Eran tres niños, hermanitos los tres, de seis, siete y
ocho años de edad. Con ojos aterrorizados y temblando de miedo, no podían
dejar de mirar. Estaban absolutamente paralizados.
¿Qué estaban mirando?
Veían cómo su padre le daba una paliza brutal a su
madre.
El hombre enfurecido, a la vista de sus tres hijitos,
golpeaba brutalmente a su esposa.
Esto no era la primera vez que pasaba.
Después de estas palizas la mujer quedaba absolutamente
destruida. Ensangrentada, con su rostro deformado y su cuerpo lleno de dolor
por los muchos golpes que quedaban disimulados debajo de sus ropas.
Pero además, los golpes más fuertes estaban en su
alma. Esos no se pasaban con hielo ni
se disminuían con antiinflamatorios.
Sentía que su vida ya no tenía sentido, y mientras estaba
siendo golpeada hasta caer prácticamente desvanecida miraba a sus hijos
sabiendo que si no hacía algo, ellos vivirían de un modo o de otro un
infierno similar. Así había pasado con
ella y su madre.
¿Cuál era la causa?
Nadie sabe. Los niños sólo decían: «Papá estaba muy enojado.»
En realidad la causa puede ser cualquiera. Es solamente
que hace falta encontrar una excusa que justifique el inicio de la descarga,
porque la verdadera razón está dentro del agresor y no en lo que esa mujer o
sus hijos puedan haber hecho.
La violencia doméstica, un tema que es parte de la
historia demasiado frecuente en la vida diaria de muchas familias, pero es
nuevo en las crónicas de los diarios y en los tribunales.
Esto es lo más preocupante: Está creciendo
significativamente en las últimas décadas. Y crece como aumenta la violencia
en la sociedad.
Y no distingue clases sociales. Los más humildes son
los que menos pueden disimular socialmente lo que pasa dentro de casa, y sale
más a la luz. Pero en las clases altas también hay golpes. También hay
muerte.
Y esta crónica
nos obliga a tocar dos puntos: la violencia entre padres, y su efecto en los
hijos.
Esa pesada herencia que afecta a las generaciones
siguientes, multiplicando hombres golpeadores y mujeres golpeadas en hijos y
en nietos.
Algunos dicen que la violencia familiar la incita la
familia misma, pero eso es ver el asunto de una manera superficial. La
violencia nace en el corazón. Está adentro de uno como lo estaba en el
corazón de Caín, y sólo necesita una muy pequeña provocación para estallar.
Decimos que es culpa de la mujer, o de los hijos, o del
jefe o de otro, pero no lo es. Procede del corazón herido y confundido que
vierte su frustración sobre los que están más cerca. Cuando el tronco está
malo, todo el árbol lo está.
Cuando el corazón vive en amargura, la persona no puede
o no sabe o no aprendió a canalizar sus sentimientos de un modo saludable.
Una estadística levantada por una revista del Banco
Interamericano de Desarrollo, dice que en Argentina, el 37% de las mujeres
golpeadas por sus esposos lleva 20 años o más soportando abusos de este tipo.
Esta cifra fue levantada solamente haciendo alusión al maltrato conyugal; no
incluyen el maltrato a niños y ancianos.
Si sumáramos estas situaciones el porcentaje de
violencia en la familia subiría arriba del 50% según escribió la
recientemente fallecida María Elena Mamarian, autora del libro “Rompamos el silencio” (editorial Kairos).
No hay nada en todo el mundo que frustre y confunda y
atemorice más al niño que ver a sus padres peleándose, especialmente cuando
son encuentros violentos. Y si la criatura tiene dos, tres o cuatro años de
edad, esos disgustos tienen efectos desastrosos que afectan toda su vida. Un
sociólogo investigador dijo: «Cuanto
más violenta es la pareja, de las que hemos entrevistado, más violentos son los
hijos.»
Y así ha sido también con la generación de los que
ahora son papás. Por cierto, la violencia en los padres viene de la violencia
en los progenitores de ellos.
En un programa de radio el locutor hablaba de un tema
social crítico de este tiempo y mencionó el conocido ejemplo del huevo y la
gallina, en que alguien se pregunta qué fue primero.
Y aquí podríamos pensar lo mismo. ¿Por qué este
incremento de la violencia intrafamiliar tan importante en las últimas
décadas?
¿Es que la sociedad cargada de agresividad desde los
medios de comunicación, desde la actitud de los gobernantes, dese la
inseguridad, está generando que dentro del núcleo familiar se reproduzcan los
mismos síntomas sociales que pueden verse puertas afuera del hogar?
¿O es al revés y la familia, con su violencia interior,
está fabricando las semillas de los estallidos sociales que vivimos en la
calle?
¿Estamos los padres fabricando niños violentos que
luego cuando adultos construyen una sociedad violenta? ¿O es la vida fuera de
los límites cuidados de la familia la que filtra o inocula el veneno mortal
del golpe físico o psicológico dentro de casa?
Creo que es un interactuar. Sin ser especialista en
psicología ni en sociología, pienso que una realidad realimenta a la otra
realidad e interactúan entre sí.
Hemos sido durante muchos años tolerantes a los
crecientes niveles de violencia.
También han ido formándose culturalmente imágenes
distorsionadas de qué es un hombre y qué es una mujer. Esta distorsión termina
avalando socialmente al hombre que levanta la mano o levanta la voz. Y hago
este distingo porque muchos hombres violentos me dicen “yo nunca le levanté
la mano a mi esposa”… aunque hay una prisión psicológica desde el grito,
desde el silencio, desde el aislamiento, desde la dependencia económica que
terminan siendo armas mucho más poderosas y destructivas que un golpe físico.
Esto ha dado como resultado que toda la sociedad,
incluso quienes somos cristianos y nos congregamos en iglesias cristianas,
hayamos sido tolerantes y pasivos frente al maltrato en nuestras familias, en
nuestras iglesias y en nuestra sociedad en general.
Salmo 55:12 al 14 Porque no es un enemigo el que me reprocha,
si así fuera, podría soportarlo;
ni es uno que me odia el que se ha alzado contra mí, si así fuera, podría
ocultarme de él; sino tú, que eres mi igual, mi compañero, mi íntimo amigo;
nosotros que juntos teníamos dulce comunión, que con la multitud andábamos en la casa de Dios.
Tomando este texto del
salmo 55, María Elena Mamarián escribe que “Nuevamente nos conmueve que una relación tan íntima, tan
comprometida, destinada a ser una fuente de placer y de crecimiento para
ambos miembros, se convierta en un espacio destructivo y de tanto
sufrimiento”.
Lo que aprendí a partir de trabajar en mi
propia violencia y una búsqueda de paz que trabajo día a día a lo largo de
muchos años, es que simplemente “aprendemos la violencia”. Estamos
acostumbrados a descargar en esta forma nuestras tensiones y frustraciones
personales. Así es como siempre lo hicimos y no nos cuestionamos el daño que
hacemos.
Pero esto se puede
desaprender para aprender nuevas formas que hagan centro en la comunicación
sana y que no dañe al otro.
Dentro de un violento hay un hombre que necesita paz.
¡Cuánto necesitamos paz y tranquilidad en nuestro
corazón!
¡Cuánto necesitamos que ese Jesús del que hablamos y
del que tanto escuchamos entre realmente a nuestro corazón! ¡Cuánto
necesitamos al Príncipe de paz!
Efesios 5:25
Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio a
sí mismo por ella (…)
¿Cuál es la
propuesta de Pablo?
¿Cuál es el
límite supremo al que nos desafía?
Jesús amó a su
iglesia hasta la muerte… y muerte de Cruz. Así es como nos está hablando
Efesios. Esa es la medida del amor que nos propone.
Otro Héctor,
que hoy tiene 46 años, dice:
“Nunca entendí tan claramente mi
comportamiento equivocado hacia mi esposa como cuando me confronté con este
texto bíblico. ¡Me dí cuenta qué lejos estaba de tratarla como Cristo me
trató a mí!
Aunque todavía no sé cómo controlar mis
desbordes de ira, sé hacia dónde tengo que caminar”
Sin duda
Héctor está confrontándose con quién es y cómo es él mismo. Sin duda Héctor
está comenzando el camino hacia su propia libertad. No sé cuánto tiene este
hombre de convertido espiritualmente, pero puedo decir que finalmente se abre
dentro de su corazón un camino de luz. Es el sendero hacia una vida nueva. Es
el génesis de un futuro distinto del que pudo construir hasta el presente.
Sin duda
Héctor pudo empezar a hablar de lo que le pasa. Rompió el silencio. Abrió la
puerta de su realidad para que otros puedan entrar para ayudarlo. Se animó a
confesar que no estaba bien lo que hacía, que estaba destruyendo lo más
valioso que el Señor puso en sus manos: su matrimonio y sus hijos.
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