La niña, bien vestida, contemplaba con gran entusiasmo las muñecas que había en la tienda. En una de sus manitas tenía un rollo de billetes. Al ver una muñeca que le gustaba, se daba vuelta y le preguntaba a su padre si tenía suficiente dinero para comprarla. A pesar de que él le contestaba que sí, ella seguía buscando hasta encontrar otra que le llamaba la atención, y volvía a preguntarle:
—Papi, ¿tengo suficiente dinero para comprar ésta?
Mientras la niña se entretenía buscando la muñeca perfecta, un niño entró en la tienda y comenzó a observar los juguetes que había al otro lado del pasillo. Su ropa estaba bien cuidada pero gastada, y su abriguito le quedaba muy apretado. Al igual que la niña, él llevaba dinero en la mano, pero no pasaba de unos cinco dólares.
A él también lo acompañaba su padre. Cada vez que lo cautivaba uno de los juegos de video, su padre meneaba la cabeza, dándole a entender que no le convenía eso.
Al fin la niña escogió la muñeca que más le gustó, una que se veía tan elegante que seguramente sería la envidia de todas las niñas de la cuadra. En eso se dio cuenta de la conversación que sostenían el otro padre y su hijo. El niño, cabizbajo y desilusionado porque no podía comprar ninguno de los juegos de video, había escogido un álbum de colección de postales. Luego se encaminó con su padre a otro pasillo, alejándose así de la niña, que había visto lo ocurrido.
La niña volvió a poner la muñeca selecta en el estante y corrió adonde estaban los juegos de video. Con renovado entusiasmo escogió uno que estaba encima de los demás, le dijo algo a su padre y se dirigió a toda prisa hacia la caja registradora para hacer su compra. Cuando el niño y su padre hicieron cola detrás de ella, la niña no pudo disimular el placer que sentía.
Tan pronto como la cajera le entregó el paquete de la compra, la niña se lo devolvió y le dijo algo al oído. La cajera sonrió y colocó el paquete debajo del mostrador. Luego atendió al niño y le dijo:
—¡Felicitaciones! ¡Eres mi cliente número cien y te has ganado un premio!
Dicho esto, le entregó el juego de video al niño, quien no pudo hacer más que mirarlo incrédulo.
—¡Es precisamente lo que quería! —exclamó.
La niña y su padre fueron testigos de esta emocionante escena desde la puerta de la tienda. En el rostro de la pequeña se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja. Al salir del almacén, su padre le preguntó por qué lo había hecho.
—¿No es cierto, papi, que mi abuelito y mi abuelita me dijeron que comprara algo que me hiciera muy feliz? —le contestó la niña.
—¡Claro que sí, hija mía!
—Bueno, ¡pues eso es lo que acabo de hacer!1
Así como aquella niña, todos tenemos suficiente como para darle a alguna persona necesitada, aunque no sea más que comprensión y cariño. Ese es el espíritu que agrada a Dios en toda ocasión en que damos y recibimos regalos. Más vale que aprendamos de su Hijo Jesucristo, el autor del refrán que es la moraleja de esta historia, que de veras «Hay más dicha en dar que en recibir.»2
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