Cuando niego tu nombre, niego haberte conocido.
Niego que hayas tenido un trato personal conmigo.
Niego tus milagros, tu poder, niego tus favores, tu amistad.
Cada vez que cierro mis labios y omito una alabanza hacia ti, estoy rechazando tu nombre, sin pretenderlo me convierto en Pedro que queriendo mirar hacia otro lado no pudo evitar oír el canto del gallo.
Cada vez que excluyo tu verdad y creo las mentiras que se cuelan en mi cabeza, estoy anulando tu autoridad, tu presencia poderosa en mí.
Quiero que estos ojos míos tan propensos al distraimiento se centren en ti.
Que mi mirada busque con ansias ese fanal de luz al que he de dirigir mi embarcación para no perderme en alta mar.
Enséñame a amarte con ternura, con ímpetu, a ser una mujer apasionada por ti. Que cada gesto, cada palabra que emane de mí esté perfeccionada con un desaforado sentimiento de amor y que fluya libremente.
Mi buen Jesús no quiero negarte, no quiero excluirte.
Me he acostumbrado a tus bendiciones y sin ser consciente a veces me creo merecedora de su tu misericordia, de tu fidelidad, de tu comprensión…
Me acostumbro a ver amanecer cada día, a tener comida en casa, a ver crecer a mi hija y no caigo en la cuenta de que por todas esas grandes - pequeñas cosas tengo el deber de darte las gracias. Tú eres quién me sustenta, por lo tanto, a ti tengo que estar agradecida.
Aunque me cueste entender lo que haces con mi vida, también tengo que darte las gracias por aquellas situaciones que no nos son favorables, pero que puestas en tus manos tienen un sentido.
No quiero negarte Dios mío, hacerlo es un desaire impropio de quien ha recibido tantos favores, un mal gesto hacia ti de parte de una mujer que se siente enormemente complacida de que no hayas pasado de largo, que te hayas detenido en el camino y con sublime amor hayas decidido entrar y habitar en su humilde morada.