santas.
Rubén entendió que había puesto su confianza en cosas que no eran Jesús. Quizá piensas lo mismo que pensaba Rubén y aún no estás seguro de dónde pasarás tu eternidad. Te animo a que te arrepientas de tus pecados y pongas toda tu confianza en Cristo. Acércate a Jesús con un corazón humilde y hallarás gracia y misericordia. Recuerda que todo lo que hace falta para que tengamos acceso a Dios, Jesús ya lo hizo.