El gusano salió del huevo diminuto y se acostumbró y comenzó su andadura arrastrándose por la tierra, por las cortezas de los árboles, por las hojas, por los pétalos de las flores. Se sentía hermoso, pero su caminar era tosco y lento.
Se conformó a vivir así, sin otras aspiraciones. Miraba al cielo y veía volar las mariposas y los pájaros y no se atrevía a soñar con tener alas algún día y poder alzarse, aletear y dejarse conducir por la brisa del viento. No soñaba con alas multicolores y con movimientos distinguidos de los que se desplazan en el aire.
Como él, otros gusanos habían salido el mismo día del huevo y vivían en grupo. Comían el mismo tipo de alimento, dormían a la misma hora y despertaban a la vez. Todos ellos eran ajenos a la transformación que les esperaba en un tiempo cercano. La metamorfosis tendría lugar. Su forma sería alterada y no habría vuelta atrás.
Llegó el momento de la preparación del cambio. Se despidieron unos de otros y por instinto comenzaron la fabricación de la envoltura que los separaría algún tiempo.
Construyeron un lugar igual al tamaño de su cuerpo para enclaustrarse. Era de suponer que este encierro en la penumbra les serviría para meditar, hacer planes para el futuro: dónde irían, qué harían, con quien se emparejarían.
La vida del gusano protagonista de esta historia transcurría al unísono de la de sus compañeros, pero ocurrió algo. Mientras en su enclaustramiento todos hacían planes de transformación para disfrutar de su nueva condición de mariposa, él y otros como él se durmieron.
Se durmieron o se despistaron, o quizás nunca tuvieron aspiraciones, no se sabe.
El resultado fue que cuando la mayoría salió al exterior y como un abanico de colores echó a volar luciendo sus maravillosas alas, él y algunos más con él, ni siquiera se dieron cuenta de su nuevo aspecto.
Mientras los demás se elevaban, ellos, como siempre, miraron hacia abajo y sólo advirtieron que tenían patas y de que ya no les era necesario arrastrarse. Se pusieron muy contentos, a algunos se les subió la autoestima de manera exagerada y continuaron desplazándose hasta el polen de las flores, paso a paso, caminando.
En su corta vida nunca se dieron cuenta de que poseían la capacidad de volar, pensaban que sus alas no eran más que parasoles que les daban sombra. Y a la sombra iban y de la sombra venían y en la sombra permanecían sus días.
Estos son, en consonancia, los que recibiendo las bendiciones del Señor, son tan pobres espiritualmente que no las disfrutan porque ni siquiera saben que las tienen. O sea, los que teniendo alas, no vuelan.